Trump pretende dispararle
el tiro de gracia al neoliberalismo porque su virus –para usar la expresión de
Samir Amin– contagió a la potencia integradora del sistema imperialista y sus
efectos son letales. Habrá que ver si lo que en una nota anterior llamábamos
“estado profundo”, o el “gobierno invisible” de EEUU. le permite concretar su
propósito.
Entre el 7 y 8 de julio
próximos tendrá lugar en Hamburgo una nueva cumbre de jefes y jefas de estado y
del G-20, entre los cuales se encuentra la Argentina. El cónclave será
presidido por Angela Merkel, y muchos participantes seguramente recordarán que
en numerosas cumbres previas Cristina Fernández de Kirchner advertía sobre el rumbo
equivocado de la economía mundial, los estragos del neoliberalismo, las trampas
del libre cambio y los malhadados tratados de libre comercio.
Cuando decía esas cosas
los plumíferos de la derecha, dentro y fuera de la Argentina –en realidad, una
impresentable colección de relacionadores públicos de las grandes
transnacionales disfrazados de “economistas serios” o de “periodistas
independientes”– se burlaban de lo atrasado de sus concepciones económicas, la
acusaban estúpidamente de “setentista” y no cejaban de reprocharle por el
“anacronismo” de sus críticas al orden económico internacional, responsable de
que la Argentina se encontrase “aislada del mundo.”
Quisiera ver qué dirán en
ese momento los secuaces de Washington y sus paniaguados en los medios cuando
escuchen a Trump pronunciar un discurso muy semejante al de Cristina, porque
los desastres que el Consenso de Washington hizo en todo el mundo no
exceptuaron a Estados Unidos. ¿Qué van a decir? Trump, para nada santo de mi
devoción (como cualquier otro presidente de los Estados Unidos) comprendió que
para reconstruir a su país tenía que arrojar por la borda las ideas que habían
presidido las políticas económicas de la Casa Blanca desde comienzos de los
ochenta.
En su iconoclástico
discurso inaugural proclamó el regreso al proteccionismo de los padres
fundadores de la sociedad norteamericana (Alexander Hamilton, primer Secretario
del Tesoro fue un contumaz proteccionista), denunció a la clase política
tradicional –apañada y financiada por los agentes empresariales del
neoliberalismo– de enriquecerse mientras la gran mayoría del país se empobrecía
y las empresas y los empleos emigraban a otras latitudes y el “Sueño Americano”
se convertía en una intolerable pesadilla. Trump pretende dispararle el tiro de
gracia al neoliberalismo porque su virus –para usar la expresión de Samir Amin–
contagió a la potencia integradora del sistema imperialista y sus efectos son
letales. Habrá que ver si lo que en una nota anterior llamábamos “estado
profundo”, o el “gobierno invisible” de EEUU. le permite concretar su
propósito. En todo caso, el discurso de Washington giró ciento ochenta grados y
lo que antes era virtud ahora es un vicio a combatir sin cuartel. Ante este
giro casi todos los gobiernos de América Latina, comenzando por el de
Argentina, se quedaron pedaleando en el aire.
Al hablar de EEUU José
Martí solía usar la expresión “Roma Americana.” Siguiendo con esa sugerente
analogía podría decirse que el viraje antineoliberal de Trump guarda semejanza
con lo ocurrido cuando el emperador Constantino, acosado por rebeliones que
conmovían la inmensidad del imperio romano y en las cuales los cristianos eran
la punta de lanza, dio a conocer, en el año 313, el Edicto de Milán que
convertía al cristianismo en la religión oficial del imperio y declaraba
heréticas las demás religiones. No hay que exagerar demasiado esta analogía
pero, como se dice en italiano, “se non é vero é ben trovato”. Va de suyo que
este giro hacia el “populismo económico” no lo hace Trump por simpatías con el
socialismo del siglo veintiuno o las luchas emancipatorias de los países de la
periferia. Menos todavía, como piensan algunos, para ensayar un “peronismo a la
americana” porque al magnate neoyorquino ni remotamente se le pasa por la
cabeza nacionalizar el comercio exterior, los depósitos bancarios, la Reserva
Federal (un ente privado) o los medios de transporte, como hiciera Perón en la
Argentina de la posguerra. Lo hace porque cayó en la cuenta de que el
neoliberalismo está silenciosamente destruyendo a Estados Unidos.
Como sea, los que antes,
en el G-20 apostrofaban a Cristina, ahora escucharán un discurso casi idéntico
de labios del nuevo Constantino. Seguramente antes de lo que ella hubiera
pensado la ex presidenta experimentará el íntimo regocijo de la reivindicación
de sus justas críticas al orden económico internacional. ¡Y nada menos que de
labios del nuevo emperador!
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