¿Qué nos queda por hacer ahora, hacia adelante, después de Néstor? La respuesta es clara: proseguir su obra y completar su tarea. Él nos ha legado objetivos que son más vastos que su vida y que la nuestra y que incluyen a todo nuestro continente.
A medida que los días vayan pasando, el país comprenderá crecientemente las verdaderas dimensiones de la tragedia que representa para los argentinos la súbita desaparición de Néstor Kirchner. Con él hemos perdido al estadista de mayor envergadura que nuestro país haya producido en los últimos cincuenta años. A él estará siempre ligada la transformación profunda del Estado que la Argentina experimentara a partir de 2003.
Hay que situarse mentalmente en el umbral de aquel año para advertir todo lo que ha cambiado. El 2003 no está tan lejano en el tiempo y, sin embargo, lo que lo precediera parece pertenecer claramente a otra época. El país venía de una serie de experiencias traumáticas: la dictadura militar, con la que, en razón de una serie de leyes y amnistías, la ruptura había sido tan sólo parcial; el neoliberalismo menemista que, a través de sus privatizaciones y desregulaciones, había puesto a la Argentina al borde de la bancarrota; el fracaso estrepitoso del gobierno de la Alianza, que condujo a los estallidos de 2001. Había un cinismo y un desencanto generalizados respecto de la política, que encontraría su expresión en el notorio lema “que se vayan todos”.
Ya las movilizaciones sociales subsiguientes a la crisis –las fábricas recuperadas, la extensión del movimiento piquetero y otros fenómenos concomitantes– estaban preanunciando que el ciclo del neoliberalismo estaba llegando a su conclusión. Pero lo que muy pocos esperaban era que esas movilizaciones fueran a encontrar eco y simpatía al nivel del Estado nacional. Fue contra todas las expectativas que ocurrió el 2003. Al principio, el nuevo tipo de discurso fue recibido con un considerable grado de escepticismo. Se trataba, en la apreciación de muchos, de mera retórica, tras la cual habrían de ocultarse las habituales componendas de trastienda. Pero pronto hubo que rendirse a la evidencia: el nuevo gobierno estaba comprometido con un programa total de reestructuración de la sociedad argentina a sus distintos niveles. Programa que no podía dejar de suscitar la adhesión popular, a la vez que herir intereses creados que se habían consolidado a lo largo de decenios.
En poco tiempo pudimos verificar el apoyo brindado por el Gobierno a las organizaciones populares; la decisión de operar, a través de los juicios a los represores, el desmantelamiento de la ESMA y otras medidas similares, la ruptura más radical con el pasado dictatorial que haya tenido lugar en el continente latinoamericano; la reorientación nacional de la economía, en el proceso que va desde la ruptura de facto con el FMI hasta el reforzamiento del Mercosur y el rechazo del plan del ALCA de Bush en la reunión de Mar del Plata de 2005; la democratización de la Corte Suprema y de la cúpula militar, etc. Como es sabido, toda esta corriente profunda de cambio fue continuada y radicalizada a través de una serie de medidas legislativas durante el gobierno de la presidenta Cristina Fernández, que ha representado uno de los esfuerzos más ambiciosos y sistemáticos en nuestro continente por reestructurar al Estado y redefinir sus relaciones con la sociedad civil. Todo esto se ha hecho en el marco de una integración cada vez mayor de la Argentina al espectro de los nuevos gobiernos progresistas de América latina. El país está menos solo que nunca en el pasado. LEA EL ARTÍCULO COMPLETO AQUÍ...
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