El fenómeno es relativamente
nuevo, de las últimas décadas; pero lo peor es que está en franca expansión. Se
estima que en todo el mundo hay 150 millones de niños que trabajan o viven en
las calles. ¿Por qué? ¿Cuál es la verdadera historia de los niños de la calle?
Marcelo Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de
Guatemala
En
el Primer Mundo se discute sobre la calidad
de vida; en el Tercer Mundo sobre su
posibilidad.
Situando el problema
Desde la década de los
‘50 en los países latinoamericanos se vive un proceso de acelerado despoblamiento
del campo y crecimiento desmedido y desorganizado de sus ciudades principales.
Muchas de sus capitales, de hecho, están entre las ciudades más pobladas del
mundo. Pero pobladas por gente desesperada, que llega a estas enormes urbes
para instalarse muchas veces en condiciones infrahumanas. Se calcula que una
cuarta parte de la gente que habita ciudades de la región lo hace en
asentamientos precarios: favelas, villas miseria, tugurios.
La población escapa a
la pobreza, y en muchos casos también a las guerras crónicas, de las áreas
rurales. El resultado de todo esto son megápolis desproporcionadas sin
planificación urbanística plagadas de barrios mal llamados “marginales”.
Sumado a este proceso
de éxodo interno tenemos las políticas neoliberales que desde los años ‘80 (“la
década perdida” según la CEPAL) empobrecieron más las ya estructuralmente
pobres economías de la región. Hoy cada niño que nace en Latinoamérica ya sufre
la condena de tener sobre sí una deuda de 2.500 dólares con los organismos financieros
internacionales (Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional). Deuda,
obviamente, que repercute en una falta crónica de servicios básicos, en falta
de oportunidades, en un futuro ya bastante trazado (y no de los más promisorios
precisamente).
Como consecuencia de
estas políticas de “ajuste estructural”, como dicen los tecnócratas, se dio un
aumento de la miseria de los siempre pobres sectores agrarios y un aumento de
la migración hacia las ya saturadas capitales. Ningún país de la región, aunque
a veces se muestren números promisorios en la macroeconomía, resolvió los
problemas crónicos de las grandes mayorías. La pobreza real ha aumentado estos
últimos años, haciendo más grande la distancia entre ricos y pobres. Los
asentamientos precarios van albergando cada vez más gente, casi tanta gente
como los barrios formales. Pareciera que hay un proceso de exclusión donde el
sistema expulsa, hace “sobrar” población. Pero si la “gente sobra”, esto sólo
puede darse en la lógica económico-social dominante, nunca en términos humanos
concretos. La gente está allí y tiene derecho a vivir (junto a otros derechos
que le aseguran una vida digna y con calidad). Uno de cada dos nacimientos en
el mundo tiene lugar en un barrio “marginal” (¿o marginalizado?) del antes
llamado Tercer Mundo. Y, por lo pronto, hay 4 nacimientos por segundo.
El problema, valga
aclararlo, no está en el aumento constante de bocas a alimentar. Alimentos hay,
y de sobra. Se calcula que la humanidad dispone entre un 40 a 50% más de los
alimentos necesarios para nutrirse. Si hay hambre, ello obedece a razones
enteramente modificables. No hay designios naturales ni divinos en eso.
Donde más golpea la
pobreza, por cierto, es en la infancia.
El círculo maldito de la pobreza
Niños nacidos en la
pobreza, niños de barrios marginalizados, niños que, desde el inicio, para la
lógica dominante “sobran”. No los esperará entonces, seguramente, un mundo de
rosas. Si uno de estos niños tiene suerte y no muere de alguna enfermedad
previsible o por inanición, trabajará desde muy pequeño. Quizá termine la
escuela primaria, pero probablemente no. Casi con seguridad no asistirá a la
escuela media; mucho menos a la Universidad (en Latinoamérica eso sigue siendo
aún un lujo). Se criará como pueda: pocos juguetes, mucha violencia, poco
cuidado paterno (padres que trabajan fuera de la casa como constante);
seguramente se criará junto a muchos hermanos: seis, ocho, diez. Esto en el
campo, donde se necesitan muchos brazos para las faenas agrícolas, es parte de
la cultura cotidiana; pero en un asentamiento precario en medio de una gran
ciudad es ante todo un problema. Su trabajo será en las calles, no bajo la
supervisión de sus padres. Trabajo, por otro lado, siempre descalificado, muy
poco remunerado, siempre en situación de riesgo social: la violencia, la
transgresión, las drogas estarán muy cerca. Esto se potencia en el caso de las
niñas.
Pero dicho sea de paso:
ese trabajo mal remunerado y en condiciones peligrosas aporta no menos del 20%
del ingreso familiar de muchos países de la región. Es decir que sin ese
trabajo –que, por supuesto, hipoteca el futuro de niñas y niños– los hogares
serían más pobres de lo que son.
La pobreza de donde
provienen estas niñas y niños no se concibe sólo en términos de ingreso monetario,
siempre escaso por cierto. También lo es en cuanto a recursos en general para
afrontar la vida, en conocimientos, en experiencias. Las familias
“reproductoras” de niños que van a trabajar, o en algunos casos vivir, a las
calles son en general numerosas, con dinámicas violentas, con antecedentes de
alcoholismo, en algunos casos promiscuas, a veces con historias
delincuenciales. Pero todo ello no por una cuestión de “dejadez”, de “vicio
moral”. Es el síntoma de una descomposición social creciente de un sistema que,
en vez de integrar gente, la expulsa. El “ejército de desocupados” del que
hablaban los clásicos del materialismo histórico en el siglo XIX sigue
absolutamente vigente. El capitalismo neoliberal usa ese ejército de forma cada
vez más inmisericorde.
Todo este nivel de
descomposición social es más fácil que se de en un grupo marginado económica y
socialmente (los que “sobran”) antes que en los sectores integrados. Lo
dramático es que la población “sobrante” aumenta, y por ende sus niños, que son
quienes terminan poblando las calles.
En cualquier ciudad
latinoamericana vemos como algo común ejércitos de niños deambulando por las
calles. Desde muy tempranas edades, sucios, harapientos, a veces con su bolsita
de inhalante en la mano, estos niños y niñas ya forman parte del paisaje
cotidiano: menores de edad que venden cualquier baratija, lustran zapatos,
lavan automóviles, mendigan o simplemente roban, y pasan sus días en parques,
mercados o terminales de autobuses haciendo nada.
El fenómeno es relativamente
nuevo, de las últimas décadas; pero lo peor es que está en franca expansión. Se
estima que en todo el mundo hay 150 millones de niños que trabajan o viven en
las calles. ¿Por qué? ¿Cuál es la verdadera historia de los niños de la calle?
La calle atrapa
Establecidos en las
calles es muy fácil que algunos se perpetúen allí. Y cuando esto sucede, cuando
se cortan los vínculos con las familias de origen, la inercia lleva a que sea
muy difícil salir de ese ámbito. Callejización, consumo de drogas y
transgresión van de la mano. “Para una
innumerable cantidad de niños y jóvenes latinoamericanos la invitación al
consumo es una invitación al delito. La televisión te hace agua la boca y la
policía te echa de la mesa”, reflexionaba sobre esto Eduardo Galeano. Un
niño finalmente se queda a vivir en la calle porque escapa así a un infierno
diario de violencia, desatención, escasez material. Recordemos que pobreza no
es sólo falta de dinero efectivo; es también falta de posibilidades para el
desarrollo, desatención, violencia. Lo que, casualmente, se encontrará ante
todo en los grupos más sumergidos, en las “poblaciones excedentes”.
Son varias las
instituciones que se ocupan del problema de los niños de la calle: las públicas
(“centros de reorientación de menores”, en general reformatorios o cárceles)
con una propuesta más punitiva y en dependencia de dictámenes legales; las no
gubernamentales con proyectos de corte humanitario o caritativo, muchas veces
ligadas a iglesias.
Más allá de buenas
intenciones y diversidad de metodologías, el impacto de sus acciones es
relativo; por supuesto que una atención puntual en un caso, o un apoyo concreto
para la sobrevivencia, puede ser mucho. Y ni hablar de algún niño rescatado de
esta situación y reubicado en otra perspectiva. Ello es encomiable. De todos
modos el fenómeno en su conjunto no se termina, por el contrario crece.
El supuesto “amor” de
la caridad religiosa no alcanza. “Amar” incondicionalmente a un niño paria es,
finalmente, un engaño. ¿A título de qué amar tanto? Un proyecto humano no se
puede construir a base de caridad, porque ello ratifica la diferencia: uno que
tiene y puede dar a un necesitado de todo. Eso no es un modelo sostenible.
Además, y valga enfatizarlo, muchas, muchísimas veces, esta filantropía
desinteresada, este “amor” incondicional de activistas caritativos que “se
quitan el pan de la boca para dárselo a estos niños menesterosos” encubre
acciones perversas: tanto aman a los niños de la calle que… muchos casos
terminan en violaciones.
Niños de la calle: ¿victimarios o víctimas? ¿Qué hacer
entonces?
No debe olvidarse que
esos mismos niños y jóvenes deben procurarse algún sustento, y lo más a la mano
al respecto termina siendo, irremediablemente, el hurto. Una cadena, un reloj,
una cartera, un equipo de sonido de un vehículo pasan a ser el alimento
cotidiano de estos parias. (A propósito: ¿cuántas veces nos enteramos de
reducidores de estos objetos robados que caen detenidos?). En tal sentido, en
tanto transgresores, son victimarios.
De ningún modo se pude
justificar una conducta transgresora; en el marco de las sociedades
capitalistas donde el fenómeno de la niñez callejizada tiene lugar, no se puede
premiar el atentado contra la propiedad privada. Robar una billetera a un
transeúnte es un acto delictivo, estamos claros. Pero hay que partir por
reconocer que la problemática concierne a todos. Cada niño durmiendo en una
plaza o con su bolsa de pegamento es el síntoma que indica que algo anda mal en
la base; taparse los ojos ante esto no soluciona nada.
Los niños, el eslabón
más débil de la cadena, son la esperanza de un futuro distinto; también los de
la calle (convengamos en que la Historia aún no ha terminado, y si lo que vemos
hoy día es un aumento de la pobreza, aún caben las esperanzas de “otro mundo
posible”). Estigmatizarlos no servirá para contribuir a algo nuevo. “La continuada marginación económica y
social de los más pobres está privando a un número creciente de niños y niñas
del tipo de infancia que le permitirá convertirse en parte de las soluciones de
mañana, en vez de pasar a engrosar los problemas. El mundo no resolverá sus
principales problemas mientras no aprenda a mejorar la protección e inversión
en el desarrollo físico, mental y emocional de sus niños y niñas” (UNICEF).
Los niños de la calle, en tal sentido, son las víctimas de un sistema, quizá
las más golpeadas.
Ahora bien: más allá de
bienintencionadas declaraciones, correctas en sí mismas, está más que claro que
el problema de niñas y niños en la calle no se puede solucionar
independientemente del entorno que los crea, de las condiciones por las que
surgen. Aunque mágicamente se les hiciera desaparecer a todos hoy, mañana
seguro habrá más, porque el chorro que los produce no se ha cerrado. Son un
síntoma. Y para curar un síntoma hay que ir a las causas.
Son victimarios en
tanto roban por la calle, eso está fuera de discusión. Pero ¿acaso el sistema
económico-político-social que los crea no es un atentado a la vida, una afrenta
a la humanidad? Que sea legal, que las políticas neoliberales y capitalistas en
general sean legales, que todo ello sea la legalidad estatuida, no significa
que sea justa. “La ley es lo que conviene
al más fuerte”, enseñaba Trasímaco de Calcedonia hace dos mil quinientos
años. Y tenía razón. Se trata, entonces, de crear otro marco general donde no
haya fuertes que se tragan a los débiles.
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