La nueva administración republicana le dará un mayor
despliegue a las herramientas del llamado hard power (incluidas las
negociaciones desde posiciones de fuerza, incluso con algunos de sus “socios” y
“aliados”, cual es el caso del actual gobierno de México) que las que tuvieron en
el gobierno temporal precedente.
Desde La Habana, Cuba
Introducción
Como se indica en su titulo, este ensayo va dirigido a realizar una
primera y seguramente incompleta aproximación a las redobladas amenazas que les
planteará la recién inaugurada administración de Donald Trump a los pueblos,
las naciones y a ciertos gobiernos de los 33 Estados nacionales o
plurinacionales ubicados al sur del rio Bravo y de la península de Florida. Asimismo,
a los de algunos de los territorios de esa región aún sometidos a diferentes
formas de dominación colonial por parte de Estados Unidos, Francia, Inglaterra
y Holanda.
Para cumplir ese propósito, las páginas que siguen se dividirán en tres acápites.
En el primero me referiré a los que he denominado objetivos estratégicos, generales
y, en determinados casos, específicos que guiaron las “estrategias
inteligentes” hacia el sur político del continente americano desplegadas por
las dos administraciones de Barack Obama. En el segundo, realizaré varias referencias
a los enunciados sobre “la familia de las Américas” plasmados en la
reaccionaría Plataforma del Partido Republicano (PPR) aprobada en la Convención
efectuada en Cleveland a fines de julio del 2016. Y, en el tercero, presentaré mis
consideraciones preliminares sobre el escenario más probable de las políticas hacia
América Latina y el Caribe que desplegarán los grupos de poder y los poderes
fácticos de los Estados Unidos, al menos, en los dos primeros años del gobierno
temporal del controvertido, racista, misógino, homofóbico y xenofóbico magnate inmobiliario
y “miembro de la clase capitalista transnacional” Donald Trump (Robinson, 2016);
quien, siguiendo sus peores prácticas empresariales y a causa de los
“conflictos de intereses” que se crearán entre éstas y sus altas responsabilidades
estatales, parece decidido a llevar “la corrupción” a un “nuevo nivel” en la
conformación y el funcionamiento de su gabinete (Baker , 2017).[1]
Como en otros de mis ensayos, ese escenario se elaborará desde los principales
conceptos teóricos y metodológicos de la prospectiva crítica. Esta parte del
criterio de que el futuro es “más construible que previsible”. Por tanto, “no es único, ni lineal”. Al
contrario, pueden vislumbrarse varios escenarios alternos. Ninguno está
predeterminado, ya que dependen de los resultados de las acciones reactivas,
preactivas y proactivas del “hombre colectivo”. En consecuencia, el porvenir es
un campo de batalla (muchas veces
violento) entre los sujetos sociales y políticos, estatales y no estatales, que
“pungan por imponer su poder para defender sus intereses” (Mojica, 2000).
En mi consideración, sin negar la impronta y los márgenes de decisión de
cualquier mandatario, la utilización de esos conceptos es necesaria; ya que en
la mayor parte de las aproximaciones que he podido leer sobre la que será la proyección
externa de los Estados Unidos durante la actual administración republicana se
olvida que, con independencia de las posiciones personales de cualquier presidente
(por muy “atípico”, “imprevisible”, “errático”, “volátil”, “egocéntrico” o “megalómano”
que sea),[2]
la política interna y externa que desarrollará esa potencia imperialista durante
el gobierno temporal de Donald Trump será la
resultante de los consensos previamente existentes o que se reelaboren entre
los representantes políticos, militares, intelectuales e ideológico-culturales de los diferentes
sectores de las clases y los grupos dominantes que participan en las diferentes
instancias de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Igualmente de las
percepciones que estos tengan con relación a los resultados (positivos o
negativos) de las políticas desplegadas por la administración precedente, tanto
para sus propios intereses y cuotas de poder, como para la preservación de la que
he denominado “seguridad imperial” de los Estados Unidos.
Como he tratado de demostrar en diferentes publicaciones (Suárez, 2003, 2006
y 2010), lo antes dicho contribuye a explicar las continuidades de los
objetivos estratégicos, generales y, en ciertos casos, específicos, al igual
que de muchas de las estratagemas desplegadas y las herramientas utilizadas por
las diferentes administraciones estadounidenses, aún cuando estas hayan sido
controladas por diferentes sectores de los partidos demócrata o republicano. También
los cambios de conceptos, estrategias o en el empleo de ciertas herramientas que
se han producido entre una y otra administración e, incluso, durante los
sucesivos mandatos de algunas de ellas.
Esas continuidades y esos cambios igualmente han estado influidos y en
algunos casos determinados por sus consideraciones acerca de la correlación
internacional de fuerzas existentes, así como, en menor medida, por las
reacciones de las clases y grupos subalternos estadounidenses frente a las
políticas internas o externas desplegadas por cada uno de esos gobiernos
temporales. Asimismo por la calidad de las
resistencias que les hayan ofrecido a estas últimas otros actores sociales y
políticos, gubernamentales y no gubernamentales, de otros Estados del mundo.
Los objetivos hemisféricos de
las dos administraciones de Barack Obama
Como indiqué en una ponencia que presenté en un evento internacional
efectuado en noviembre del pasado año en la Universidad Nacional de Colombia (Suárez, 2016), entre el 2009 y el 2016 la
maquinaria de la política exterior, de defensa y de seguridad estadounidense,
al igual que sus aparatos económico-financieros, propagandísticos e
ideológico-culturales emprendieron diversas acciones públicas, discretas,
encubiertas o secretas dirigidas –según indicó Barack Obama durante su primera
campaña electoral y reiteró en otros documentos posteriores— a “renovar” y a
“prolongar a lo largo del siglo XXI el liderazgo estadounidense en las
Américas” (Obama, 2008).
Con tal fin, durante sus dos
administraciones, de manera unilateral o concertada con sus “amigos”, “socios”
o “aliados”, estatales y no estatales de dentro y fuera del continente
americano, la poderosa maquinaria burocrático-militar estadounidense
(generalmente con el apoyo bipartidista del poder legislativo y, en las
ocasiones necesarias, del poder judicial)[3]
emprendió diversas acciones orientadas a cumplir, al menos, los siguientes objetivos generales o específicos ínter
vinculados entre sí:
1.- Desestabilizar y, donde y cuando le
resultó posible, derrocar por medios predominantemente “institucionales” a
aquellos gobiernos latinoamericanos y caribeños genéricamente calificados como
“anti-estadounidenses”.[4]
En particular, aunque no únicamente (como se demostró en Paraguay), a los
gobiernos que eran (cual fue el caso de Honduras hasta mediados del 2009) o
todavía son miembros plenos de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de
Nuestra América-Tratado de Comercio entre los Pueblos (ALBA-TCP): Antigua y
Barbuda, Bolivia, Cuba, Dominica,
Ecuador, Granada, Nicaragua, San Cristóbal y Nieves, Santa Lucía, San Vicente y
las Granadinas, Surinam y la República Bolivariana de Venezuela.
Contra los gobiernos de este último país,
presididos por el comandante Hugo Chávez y por Nicolás Maduro, se desplegaron y
se siguen desplegando diversas acciones contrarrevolucionarias bajo el supuesto
que su derrocamiento produciría un negativo “efecto domino” sobre los gobiernos
de los demás Estados integrantes del ALBA-TCP (incluido el de Cuba) y para las
interrelaciones que estos habían desplegado con otros gobiernos centroamericanos
y caribeños en los marcos de PETROCARIBE y del fondo ALBA-Caribe.
2.-
Restaurar o fortalecer, según el caso, su multifacética dominación neocolonial
sobre México, sobre todos los Estados-nacionales ubicados en el istmo
centroamericano, al igual que en el Caribe insular y continental (Belice, la
República Cooperativa de Guyana y Surinam) con vistas a preservar su control
sobre los recursos naturales y los bienes públicos (como el agua y la biodiversidad),
al igual que sobre los diversos espacios geoestratégicos existentes en el Gran
Caribe: el Golfo de México, los estrechos de la Florida y Yucatán, el Paso de
los Vientos, el Canal de Panamá, el canal de la Mona y las diversas rutas
aéreas, marítimas y terrestres que sirven para transitar entre el Sur y el
Norte del continente americano, así como entre
los océanos Atlántico y Pacífico.
Para el cumplimiento de esos propósitos, a
la administración de Barack Obama le resultó de mucha utilidad la continuidad
de sus estrechos vínculos político-militares con los gobiernos europeos integrantes
de la Organización del Atlántico Norte (OTAN) que mantienen diversas posiciones
coloniales en el Caribe insular y continental, así como el fortalecimiento de la
dominación colonial estadounidense sobre Puerto Rico. Esta registró un nuevo
salto de calidad con la aprobación de las denomina Ley PROMESA signada en el
20l6 por Barack Obama. Esta estableció una Junta Fiscal orientada a garantizar,
primero que todo, que los gobiernos de ese mal llamado Estado Libre Asociado
paguen la multimillonaria deuda contraída con diversas instituciones
financieras estadounidenses, incluidos algunos “fondos buitres” (Torres, 2016).
3.- Lograr una solución político-militar favorable
a los intereses geopolíticos y geoeconómicos estadounidenses de la prolongada
guerra civil –con contenidos de liberación nacional y social— que hasta
mediados del 2016 se estaba desarrollando en Colombia. Sin importar los
inmensos costos humanos, sociales y ecológico-ambientales provocados por la
voluminosa ayuda económica y militar que le ofrecieron diversas
administraciones demócratas y republicanas estadounidense (Higuita, 2016), los
“éxitos” de los gobiernos presididos por Álvaro Uribe y por Juan Manuel Santos,
al igual que por las represivas fuerzas militares colombianas en su cruenta guerra
“contra la insurgencia y el narco-terrorismo” fueron presentados por la
administración de Barack Obama y por el Pentágono como “el modelo” a seguir por
los gobiernos y las fuerzas armadas y policiales de otros países de dentro y
fuera del hemisferio occidental enfrentados a semejantes amenazas; en
particular, por México, por los Estados del Triángulo Norte de Centroamérica
(El Salvador, Honduras y Guatemala), así como por Perú y Paraguay (Tickner,
2014, Kinosian et al, 2015);
4.- Subordinar a los intereses geoestratégicos
estadounidenses a los gobiernos de todos los Estados nacionales del hemisferio
occidental ubicados en el “arco del Pacífico”: Canadá, México, Guatemala, El
Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, Colombia, Ecuador, Perú y
Chile. Funcional a ese propósito fueron las exitosas negociaciones del Tratado
Transpacífico (TPP) impulsadas por el gobierno de los Estados Unidos como parte
de su llamado “pilar asiático” (orientado a contener la creciente proyección
externa de la República Popular China), al igual que su constante respaldo a la
Alianza para el Pacífico (ALPA), institucionalizada en el 2011 entre los
gobiernos de México, Colombia, Perú y Chile, presididos por Felipe Calderón,
Juan Manuel Santos, Allan García y Sebastián Piñera, respectivamente. Sus
antecesores, previamente, habían firmado asimétricos tratados bilaterales de
libre comercio con Estados Unidos y ellos o sus sucesores (cual fue caso del
mandatario peruano Ollanta Humala y de la presidenta chilena Michelle Bachelet),
firmaron diversos tratados en el campo de la defensa y la seguridad con las dos
administraciones de Barack Obama, orientados a “compartir responsabilidades y
costos” con la maquinaria militar estadounidense en la “defensa del hemisferio
Occidental” (Suárez [2014] 2016);
5.- Contrarrestar las amenazas que le
plantearon a la hegemonía estadounidense en el sur político del continente
americano y en particular en Suramérica la paulatina e inconclusa
transformación de la República Federativa de Brasil en una “potencia global”,
al igual que aquellas posturas “populistas radicales” o desfavorables a los
intereses de los Estados Unidos asumidas por algunos de los partidos (o
sectores de ellos) integrantes de las heterogéneas coaliciones políticas que
hasta el 2012 apoyaron al gobierno paraguayo presidido por Fernando Lugo, así
como que, hasta el 2015 y el 2016, habían sustentado los gobiernos de Argentina
y Brasil, presididos por Cristina Fernández de Kirchner, Luis Inácio Lula da
Silva y Dilma Rousseff, respectivamente. Igualmente, por algunos de los
partidos integrantes del Frente Amplio-Encuentro Progresista que sustentaron y todavía
sustentan a los gobiernos uruguayos presididos por José Mujica y Tabaré Vázquez.
Lo antes dicho y otros elementos que
veremos en el numeral siguiente contribuyen a explicar el rápido respaldo que
le ofreció la administración de Barack Obama al gobierno argentino presidido
por el multimillonario neoliberal Mauricio Macri, así como, aún antes de que se
consumara totalmente, al “golpe de estado parlamentario-mediático y judicial”
que en el 2016 se produjo en Brasil contra la presidenta constitucional
brasileña Dilma Rousseff. Esta fue sustituida por su corrupto vicepresidente
Michel Temer; quien de inmediato comenzó a subordinar sus políticas internas y
externas a algunos de los objetivos de la política global y hemisférica
estadounidense.
6.- Dificultar la reforma y la ampliación
del Mercado Común del Sur (MERCOSUR) impulsada por los derrocados gobiernos de Argentina,
Brasil y Paraguay antes mencionados, al igual que por sucesivos gobiernos
uruguayos, así como la profundización de los acuerdos en los campos políticos y
de la defensa adoptados por la Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR); en especial,
aquellos que cuestionaron los intereses geopolíticos, geoeconómicos (incluidos
el control de los recursos naturales estratégicos y los bienes públicos) y
geoestratégicos apetecidos por los grupos dominantes en Estados Unidos, cuales
son las estratégicas Cuencas de los ríos Orinoco, Amazonas y de la Plata, el portentoso
acuífero Guaraní, al igual que los archipiélagos ubicados en el Atlántico Sur (entre
ellos, las Islas Malvinas) y los estrechos y las aguas que lo conectan con el
Pacífico Sur y con la Antártida (Boron, 2012);
7.- Entorpecer las acciones de los diversos
gobiernos de América Latina y el Caribe que, entre fines del 2008 y del 2011,
condujeron a la fundación la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños
(CELAC) y, como no lo lograron, evitar que sus resoluciones y prácticas obstaculizaran
el adecuado cumplimiento de los diversos acuerdos y planes de acción aprobados
por las Cumbres de las Américas (ordinarias o extraordinarias) celebradas entre
1994 y el 2015, al igual que por los principales órganos político-militares,
financieros y político-jurídicos del Sistema Interamericano: la Organización de
Estados Americanos (OEA) y sus diversas Comisiones; el Banco Interamericano de
Desarrollo (BID); la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y la Junta
Interamericana de Defensa (JID).
Funcional
a ese último propósito fueron la acérrima defensa por parte de los
representantes de los Estados Unidos de las parcializadas labores desplegadas
por la Comisión de Derechos Humanos de la OEA y por la CIDH (Aportes, 2014); el
apoyo que –modificando sus posturas anteriores y sobre la base de la Ley al
respecto firmada por Barack Obama a fines del 2013— el Departamento de Estado
comenzó a ofrecerle a “la reforma” de esa organización propuesta por su ex
secretario general, José Miguel Insulza, y reimpulsada por su controvertido y
pro-panamericanista sustituto, el ex canciller uruguayo Luis Almagro.
Paralelamente,
en correspondencia con la “nueva etapa” de sus relaciones con Cuba anunciada el
17 de diciembre de 2014, así como con sus perdurables propósitos de producir
cambios del (o en el) “régimen cubano” (Obama, 2016), la administración de
Barack Obama finalmente aceptó que el presidente de los Consejos de Estado y de
Ministros (CCEM) de la República de Cuba, Raúl Castro, participara, por primera
vez en la historia de esos eventos, en la VII Cumbre de las Américas realizada
en Panamá en abril del 2015. Según el criterio del antes mencionado presidente
estadounidense, con tal acción y con el restablecimiento posterior de sus
relaciones diplomáticas con Cuba se eliminó un factor irritante en el
desenvolvimiento de las relaciones interamericanas y se fortaleció “el
liderazgo de los Estados Unidos en el hemisferio occidental” (Ibídem).
Cualquiera
que sean los juicios que merezcan esas afirmaciones, lo cierto fue que la
decisión de admitir la participación del presidente cubano en la antes
mencionada Cumbre de las Américas tuvo como uno de sus propósitos superar las
grandes dificultades que sufrió el desenvolvimiento de ese cónclave durante su VI Cumbre efectuada en el 2012 en Cartagena,
Colombia, al igual que re-legitimar a la OEA, en su conjunción con el BID, como
“la entidad diplomática multilateral primordial” en la supervisión y gestión de
los acuerdos de esas Cumbres destinados al “fortalecimiento de la paz y la seguridad, la promoción y consolidación de la
democracia representativa, la resolución de conflictos regionales, el fomento del crecimiento económico y la
cooperación al desarrollo, la facilitación del comercio, la lucha contra el
tráfico ilícito de drogas y el crimen transnacional y el apoyo a la Comisión de
Derechos Humanos” (Congress of The United of America, 2013).
Esos propósitos coincidieron con el interés
del Pentágono, expresado en La política
de defensa para el hemisferio occidental hasta el 2023 difundida en octubre
de 2012 por el entonces secretario de Defensa Leon Panetta, en la que, entre
otras cosas, se indicó: “Los Estados Unidos, mediante su participación en la
OEA y mediante cada uno de nuestros compromisos ínter militares, promoverán un férreo sistema de cooperación
en materia de defensa que procure hacer frente a los desafíos complejos del
siglo XXI. […] Nos esmeraremos por
reformar las instituciones existentes y aprovecharlas a fin de lograr una mayor
eficacia y unidad de propósitos para abordar esta problemática que afecta a
todos los países del hemisferio” (Panetta, 2012, la cursivas fueron incorporadas
por el autor de esta ponencia).
Con esos y otros fines, a partir del 2014,
la diplomacia político-militar estadounidense, en consuno con la Secretaría de
la JID, comenzó a impulsar la elaboración de un nuevo instrumento hemisférico
que sustituya al obsoleto e inoperante Tratado Interamericano de Asistencia
Recíproca (TIAR), así como la institucionalización de una Comisión
Interamericana de Defensa subordinada a la OEA que articule las labores de las
Conferencias de Ministro de Defensa de las Américas, de Jefes de Ejércitos,
Marina y Aviación, así como de los subsistemas regionales de defensa existentes
en el hemisferio occidental (JID, 2014); incluido el subsistema del Norte
América, sustentado en las estrechas relaciones establecidas entre las fuerzas
militares de Canadá con el Comando Norte de Defensa
Aeroespacial (NORAD, por sus siglas en inglés) y con el Comando Norte de las Fuerzas Armadas
estadounidenses (NORTHCOM), cuya área de
responsabilidad abarca el territorio, las costas y el espacio aéreo de Canadá,
de los Estados Unidos (incluida Alaska), de México y del archipiélago de las
Bahamas, ubicado en la entrada atlántica del estratégico estrecho de La
Florida.
En el criterio del Jefe de esos dos
comandos, almirante William Gortney, esa articulación
está orientada a enfrentar las “amenazas tradicionales” y “no tradicionales” que
les plantea a los Estados Unidos la proyección militar, política y económica de
Rusia y de la República Popular China en el norte del hemisferio occidental. Asimismo,
las acciones ciberespaciales, las pruebas nucleares y el continuo desarrollo de
misiles balísticos por parte de Corea del Norte. Igualmente, las actividades
diplomáticas y las capacidades de misiles balísticos de largo alcance y el
programa espacial que está desarrollando Irán y los eventuales ataques
terroristas contra el territorio estadounidense que, en el futuro, pudieran
emprender el Estado Islámico y Al-Qa´ida (Gortney, 2016).
Una
mirada a algunos enunciados de la PPR
No tengo espacio para plasmar mis
consideraciones acerca de los logros para la seguridad imperial de los Estados
Unidos obtenidos durante las dos administraciones de Barack Obama (y, en
particular, durante su segundo mandato) en el cumplimiento total o parcial de
cada uno de los objetivos generales y específicos señalados en el acápite
anterior. Tampoco para referirme a los que no pudo cumplir. No obstante, en mi
apreciación, unos y otros serán retomados por la administración de Donald Trump;
ya que este se comprometió, entre otras cosas que veremos después, a defender
el presunto “excepcionalismo” de su país, a “hacerlo más grande otra vez”, a mantener
su “posición natural como líder del mundo libre”, a fortalecer la supremacía de
sus fuerzas armadas en todo el mundo, a “restablecer la ley y el orden”, así
como a superar “la crisis que está atravesando la seguridad nacional
estadounidense” (PPR, 2016: 3)
De ahí que, a pesar de la acritud de los
tres debates que se produjeron entre la candidata presidencial del Partido
Demócrata, Hillary Clinton, y el ahora presidente Donald Trump, los cambios que
ambos se proponían introducir en las políticas hacia América Latina y el Caribe
previamente desplegadas por el gobierno temporal de Barack Obama no estuvieron
en el centro de la campaña electoral. Esto me indujo a pensar que ambos
candidatos estaban decididos a mantener esos objetivos, así como a continuar la
mayor parte de las estrategias elaboradas e implementadas por la poderosa
maquinaria de la política exterior, de defensa y seguridad de los Estados
Unidos durante los ocho años de esa administración.
Entre otras razones, porque casi todas esas
estratagemas contaron con el mayoritario respaldo bipartidista en ambas cámaras
del Congreso. Como veremos después, una de las pocas excepciones que confirman
esa regla fueron el rechazo que encontraron en el Senado o en la Cámara de
Representantes las diferentes enmiendas a las llamadas “leyes del embargo”
contra Cuba que presentaron diversos senadores o representantes de ambos
partidos políticos después del 17 de diciembre del 2014; incluido un proyecto
de ley dirigido a restituirle el derecho
de los ciudadanos estadounidenses a viajar y a gastar su dinero en la mayor de
las Antillas sin que mediara ninguna licencia de la Oficina de la Control de
Activos del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos (OFAC, por su sigla
en inglés).
De ahí que los dos únicos problemas
vinculados directamente a las políticas hacia el Hemisferio Occidental que se abordaron
en los diferentes discursos del entonces candidato republicano fueron los relacionados
con los negativos efectos que, según sus reiteradas opiniones xenófobas,
racistas y “proteccionistas”, estaban produciendo en la sociedad, en la cultura
y en la economía estadounidense (en especial, en la industria manufacturera y
en los niveles de empleo de los trabajadores blancos con bajos niveles
educacionales) algunas de las políticas migratorias y comerciales previamente
desplegadas por la administración de Barack Obama. Y, dentro de estas últimas, la
aprobación del TPP (negociado, entre otros, por los gobiernos de Estados
Unidos, Canadá, Chile, México y Perú) y el Tratado de Libre Comercio de América
del Norte (TLCAN) que, desde 1994, había sido respaldado por todas las
administraciones demócratas y republicanas.
Tal vez por ello, en la reaccionaria PPR,
se acentuó la importancia de darle continuidad, con escasos cambios, a todas la
estrategias en los campos comercial, energético, de la defensa y la seguridad
que durante la administración de Barack Obama se han venido desplegando en
consuno con los grupos de poder, los poderes fácticos y los sucesivos gobiernos
temporales de Canadá y México, respectivamente encabezados por sus primeros
Ministros Stephen Harper y Justin Trudeau, así como por
los presidentes de México, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. A pesar de los
degradantes ataques verbales contra los mexicanos emprendidos por Donald Trump,
de sus reiteradas exigencias de renegociar el TLCAN como condición necesaria
para permanecer en el mismo, así como de su amenaza de que, si ganaba las
elecciones, el gobierno mexicano tendría que financiar el muro que desde más de
20 años se viene construyendo en la extensa frontera terrestre entre ambos
países, en la antes mencionada PPR se indicó:
Nuestra atención a
los temas del comercio y del medioambiente contribuirá a un fuerte crecimiento
económico y a la prosperidad de las Américas. Agradecemos a nuestros vecinos en
México y Canadá que hayan sido nuestros socios en la lucha contra el terrorismo
y en la guerra contra las drogas. El pueblo mexicano merece nuestra asistencia
por su brava resistencia a los carteles de las drogas que trafican con la
muerte a ambos lados de nuestras fronteras. Su rica herencia cultural y
religiosa, presente en millones de nuestros ciudadanos, deberá contribuir a un
mayor entendimiento y cooperación entre nuestros países. Nuestros vecinos
canadienses pueden contar con nuestra cooperación y respeto. Para avanzar en la
independencia energética de América del Norte, intentaremos revertir el bloqueo
de la actual administración al oleoducto Keystone XL. Además de su valor
económico, ese proyecto ha devenido un
símbolo de la contradicción entre el
deseo público al desarrollo económico y la hostilidad gubernamental al crecimiento.
Nosotros estamos con el pueblo (PPR, 2016: 50).
Por otra parte, con el lenguaje
antediluviano empleado en muchas de sus páginas, en esa plataforma se indicó: “Un
presidente republicano nunca abrazará a un dictador marxista, ni en Venezuela,
ni en ninguna parte del mundo. El actual presidente del poder ejecutivo ha
permitido que ese país se haya convertido en un estado narco-terrorista y que
una avanzada iraní amanece a América Central, así como que Venezuela sea un
cielo seguro para los agentes de Hezbollah”. Y añadió: “Hoy con su país
arruinado por el socialismo y en la senda del caos, el pueblo venezolano está
luchando por restaurar su democracia y recuperar sus derechos. Cuando triunfen,
como seguramente ocurrirá, los Estados Unidos estarán listos para ayudarlos a
retornar a la familia de las Américas” (Ibídem).
Sin dudas, tales sintagmas expresaron el
tajante rechazo de los redactores de esa plataforma (algunos de los cuales
ocuparán prominentes posiciones en la administración de Donald Trump) a las
conversaciones de alto nivel entre los actuales gobiernos de los Estados Unidos
y de Venezuela que comenzaron a desarrollarse desde abril del 2015; pero, como
se indicó en el primer acápite de este escrito, el contenido de esos enunciados
se corresponden con las multifacéticas acciones contra la Revolución
Bolivariana desplegadas por las dos administraciones de Barack Obama. Y, en
particular, con los agresivos planes que, desde los primeros meses del 2015, ha
venido organizando el SOUTHCOM (las llamadas Venezuela Freedom 1 y 2 Operations)
después que el antes mencionado presidente estadounidense diera a conocer su Orden
Ejecutiva de marzo de 2015 en la que calificó al actual gobierno venezolano
como “una amenaza inusual y extraordinaria para la política exterior y la
seguridad nacional estadounidense” (Weisbrot, 2015).
En esa misa tónica y en correspondencia con
las estrategias hacia Colombia desplegadas por la maquinaria de la política
exterior, de defensa y la seguridad de los Estados Unidos, así como rechazando de
manera implícita el respaldo que la administración de Barack Obama le había
ofrecido a los acuerdos de paz que en julio de 2016 todavía se estaban negociando
en La Habana entre los representantes del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia (FARC) y del gobierno de ese país, la antes
mencionada PPR señaló: “Reafirmamos nuestra amistad y admiración por el pueblo
colombiano y llamamos a los congresistas republicanos a expresar su solidaridad
con sus largas décadas de lucha contra las terroristas FARC. Los sacrificios y
sufrimientos del pueblo colombiano no deben ser traicionados por el ascenso al
poder de los asesinos y señores de las drogas” (PPR, 2016: 50).
Llama la atención que ese último enunciado formó
parte de los pretextos empleados por el reaccionario ex presidente y ahora
senador colombiano y líder del mal llamado Centro Democrático, Álvaro Uribe
(estrechamente vinculado a algunos de los congresistas cubano-estadounidenses que
apoyaron la candidatura de Donald Trump, cual es el caso de Mario Díaz Balart),
para movilizar votos contra los acuerdos de paz firmados en La Habana en el desfavorable
plebiscito para tratar de “blindarlos” que se efectuó en Colombia el 2 de
octubre de 2016. Posteriormente, durante la ratificación de la segunda versión
de esos acuerdos aprobada por el Senado y en la Cámara de Representantes colombiana
en diciembre de ese año, los parlamentarios del Centro Democrático también se
opusieron a la segunda versión de esos acuerdos firmada en Bogotá a fines de
noviembre entre el Jefe de las FARC, Rodrigo Londoño
(alias Timochenko) y el presidente colombiano, Juan Manuel Santos.
Pero mucho antes de que eso ocurriera,
Donald Trump, como es su costumbre, comenzó a modificar las declaraciones anuentes
que previamente había realizado acerca de las políticas hacia Cuba desarrolladas
por la administración de Barack Obama después del 17 Diciembre del 2014. En
efecto, buscando captar el apoyo de los electores opuestos a las ordenes
ejecutivas y a la Directiva Presidencial de Barack Obama del 14 de octubre de
2016, el entonces candidato presidencial republicano comenzó a resaltar sus desacuerdos
con esas políticas y, en la misma medida que los fue acentuando, fue asumiendo
el lenguaje ultraconservador en el que está redactada la PPR. Al respecto, en esta
se indicó:
Queremos darle la
bienvenida al pueblo de Cuba en nuestra familia hemisférica, después que sus
corruptos gobernantes sean sacados del poder y rindan cuentas por sus crímenes
contra la humanidad. Estamos con las Damas de Blanco y con todas las víctimas
del asqueroso régimen que está aferrado al poder en La Habana. Nosotros decimos
claramente: ellas han sido traicionadas por aquellos que actualmente controlan
la política exterior estadounidense. La “apertura hacia Cuba” de la actual
administración fue un vergonzoso acomodo a las demandas de los tiranos. Solo
fortalecerán a esa dictadura militar. Llamamos al Congreso a defender las leyes
estadounidenses que plantean las condiciones para eliminar las sanciones contra
la isla: la legalización de los partidos políticos, prensa independiente y
elecciones libres con supervisión internacional. Reclamamos una plataforma [aérea]
para las trasmisiones de Radio y TV Martí y la promoción de acceso a Internet
como herramienta tecnológica para fortalecer el movimiento pro-democracia en
Cuba. Nosotros apoyamos el trabajo de la Comisión para la Asistencia a una Cuba
Libre [institucionalizada por la administración de George W. Bush y disuelta
por la de Barack Obama] y afirmamos los principios de la Ley de Ajuste Cubano
de 1966, reconociendo el derecho de los cubanos a escaparse del comunismo” (PPR,
2016: 50).
Es imprescindible resaltar que ese ofensivo
y rancio lenguaje fue el empleado por Donald Trump en el exabrupto que difundió
inmediatamente después que conoció la desaparición física del líder histórico
de la Revolución Cubana, Fidel Castro. El irrespetuoso contenido de ese mensaje
llevó al historiador cubano, Elier
Ramírez Cañedo, a preguntarse si,
al menos en lo correspondiente a Cuba, el próximo mandatario republicano había
decidido sustituir las herramientas del “poder inteligente” (smart power) empleadas por Barack Obama, por las del
“poder estúpido” (stupid power) previamente empleadas por otros mandatarios demócratas y republicanos
estadounidenses. Acto seguido agregó:
Si Obama se propuso con inteligencia
captar simpatías en el pueblo cubano, ya Trump se ganó para siempre la
animadversión de la gran mayoría del pueblo cubano con sus declaraciones sobre
Fidel. Trump debió estar mejor asesorado y haber sabido que este pueblo es
profundamente fidelista y que meterse con Fidel es como meterse con quien es
considerado el padre de millones de cubanos, una de las raíces más sensibles de
nuestra espiritualidad, del orgullo y la dignidad que significa ser cubano. El
pueblo de Cuba no olvida jamás esas ofensas, sobre todo si vienen en horas de
dolor y tristeza. Ojalá el recién electo presidente de los Estados Unidos
rectificara su conducta, pero de cualquier manera ya ha sembrado un precedente
nefasto (Ramírez, 2016).
El escenario más
probable de las políticas hacia América Latina que desplegará la administración
de Donald Trump.
Cualesquiera que sean las consideraciones que merezcan esas
y otras opiniones expresadas por el autor de esa cita, todo lo dicho en el
acápite anterior dejan planteadas varias interrogantes que trascienden con
mucho, aunque en mi opinión incluyen, las políticas hacia Cuba que emprenderá el
actual gobierno temporal estadounidense. En lo que tiene que ver con los
contenidos de este ensayo, ¿abandonará esa administración todas o solo algunas
de las ingeniosas combinaciones entre las herramientas de los llamados hard y soft powers (smart power)
empleadas por la administración de Barack Obama con vistas a cumplir todos los
objetivos estratégicos, generales o específicos planteados o no en el primer
acápite de este ensayo? ¿Esas herramientas serán sustituidas por las propias
del que Elier Ramírez denomina stupid
power?
En mi consideración esas preguntas no tienen una respuesta
general. Por consiguiente, considero que para realizar anticipaciones acerca
las estrategias y las herramientas que empleará en sus interrelaciones con América
Latina y el Caribe la administración de Donald Trump resulta imprescindible realizar
un análisis caso a caso que, además
de los antecedentes ideológicos, políticos o militares de los altos
funcionarios que ya ha nombrado o que nombrará en las próximas semanas, tome en
cuenta las percepciones que tienen los diferentes grupos de poder y los poderes
fácticos de ese país (incluida su poderosa maquinaria burocrático-militar) sobre
los resultados favorables o desfavorables para su poder y sus intereses, así
como para la seguridad imperial de los Estados Unidos que tuvieron las estrategias
hacia el hemisferio occidental emprendidas por la administración precedente.
Ya indiqué que en este escrito no tengo espacio para
presentar mis consideraciones sobre sus desiguales resultados. Sin embargo,
para cumplir los propósitos que plantee en su introducción, creo imprescindible
señalar que, en mi apreciación, el actual gobierno temporal mantendrá la mayor
parte de las estratagemas desplegadas y las herramientas utilizadas por la
maquinaria de la política exterior, económica, ideológica, de defensa y
seguridad de los Estados Unidos durante el gobierno temporal de Barack Obama para
garantizar la subordinación de
los actuales gobiernos de Canadá y de México a las necesidades geopolíticas y
geoeconómicas de los Estados Unidos; incluidas las definidas en la otrora
llamada Alianza para la Prosperidad y la Seguridad de América del Norte (ASPAN)
impulsada por la administración de George W. Bush, en consuno con el gobierno
neoconservador del Primer Ministro canadiense Stephen Harper (2006-2015) y del derechista
presidente mexicano Felipe Calderón (2005-2011).
Aunque en los años posteriores se
presentaron ciertas contradicciones entre Harper, Obama y el actual presidente
mexicano, Enrique Peña Nieto, en la más reciente Cumbre de América del Norte efectuada
en Ottawa en junio de 2016, esos dos últimos mandatarios, junto al entonces
recién electo primer ministro liberal canadiense, Justin
Trudeau, adoptaron diferentes acuerdos para continuar profundizando “la
integración de América del Norte” (Vascós, 2016). Como ya se indicó, la
continuación de esa integración con normas ambientales menos exigentes que las
actualmente vigentes, estuvo incluida en la PPR.
Por consiguiente, con independencia de si
acelera la ampliación del muro que existe en la frontera entre ambos países,
así como del desenlace de la
renegociación del TLCAN que se desarrolle con los actuales gobierno de Canadá y
de México anunciada por Donald Trump como parte de las prioridades de sus
“primeros cien días en la presidencia”, no se abandonará ese propósito
largamente perseguido por los representantes políticos, militares e ideológico
culturales de diferentes sectores de las clases dominantes estadounidenses;
incluidos los dueños y gerentes de las principales corporaciones
transnacionales (entre ellas, las dedicadas a la producción de automóviles que
se “exportan” al mercado estadounidense) que ya tienen incluidos sus enclaves
en México entre los eslabones de sus correspondientes “cadenas de valor” y como
una de sus principales fuentes de sus ganancias.
Algo parecido puede decirse de las
estrategias desplegadas por Barack Obama para fortalecer su multifacética dominación sobre todos los
Estados-nacionales ubicados en el istmo centroamericano, al igual que en el
Caribe insular y continental. Entre ellas, todas las acciones desplegadas por el
Departamento de Estado, por el NORTHCOM y por el Departamento de Seguridad Interna
(HSD, por sus siglas en ingles) dirigidas a “bajar” la frontera de seguridad imperial
de los Estados Unidos hasta el norte de Guatemala y de Belice. Igualmente, las acciones
emprendidas por esas y otras estructuras del poder ejecutivo y del SOUTHCOM
para contener y tratar de derrotar las “amenazas no tradicionales a su
seguridad nacional” en los correspondientes territorios y en las aguas
jurisdiccionales de los Estados del Triangulo Norte de Centroamérica, al igual
que de Costa Rica, Panamá, de República Dominicana y de los 14 Estados integrantes
de la Comunidad del Caribe (CARICOM).
Lo antes dicho –junto a los persistentes
afanes del SOUTHCOM, de la IV Flota de la Marina de Guerra y de los
guardacostas estadounidenses de controlar los espacios marítimos y las rutas
aéreas del Mar Caribe y del Golfo de México— seguirá teniendo múltiples implicaciones
negativas para los actuales gobiernos de Costa Rica, El Salvador y Nicaragua,
encabezados por Guillermo Solís, Salvador Sánchez Cerén y Daniel Ortega,
respectivamente; ya que en esos tres países, además de continuar las
estrategias indicadas en el párrafo anterior, la administración de Donald Trump
y las fuerzas más conservadores de los partidos demócrata y republicano –el
Instituto Nacional Demócrata para Asuntos Internacionales (NDI, por su acrónimo
en ingles), y Instituto Internacional Republicano (IRI)— ampliarán el apoyo que
directamente o a través de la bipartidista Fundación Nacional para la
Democracia (NED, por sus siglas en inglés) ya le han venido ofreciendo a las
fuerzas sociales y políticas de la derecha costarricense, salvadoreña y
nicaragüense.
Por tanto, es de esperar que la
administración de Donad Trump fortalezca los condicionamientos que ya se le han
venido imponiendo al gobierno salvadoreño para recibir los fondos que le
corresponden de los 750 millones de dólares aprobados en el presupuesto del 2016-2017
por el Congreso de los Estados Unidos para apoyar el Plan para la Prosperidad
del Triangulo Norte de Centroamérica (asesorado y monitoreado por el BID), así
como de los más de 300 millones de dólares dirigidos a fortalecer en el propio
año fiscal la implementación de la Iniciativa para la Seguridad de América
Central (CARSI, por sus siglas en inglés) impulsada desde el 2010 por el
gobierno temporal de Barack Obama.
También es de esperar que la recién
inaugurada administración de Donald Trump le entregue al actual gobierno de
Costa Rica los 30 millones de dólares en ayuda militar que en agosto del 2016
Obama le ofreció a su homólogo costarricense a cambio de su “cooperación” para
contener las migraciones incontroladas y
el tráfico de drogas y otros delitos conexos que se siguen produciendo en
Centroamérica, así como para continuar edificando las instalaciones del cada
vez más militarizado Servicio Nacional de Guardacostas costarricense que el SOUTHCOM está equipando con
vistas a habilitar nuevas facilidades para el desplazamiento de sus fuerzas
navales en las costas de ese país del Océano Pacífico y del Mar Caribe.
Asimismo, el nuevo mandatario
estadounidense refrendará, tan pronto la
apruebe el Congreso (controlado por el Partido Republicano), la llamada Nicaragua Act que se presentó en ambas cámaras
en los meses previos y posteriores a la reelección de Daniel Ortega. Para los senadores
y representantes promotores de las sanciones incluidas en esa Ley, los comicios
presidenciales que se realizaron en noviembre de 2016 en Nicaragua (en los que
resultó reelecto por más del 70% de los votantes su presidente Daniel Ortega) fueron
fraudulentos. Entre otras razones, porque no fueron supervisados por la OEA. Para
tratar de evitar esas sanciones, el gobierno nicaragüense aceptó que ese
organismo supervise las próximas elecciones municipales que se efectuarán en el
presente año.
Por otra parte, a pesar del rechazo de la actual
administración republicana al TPP, se mantendrá su apoyo político-diplomático a
la ALPA y a todos los acuerdos en el campo político, económico, militar y vinculados
a la “seguridad hemisférica” previamente firmados por el gobierno de Barack
Obama con sus contrapartes de Colombia, Perú y Chile; incluido su multimillonario
apoyo al denominado Colombia Peace Plan impulsado por esa administración
demócrata (con el respaldo del Congreso y del Pentágono) para “ayudar” al
actual y al gobierno colombiano que resulte electo en el 2018 a
“ganar la paz”, tanto como los ayudaron a “ganar la guerra” diferentes
administraciones demócratas y republicanas estadounidenses (Isacson, 2016).
Paralelamente, la administración de Donald
Trump continuará las diversas acciones públicas, discretas, encubiertas o
secretas que había venido desplegando el gobierno temporal de Barack Obama con
vistas a debilitar a la Revolución Ciudadana y a favorecer la victoria de las
fuerzas de la derecha y de la centro-derecha ecuatoriana en los comicios
presidenciales y parlamentarios que se efectuarán en febrero del 2017. Por
tanto, cualesquiera que sean los resultados de esos comicios, se fortalecerán
las relaciones de los partidos Demócrata y Republicano y de otras instituciones integrantes
o vinculadas con la NED (como el Centro Internacional para la Empresa Privada, y
el Centro Estadounidense para la
Solidaridad Sindical Internacional, CIPE y ACILS, por sus correspondientes siglas
en inglés) con todos los sectores de la derecha ecuatoriana, al igual que con
la políticamente fortalecida derecha chilena.
Contando con ese apoyo y con los resultados
favorables a sus candidatos en las elecciones municipales que se efectuaron en
el 2016, los partidos que la integran redoblarán sus esfuerzos para derrotar al
candidato presidencial que presentará la heterogénea coalición ahora denominada
Concertación por la Democracia-Nueva Mayoría (en la que participa el Partido
Comunista Chileno) en los comicios presidenciales que se efectuarán a fines del
presente año. Ese empeño se verá favorecido por las grandes debilidades que ya
exhibe el gobierno de esa coalición política, presidido por Michelle Bachelet.
Asimismo, el gobierno temporal de Donald Trump
fortalecerá el ostensible respaldo político que le ha venido dando su antecesor
demócrata a los gobiernos derechistas y “neoliberales” actualmente instalados en
Argentina, Brasil y Paraguay. Y, al igual que ya venía haciendo la
administración de Barack Obama, continuará sus acciones dirigidas a debilitar y
si le fuera posible derrocar al gobierno boliviano presidido por Evo Morales,
artífice de la Revolución Democrática y Cultural que se ha venido desarrollando
en ese país desde el 2016. También a debilitar aún más a los sectores
“populistas radicales” y “anti estadounidenses” que todavía conservan ciertas
influencias en la elaboración de las ambivalentes políticas internas y externas
que ha venido desarrollando el gobierno uruguayo presidido por Tabaré Vazquez.
Tales acciones se complementarán con un mayor respaldo por parte de los partidos
Demócrata y Republicano a los partidos Blanco y Colorado con vistas a lograr la
derrota del candidato que presente el Frente Amplio-Encuentro Progresista en
las elecciones presidenciales del 2018. Asimismo, al que seleccione la derecha
brasileña para competir con el candidato que finalmente presente la debilitada
izquierda de ese país en los comicios de igual carácter que se efectuarán el
mismo año.
Como ya venía ocurriendo durante el último
año de la administración de Barack Obama, en lo inmediato todas esas acciones tendrán
por objetivos la profundización de la crisis que está sufriendo el MERCOSUR y,
por carácter transitivo, el debilitamiento de la UNASUR y de la CELAC, así como de la
influencia que han tenido y tienen en el funcionamiento de esa última
organización de concertación política los gobiernos de los Estados
suramericanos y caribeños integrantes del ALBA-TCP. Por consiguiente, la
administración de Donald Trump redoblará las acciones que ya venía desplegando diversas
instancias de la administración de Barack Obama (con el apoyo del Congreso) para
lograr “el cerco y la asfixia”, así como “la implosión” de Venezuela previstas en la diferentes
fases de las Venezuela Freedom 1 y 2 Operations que, como se indicó, desde hace
dos años, ha venido organizando el SOUTHCOM al amparo de la Orden Ejecutiva de
Barack de Obama del 2015, ratificada en marzo de 2016 y en enero del 2017, con
el pretexto de darle tiempo a la administración de Trump a que elaboré sus
propias directivas al respecto.
Con tal fin esta
última administración descontinuará los canales de dialogo entre altos
funcionarios del Departamento de Estado y del actual gobierno venezolano que
se habían habilitado desde la única
reunión que sostuvieron los presidentes de ambos países durante la VII Cumbre
de las Américas efectuada en Panamá en abril del 2015. De manera convergente, la actual administración republicana estimulará
a las fuerzas más reaccionarias de la mal llamada Mesa de Unidad Democrática
(MUD) a abandonar definitivamente las complicadas negociaciones que bajo los
auspicios de la UNASUR y del Vaticano, se venían desplegando con el que la PPR denominó
“dictador marxista” que ha permitido que Venezuela “se haya convertido en un
estado narco-terrorista”, en “una avanzada iraní en América Central” y en “un
cielo seguro para los agentes de Hezbollah” (PPR, 2016: 50).
Hay que resaltar que esos últimos elementos
habían sido incluidos entre los “complejos desafíos no tradicionales a la
seguridad nacional estadounidense” listados por el actual Jefe del SOUTHCOM,
almirante Kurt Tidd, en la intervención que realizó
el 10 de marzo del 2016 ante el Comité de Servicios Armados del senado
estadounidense. Entre esos desafíos incluyó la existencia “de redes criminales
transnacionales bien organizadas, bien financiadas, bien armadas y
tecnológicamente avanzadas”; las migraciones de “extranjeros de interés
especial” entre los que pudieran incluirse “luchadores terroristas extranjeros”
vinculados al Estado Islámico e interesados en emprender actos terroristas en
los Estados Unidos o en sus “naciones aliadas” (Tidd, 2016). Igualmente, “las intenciones
del actual gobierno iraní de incrementar sus vínculos económicos, científicos y
culturales con América Latina; la existencia de una extensa red de militantes y
simpatizantes de la organización libanesa Hezbollah, algunos de los cuales
están involucrados en el lavado de dinero y en otras actividades ilícitas”, así
como en el mantenimiento de “una infraestructura capacitada para emprender o
apoyar actos terroristas” (Ibídem).
En esa ocasión Tidd también expresó su
preocupación por los vínculos económicos, políticos y militares de Rusia con
varios gobiernos latinoamericanos, así como por las diversas acciones en el
terreno económico, político y cultural que –“violando las reglas establecidas”—
ha venido desarrollando el gobierno de
la República Popular China en diversos países latinoamericanos y caribeños. De
modo que esos enunciados seguramente encontrarán continuidad en las que algunos
analistas estadounidenses han calificado como “escasamente realistas” políticas
hacia esa potencia asiática emprendidas por Donald Trump.
En cualquier caso y acorde con esos
conceptos, es de esperar que durante su gobierno la maquinaria de la política
exterior, de defensa y seguridad de los Estados Unidos continúe respaldando
financiera y militarmente todas las acciones previstas en la Iniciativa para la
Seguridad de la Cuenca del Caribe (CBSI, por su sigla en inglés) previamente
impulsada por la administración de Barack Obama. Al par, los partidos Demócrata
y Republicano y las otras instituciones integrantes de la NED redoblarán
sus acciones dirigidas a apoyar a las
fuerzas de la derecha que actúan en todos los Estados del Caribe insular y
continental integrantes del ALBA-TCP, al igual que en los Estados de la CARICOM
y del Sistema de Integración Centroamericano (SICA) signatarios de los acuerdos
de PETROCARIBE.
Con esas y otras acciones –como el
condicionamiento de los fondos que aprobó el Congreso estadounidense para el
impulso de la Iniciativa para la Seguridad Energética de Centroamericana y el
Caribe impulsada desde fines del 20145 por la administración de Barack Obama y
en particular por su vicepresidente Joe Biden— se buscará debilitar la
oposición que hasta ahora han expresado los gobiernos de los Estados integrantes
de la CARICOM y del SICA a las propuestas de aplicarle a Venezuela las
sanciones previstas en la Carta Democrática de la OEA impulsadas por su actual
Secretario General, Luis Almagro; comprometido con el Departamento de Estado a impulsar
“la reforma” de la OEA coincidente con los objetivos de la ya mencionada Ley al
respecto firmada a fines del 2013 por el presidente Barack Obama y con los
propósitos político-militares de esa organización impulsadas por el Pentágono.
Asimismo, con algunas tareas de la ya mencionada Venezuela Freedom 2 Operation
que ha venido desplegando el SOUTHCOM.
Sin dudas, en caso de que resulten exitosas
las principales acciones hacia el sur del continente americano que –según mis
anticipaciones— desplegará la actual administración republicana, en el futuro
previsible se le creará un contexto hemisférico complicado al actual gobierno
cubano, presidido por Raúl Castro, así como al nuevo presidente de los Consejos
de Estado y de Ministros de ese país que resulte electo por los diputados a la
Asamblea Nacional de Poder Popular previamente elegidos en los comicios que se
realizarán en enero del 2018.
Por consiguiente, el escenario más probable
de las políticas hacia Cuba que desarrollará el presidente republicano Donald
Trump será el abandono de los llamados que reiteradamente Obama le ha realizado
al Congreso a que levante “el embargo” contra
Cuba. Adicionalmente, se ralentizaran (sin
abandonarlos totalmente) buena parte de los demás componentes de la “nueva
política” hacia ese archipiélago definida por Barack Obama en su ya mencionada Directiva
del 14 de octubre del 2016;
particularmente aquellos vinculados a los legítimos y multidimensionales
intereses de la seguridad nacional de los Estados Unidos: la lucha contra el
terrorismo, el narcotráfico y otros conexos, así como las migraciones
incontroladas y el tráfico de personas.
Lo antes dicho no evitará que la actual
administración republicana fortalezca las acciones dirigidas a “cambiar el
régimen cubano” con la consiguiente complicación en la ejecución de algunos de
los 20 acuerdos que finalmente se lograron concluir entre los funcionarios de
alto nivel de la administración demócrata y del gobierno cubano antes del 19 de
enero del 2017. Asimismo, el condicionamiento a cambios en las políticas
internas y externas cubanas de cualquier negociación que se desarrolle entre
ambos gobiernos en el futuro previsible. Por ende, en estas no imperarán el
espíritu de reciprocidad y de respeto a la soberanía y la autodeterminación del
pueblo cubano reiteradamente aceptadas, desde diciembre del 2014, por Barack
Obama y por los Secretarios y funcionarios de diferentes secretarias y del
Consejo Nacional de Seguridad estadounidense (en especial, Benjamin Rhodes) que
han participado en las intensas y, por lo general, fructíferas negociaciones
que desde esa fecha se han desarrollado con sus correspondientes contrapartes
del gobierno cubano.
Además de los enunciados de la PPR y de los
exabruptos de Trump en ocasión de la desaparición física de Fidel Castro ya
mencionados en el acápite anterior, así parece confirmarlo la incorporación a
su “equipo de transición” de varios cubano-estadounidenses extremadamente
críticos a “la nueva política” hacia Cuba desplegada por la administración de
Barack Obama. Igualmente, los planteamientos realizados por el Secretario de Estado
del gobierno de Donald Trump, el ex gerente general de la poderosa empresa
petrolera EXXON-Mobil Oil, Rex Tillerson, en la prolongada audiencia (duró
nueve horas) orientada a obtener su ratificación que sostuvo el pasado 18 de
enero con los 20 integrantes demócratas y republicanos del Comité de Relaciones
Exteriores del Senado.
Ante los tendenciosos comentarios y las incisivas preguntas
vinculadas a sus posiciones acerca del futuro de las relaciones oficiales con
Cuba que le formularon el Senador Demócrata Bob Menéndez y el Senador
Republicano Marcos Rubio (ambos radicalmente opuestos a las políticas hacia ese
país desarrolladas por el ahora ex presidente Barack Obama), Tillerson afirmó,
entre otras cosas que veremos en el próximo párrafo, que en caso de ser
aprobado como Secretario de Estado él “le recomendaría” al presidente Trump que
vetara cualquier decisión del Congreso estadounidense orientada a eliminar “el embargo”
contra Cuba.
Reiterando con sus propias palabras lo previamente planteando por
el actual mandatario estadounidense, así como por otros adversarios de la
política de Obama hacia la mayor de las Antillas, Tillerson también indicó que,
en su opinión, “[n]uestros recientes compromisos con el gobierno de Cuba no han
sido acompañados por ninguna concesión significativa de su parte en el campo de
los derechos humanos. No hemos logrado que [ese gobierno] sea considerado
responsable por sus conductas. Sus líderes recibieron mucho, mientras que su
pueblo recibió poco. Eso no sirve ni a los intereses de los cubanos, ni de los
estadounidenses” (Tillerson en Yepe, 2017).
Acto seguido señaló de manera reiterada que creía que el
presidente Donald Trump había sido “bastante claro” en indicar que le iba a
pedir a todas las agencias del gobierno estadounidense que realizaran una
revisión completa de todas las ordenes ejecutivas del presidente Barack Obama; incluidas
las vinculadas a las autorizaciones de las 12 categorías de viajes que los
ciudadanos estadounidenses ya pueden realizar a Cuba sin autorización de la
OFAC y las “diversas actividades de negocios” que se pueden realizar en ese
país. A decir de Tillerson, esa revisión también incluirá “las razones que
llevaron al Departamento de Estado y a diversas agencias del gobierno
estadounidense a excluir a Cuba de la lista de Estados patrocinadores del terrorismo”
(Ibídem). Merece recordar que esa exclusión fue una de las condiciones imprescindibles
que en la primera reunión bilateral que sostuvieron en Panamá en abril del 2015
le planteó a Obama su homólogo cubano Raúl Castro para restablecer las relaciones
diplomáticas de Cuba con los Estados Unidos.
Adicionalmente, creo conveniente resaltar que –según la
información que he podido revisar— los asuntos vinculados al porvenir de las
relaciones con Cuba fueron uno de los pocos temas vinculados a las políticas de
Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe que ocuparon los diferentes y
no siempre coincidentes comentarios y preguntas que le realizaron a Tillerson
los integrantes del Comité de Relaciones Exteriores del Senado. Si mi
información fuera completa, se ratificaría el criterio previamente expresado en
este ensayo acerca de la existencia de un consenso bipartidista favorable a buena
parte de los objetivos generales y específicos, así como a las principales estrategias
empleadas por la administración de Barack Obama para tratar de “renovar” y “prolongar a lo largo del siglo XXI el
liderazgo estadounidense en las Américas”.
Seguramente, como ha ocurrido en otras
ocasiones históricas, las discrepancia que se presentarán en el futuro
previsible tanto en el seno de los diversos órganos del poder ejecutivo, como
del poder legislativo y de los cada vez más monopolizados medios privados de
desinformación masiva estadounidenses estarán vinculadas a las diferentes
percepciones existentes acerca de la eficacia de los conceptos e instrumentos
empleados por la administración de Barack Obama para garantizar la seguridad imperial
de los Estados Unidos y, estrechamente vinculados a ella, los importantes intereses
geopolíticos y geoeconómicos de sus clases y sus grupos dominante en el que la
ex asesora para la Seguridad Nacional del ex presidente Barack Obama, Susan
Rice, denominó “crucial hemisferio [occidental]” (Rice en Yepe, 2017).
A modo de
conclusión
Todo lo antes dicho y otros elementos
excluidos en beneficio de la síntesis me llevan a concluir que el escenario más
probable de las políticas hacia América Latina y el Caribe (incluida Cuba) que desarrollará
el recién inaugurado gobierno temporal estadounidense presidido por Donald
Trump tendrá muchos componentes de continuidad con relación a los objetivos generales
y específicos, así como a las estrategias desplegadas por su antecesor
demócrata. Pero la nueva administración republicana le dará un mayor despliegue
a las herramientas del llamado hard power
(incluidas las negociaciones desde posiciones de fuerza, incluso con algunos de
sus “socios” y “aliados”, cual es el caso del actual gobierno de México) que las
que tuvieron en el gobierno temporal precedente.
Así parece indicarlo los diversos multimillonarios
y ex militares de alto rango que el actual mandatario ha seleccionado para conformar
buena parte de su gabinete. No tengo espacio para mencionarlos y
caracterizarlos a todos. Pero me parece importante resaltar los seleccionados
para conducir la política exterior, de defensa y seguridad de los Estados
Unidos, al menos durante el período que abarca mis anticipaciones. Como ya se
indicó la Secretaría del Departamento Estado le fue encargada a un ex alto
ejecutivo de la EXXOM-Mobil Oil Company, empresa petrolera que tuvo varios
conflictos con los sucesivos gobiernos de la República Bolivariana de Venezuela.
Entre ellos, los causados por sus exploraciones en la zona económica marítima
que aún está en litigio entre ese país y la República Cooperativa de Guyana.
A su vez, como Consejero de Seguridad
Nacional, Trump designó al “islamfóbico” y pro-sionista teniente general
retirado Michael Flynn. Si finalmente el
Senado le concede la licencia necesaria, la secretaría del Departamento de Defensa
será ocupada por el general retirado James Mattis; quien –luego de su participación
destacada en las sangrientas Guerras del Golfo (1991), de Afganistán (2001) y
de Irak (a partir del 2003)— fue separado de las Fuerzas Armadas estadounidenses
por oponerse a los cambios que había introducido la administración de Barack
Obama en su proyección político-militar hacia el Medio Oriente y el Golfo
arábigo-pérsico.
Por otra parte, la Secretaría del HSD
(también si el senado lo autoriza) será asumida por el ex jefe del SOUTHCOM
(2011-2015), el almirante retirado John Kelly; quien, entre otras acciones desplegadas
contra los pueblos y las naciones de Nuestra América, fue uno de los coordinadores
de toda la ayuda militar que le ofreció Estados Unidos a las represivas fuerzas
militares colombianas durante los últimos años de la primera y los primeros de
la segunda administración de Barack
Obama. Asimismo, uno de los instigadores de la ya referida directiva de Barack
Obama que calificó a Venezuela como una “amenaza inusual e extraordinaria para
la política exterior y a la seguridad nacional de los Estados Unidos”, así como
el organizador de la también mencionada Venezuela Freedom 1 Operation iniciada
en el 2015.
Adicionalmente, la jefatura de la Agencia
Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés) le fue encomendada al
ex militar y ex integrante del Comité de Inteligencia del Congreso Mike Pompeo,
miembro destacado del ultraconservador Tea Party y, por tanto, hostil al
incumplido propósito de Barack Obama de cerrar la prisión enclavada en la mal
llamada Base Naval de Guantánamo y partidario de derogar los acuerdos
establecidos entre los gobiernos de Estados Unidos e Irá, en el 2015.
No obstante, como indiqué en la
introducción de este ensayo, el escenario reseñado al comienzo de estas
conclusiones no es el único posible. Por consiguiente, podrían configurarse
otros escenarios alternos a partir de las acciones reactivas, pre-activas y
proactivas que emprenderán los diversos actores sociales y políticos, estatales
y no estatales, canadienses, estadounidenses, latinoamericanos y caribeños que
han recibido con una enorme preocupación la elección de Donald Trump, así como rechazado
sus posiciones racistas, xenofóbicas, misóginas, homofóbicas, reacias a cumplir
los acuerdos adoptados en la Cumbre de Paris para contener el cambio climático,
al igual que los adelantos que ese mandatario ha realizado sobre algunos de los
componentes de las políticas internas y externas que desarrollará durante su
administración.
Sin embargo, en mi consideración, todos
esos actores sociales, políticos e intelectuales, gubernamentales o no
gubernamentales, deben prepararse para enfrentar “los peores escenarios” y, por
tanto, para contrarrestar –mediante acciones proactivas y, en lo posible,
concertadas— las redobladas amenazas que ese gobierno temporal estadounidense les
planteará a los pueblos, las naciones y a algunos de los gobiernos de Nuestra
América. En ese contexto recobra toda su vigencia y nuevos significados lo
planteado en 1891 por José Martí:
Ya no podemos ser
el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor,
restallando o zumbado, según lo acaricie el capricho de la luz, o lo tunden y
talen las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila para que no pase el
gigante de las siete leguas! Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y
hemos de andar en cuadro apretado como la plata en las raíces de los Andes
(Martí [1891] 1974: 22).
La Habana, 20 de enero de 2017
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disastruos Summit due to sanctions against Venezuela, en The Hill, April, 9.
Yepe, Roberto (compilador) 2017 “Senate Foreign Relations Committee- Hearing”, en Selección
informativa sobre la política exterior norteamericana, Número 13, ISRI, La Habana, 18 de
enero.
NOTAS:
© Licenciado en Ciencias Políticas, Doctor en Ciencias Sociológicas y Doctor en Ciencias. Escritor y ensayista integrante de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), así como Profesor Titular del Instituto Superior de Relaciones Internacionales “Raúl Roa García”, al igual que de las cátedras Ernesto Che Guevara, Simón Bolívar y de Estudios sobre el Caribe “Norman Girvan” de la Universidad de La Habana. Actualmente integra los Grupos de Trabajo de Estudios sobre Estados Unidos y sobre el Caribe del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) y el Consejo Consultivo de ex presidentes de la Asociación Latinoamericana de Sociología (ALAS).
* Este artículo actualiza y en algunos aspectos amplía la ponencia que, con el titulo “El resultado de las elecciones presidenciales en los Estados Unidos: implicaciones para América Latina y el Caribe” presenté en el XV Taller Cuba en la Política Exterior de los Estados Unidos de América: “Tendencias y Perspectivas de las relaciones Cuba-Estados Unidos después de las elecciones de noviembre de 2016”, convocado por el Centro de Investigaciones de la Política Internacional (CIPI) de La Habana, Cuba, entre el 14 y el 16 de diciembre de ese año.
[1] En la literatura marxista, siempre se han diferenciado los términos
Estado y Gobierno. Desde el reconocimiento del carácter socio-clasista de
cualquier Estado, el primero alude a lo que se denomina “la maquinaria
burocrática-militar” y los diferentes aparatos ideológico-culturales que de
manera permanente garantizan la reproducción del sistema de dominación.
Mientras que el Gobierno alude a los representantes políticos de las clases
dominantes o de sectores de ellas que se alternan en la conducción de la
política interna y externa de ese Estado. Curiosamente, la diferenciación entre
los “gobiernos permanentes y temporales” fue retomada por los redactores del
famoso documento Santa Fe I. Con los primeros se referían a los que en ese
texto llamaban “grupos de poder y poderes fácticos”, mientras que los segundos
aludían a los gobiernos surgidos de los diversos ciclos electorales u otros
cambios no democráticos que se producen en diferentes países del mundo. De ahí
la validez de emplear el término “gobierno temporal” para referirnos a las
diferentes administraciones demócratas o republicanas que se han alternado en los
Estados Unidos y a otros gobiernos del continente americano.
[2] Esos y otros calificativos (algunos de
ellos, más fuertes) han sido empleados por diferentes autores para caracterizar
los comportamientos de Donald Trump, antes y después de su elección como
presidente de los Estados Unidos.
[3] Al respecto debe recordarse el nefasto
papel que desempeñaron algunos jueces y tribunales estadounidenses en la
defensa de los intereses de los llamado “fondos buitres” poseedores de títulos
de la deuda argentina, así como en la denegación de las indemnizaciones
reclamadas por Ecuador para compensar los desastres socio-ambientales
provocados en algunas zonas y comunidades de ese país por la empresa petrolera Chevron.
[4] Como ha demostrado el historiador
estadounidense Max Paul Friedman en su obra Repensando
el antiamericanismo: la historia de un concepto excepcional en las relaciones
internacionales estadounidenses (Antonio Machado Libros, Madrid, 2015), ese mito siempre ha estado presente en
la narrativa de diversos gobiernos y de los intelectuales orgánicos a las
clases dominantes estadounidenses orientadas a estigmatizar a aquellos
gobiernos de otros países que defienden sus propios intereses nacionales o que
expresan disensos con algunas de las políticas interna o externa impulsadas por
uno u otro gobierno estadounidense. Siguiendo esa tradición, ese antojadizo
calificativo fue empleado públicamente por la ex secretario de Estado Hillary
Clinton, por el ex asesor del Consejo Nacional de Seguridad de la segunda
administración de Barack Obama, Benjamin (Ben) Rhodes, e incluso, en algunas
ocasiones, por el ese mandatario estadounidense.
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