Es la arremetida de la extrema derecha peruana y latinoamericana, que se resiste a perder el poder, frente a cualquier gobierno alternativo.
Consuelo Ahumada / Para Con Nuestra América
Desde Colombia
La crisis de Perú, desatada hace 45 días con el golpe de estado perpetrado contra el presidente Pedro Castillo y su detención y encarcelamiento, pareciera haber tocado fondo. El sábado pasado, con el respaldo de tanques militares, la Policía incursionó violentamente en el campus de la Universidad Mayor de San Marcos de Lima, que ofrecía alojamiento solidario temporal a personas que se movilizaron a la capital, en ejercicio de su derecho a la protesta social. Se produjo su desalojo y la detención de 200 personas.
El estallido social, en particular en el sur andino, donde está la base de apoyo de Castillo, no ha menguado. Muy al contrario, se amplió y generalizó por todo el país.
Comunidades enteras han recorrido cientos de kilómetros, a pie o en caravana, configurando una segunda versión de la llamada marcha de los cuatro suyos. La primera fue el multitudinario movimiento de protesta desarrollado en julio de 2000 contra la dictadura de Fujimori. El término quechua “los cuatro suyos” evoca las cuatro regiones que confluían en el imperio inca del Tawantinsuyo.
¿Quiénes protestan y qué exigen? Organizaciones campesinas, quechas, aimaras y pueblos amazónicos, estudiantes, sindicalistas, hombres y mujeres mineros, comerciantes informales, periodistas. Vienen a pie o en caravanas, recibiendo a su paso amplio respaldo popular.
Exigen la renuncia de la presidenta designada Dina Boluarte y del Congreso, el anticipo de las elecciones, la convocatoria de una asamblea constituyente y la libertad de Castillo.
Como en el caso del estallido social colombiano en 2019, el de Perú refleja una crisis de fondo, acumulada históricamente. A la indignación por 62 muertos y cientos de heridos (dato de www.elcomercio.com) la mayoría por balas militares, se suma la crisis institucional del país: seis presidentes en siete años, solo dos elegidos con voto popular.
En medio de la protesta, Boluarte da parte de estabilidad y dice que seguirá adelante contra los intentos del terrorismo y el narcotráfico de romper el Estado de derecho. “El Gobierno está firme y su gabinete más unido que nunca (…) La situación está controlada”, afirmó el jueves pasado. Como cualquier Duque, agradeció y felicitó a las FFMM y la Policía por su “labor inmaculada”.
Pero no es ella quien toma las decisiones políticas y militares, sino los presidentes del Consejo de Ministros y del Congreso. El primero es Alberto Otárola, exministro de Defensa en dos ocasiones, presentado como de izquierda moderada. Es muy cercano a Boluarte y toma su vocería para ordenar la represión, impedir el ingreso al país de Evo Morales o responderle a Petro, entre otros asuntos.
El segundo y más tenebroso todavía es José Daniel Williams Zapata, exmilitar, jefe de la operación Chavín de Huántar, desarrollada en 1997 durante el gobierno de Fujimori, que rescató a los rehenes cautivos por el MRTA y luego ejecutó a todos los guerrilleros sin fórmula de juicio.
Como afirmó recientemente Héctor Béjar, efímero canciller de Castillo, se trata de una coalición golpista empresarial militar, cuya base política es el fujimorismo. La represión ha sido brutal en todo el territorio nacional y no hay el menor indicio de diálogo social. Las autoridades de Lima están cada vez más lejos del país.
Por ello, no se trata de un gobierno de transición, como claman los represores. Es más bien un intento de restaurar dicha elite corrupta y fascista. No pudieron impedir la posesión de Castillo, pero sí cercaron y sabotearon su corto mandato.
A pesar de su gravedad, la crisis ha despertado poco interés internacional. Pocos gobiernos se han pronunciado: México, Colombia, Bolivia, Venezuela y Argentina. Pero la ONU, la Unión Europea, la OEA, la CAN e incluso la Celac han dicho hasta ahora muy poco.
Según Roberto Sánchez, otro exministro de Castillo, ciertos grupos económicos temen perder el control de recursos como el gas, petróleo, cobre, oro, litio y recursos marinos. Buscan “aislar al Perú del concierto multilateral, de la mirada regional latinoamericana, para favorecer el capital internacional de otra latitud”.
Sin duda, es la arremetida de la extrema derecha peruana y latinoamericana, que se resiste a perder el poder, frente a cualquier gobierno alternativo. Se manifestó en Brasil con el fallido golpe de Estado contra Lula; en las protestas violentas de la derecha en Santa Cruz contra el gobierno del MAS en Bolivia o en las continuas amenazas a Petro y Francia en Colombia.
El papel de los medios de comunicación centrados en Lima ha sido nefasto. Desde la segunda vuelta se sumaron a las elites en su intención de impedir el triunfo de Castillo. Ahora describen el estallido social con enormes dosis de racismo centenario.
Como señalé en columna reciente, los organismos financieros internacionales destacan a Perú como paradigma del supuesto éxito del modelo extractivista minero. La verdad es que el país es un paraíso para los inversionistas extranjeros y las oligarquías criollas, tan preocupados ahora por la ratificación de jugosos contratos en 2023.
El desastre social, el abandono histórico de importantes regiones del territorio nacional, en especial la sierra, son la otra cara del modelo. Poblaciones indígenas dejadas a su suerte, en medio de la exclusión racial, cultural, social y la misoginia generalizadas.
Para Héctor Béjar, parte de la salida está en convocar una asamblea constituyente que genere un nuevo contrato social incluyente y construya por primera vez una democracia en Perú. Esta vez las élites no la tienen fácil.
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