Estos dos siglos de independencia nos dieron una relación vaga con el territorio, una idea harto imprecisa de nosotros mismos. Todavía hace 120 años ni siquiera sabíamos cómo nos llamábamos, y la palabra Colombia, soñada por Miranda y heredada por Bolívar, sólo se convirtió en nombre definitivo del país con la Constitución de 1886.
Su redactor, Miguel Antonio Caro, era un gran erudito, un gran latinista, un gramático notable, un poeta esforzado, un traductor insigne, un orador admirable, pero un colombiano muy precario. No por falta de amor a su tierra sino por falta de conocimiento. Nunca salió de la Sabana de Bogotá, no sabía o no quería saber que le tocó vivir en la región equinoccial de América, vivía en la Roma de Virgilio, en las conjugaciones y en los gerundios, sabía qué era una hipálage y un oxímoron pero no sabía qué era la Mojana, y creo que, como buen castizo, no le gustaba la palabra Orinoco. Y ese curioso señor redactó la Constitución que gobernó a Colombia durante cuatro generaciones.
Esos cien años de soledad sirvieron al menos para crearnos una mínima conciencia nacional; la Independencia, de la que Bolívar tanto esperaba, apenas alcanzó para formar una vaga conciencia nacional. En algunos más fuerte que en otros, no por la voluntad sino por la mayor o menor facilidad para reconocerse en una tradición. Un país indígena, como México, encontró en esa memoria un sustento suficiente para la construcción de su imaginario nacional, y fue más lejos. Avanzó de verdad en el camino del mestizaje cultural desde las instituciones. El hecho de que la Independencia tuviera un alto contenido indígena, familiarizó a los indios mexicanos con los ideales de la Ilustración: tampoco México alentaba el sueño de reconstruir una ilusoria arcadia indígena.
La Independencia se hacía contra la Edad Media, contra el absolutismo español, a favor de la modernidad. Por eso, 40 años después se dio en México la Reforma, un paso de avanzada hacia la sociedad liberal. Derrotando a Napoleón III, fusilando a un emperador de la casa de Habsburgo, México rechazó la imposición de los modelos europeos, tuvo un presidente indígena en el siglo XIX, y después de expulsar a los franceses, en defensa de su orgullo, entonces sí dialogó con Francia con holgura y con dignidad.
Manuel Gutiérrez Nájera leyó a Verlaine y a Victor Hugo, y recibió su influencia. Y empezó a escribir en español con la libertad de los parnasianos y de los simbolistas, con una sonrisa verleniana: Toco, se viste, me abre, almorzamos,/ con apetito los dos tomamos/ un par de huevos y un buen beafsteak,/ media botella de rico vino/ y en coche juntos vamos camino/ del pintoresco Chapultepec.
Había nacido el Modernismo latinoamericano, y de la palabra mariage surgió la palabra mariachi, y Diego Rivera combinó la estética mexicana con los lenguajes de la modernidad, y Alfonso Reyes puso a dialogar su lenguaje mexicano con las fuentes helénicas, y después Juan Rulfo alió para siempre los descensos al Hades de Virgilio y de Dante con la fiesta de los muertos del primero de noviembre.
Aquí fue menos visible ese proceso: las instituciones se encargaban de negar día a día a la gente y sus creaciones. Todavía en los años cuarenta en los clubes sociales de Barranquilla sólo se podía bailar el foxtrot de las orquestas internacionales: estaban prohibidos los porros, la expresión musical del alma popular. La cultura insistía en sus creaciones, pero la alta sociedad y el Estado procuraban no darse cuenta.
Esas son las consecuencias de la falta de una revolución liberal. O siquiera de una reforma liberal, para no usar palabras tan fuertes. Nuestra Independencia no redimió a los indígenas, no liberó a los esclavos, no reconoció el territorio, no derrocó las leyes coloniales, y el paso de la encomienda a la hacienda no obró las transformaciones a las que podía y debía aspirar una sociedad basada en los Derechos Humanos y en la Ilustración.
Las tareas pendientes fueron muchas, y eso no significa que lo que se hizo no haya sido importante. Tener una patria es ya una ganancia, aunque uno esté todavía desterrado del festín de la vida. Todavía no era posible Gaitán gobernando, pero ya era posible Gaitán sembrando su discurso en el alma de un pueblo. Todavía no eran posibles Benito Juárez o Emiliano Zapata, pero ya eran posibles Barba Jacob y José Barros y Aurelio Arturo y Gabriel García Márquez.
Luchábamos por la modernidad, y llegó la modernidad. Esta época traía beneficios y desgracias, pero nos llegó en una versión rudimentaria. Baste un ejemplo: llegaron los automóviles, pero no las carreteras. Ni siquiera después de ocho años de continuidad del gobierno Uribe llegaron las carreteras.
En cambio sí llegaron las retroexcavadoras que convierten una llanura en un campo bombardeado, para saquear el oro que sobrevivió a la conquista. Y las aguas que convergen sobre la Mojana desde el comienzo del mundo, llevan ahora los desechos industriales del país entero. Llegó la contaminación. Llegó el mercurio que arranca el oro de la escoria y envenena los arroyos y baja por los ríos y envenena a los peces y envilece el medio ambiente por siglos y hace nacer a los niños con el paladar hendido.
Llegamos al mercado mundial pero de contrabando, y vendiendo sustancias ilícitas, y desarrollando industrias que no siempre cumplen con responsabilidades ambientales. Sacrificando los bosques en una vasta depredación, y sacrificando nuestra juventud en sórdidas guerras de supervivencia.
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