La invasión extranjera de 1989 es la forma que
adopta, en nuestra circunstancia histórica, un golpe de Estado ejecutado por
las fuerzas armadas de la potencia hegemónica en el Istmo, para establecer el
régimen correspondiente a las necesidades de una nueva etapa en el desarrollo
del capitalismo en nuestra tierra.
Guillermo Castro
H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad
Panamá
Para Luis Pulido Ritter, allá entre
teutones
Como lo destacara Luis Pulido Ritter en su columna
del 23 de diciembre pasado en La Estrella de Panamá, 1989 fue tanto el año de la caída del muro de Berlín
como de la invasión norteamericana a Panamá. Si la caída del muro –dice– lo hizo sentir “que el mundo giraba, que se abría
una nueva época”, la invasión destruyó aquella “corta ilusión”, para devolverlo
a la realidad de una clase política panameña que había fracasado
“históricamente … en crear unas instituciones estables, serias, y democráticas,
abriendo así el espacio para que se instalaran los militares y floreciera un
personaje como Noriega & Co.” [1]
El artículo de Pulido refleja muy bien el carácter
contradictorio de los tiempos que vivimos en esta crisis larga, cuyas raíces
quizás se remontan a 1968, que fue a su modo el 1848 de nuestro siglo. Algunos,
ante la caída del muro, podían preguntarse en qué podrían creer de allí en
adelante. Esa pregunta, sin embargo, no estuvo en la mente siquiera de toda una
multitud -grande o pequeña, da igual- de latinoamericanos que siguieron
creyendo en lo que ya creían, que era sí mismos, y en sus pueblos.
Fuera su
verdad la de José Martí, la de José Carlos Mariátegui, o la de Gustavo Gutiérrez,
la caída del muro lo que hizo fue estimular la reflexión y el debate sobre los
términos en que de allí en adelante sería necesario luchar por ellas. Y pocos
años después, en México, llegaron los mayas zapatistas a plantear un problema
sin solución en el capitalismo salvaje - que es, a su modo, la otra cara del
socialismo real-: el de la creación de un mundo en el que cupieran todos los
mundos, y en el que la forma normal de hacer política consistiera en mandar
obedeciendo. De entonces acá, nada les ha quitado la razón que tenían y tienen,
y que resaltaron una vez más la semana pasada, con su marcha del silencio por
las ciudades de Chiapas.
En lo que hace a la invasión, se le hace un servicio
a nuestros grupos dominantes al encararla como un conflicto entre Estados,
desconociendo el carácter histórico de los mismos, y de las relaciones que
habían mantenido entre sí. Una vez vaciado de historia el asunto, toda
interpretación es posible, y la más cómoda para el tercio superior de la
sociedad es sin duda aquella que nos hace a todos culpables.
Siempre cabe, por supuesto, interrogar al pasado a
partir de preguntas diferentes a las usuales en nuestro medio: "¿quién
tuvo la culpa? ¿Noriega, la Cruzada, la oligarquía o la nación perdedora en
pleno?" Preguntar, por ejemplo, por qué todos los Tratados que conducen a
la liquidación del enclave militar - industrial del Estado norteamericano en
Panamá fueron firmados, por la parte panameña, por mandatarios vinculados a
golpes de Estado: Harmodio Arias en 1931, José Remón en 1951, y Omar Torrijos
en 1968 - dos de los cuales, además, tuvieron una muerte violenta. Y a esa
pregunta tendría que seguir la del papel de esos Tratados en el desarrollo del
capitalismo en Panamá (pues el desarrollo siempre es el desarrollo de algo, y en
este caso, con toda evidencia, es el de esa economía y – con ella – el del
Estado más adecuado a sus necesidades). La apertura del mercado del enclave
militar - industrial a la producción agropecuaria e industrial criolla, a
partir de 1936; la captura para el mercado panameño de los criollos afortunados
que trabajaban en el enclave como empleados federales, a partir de 1955, y
finalmente la captura del propio enclave para el mercado interior, y para
optimizar la inserción de nuestra economía en el mercado global.
En esa lógica, la invasión extranjera es la forma
que adopta, en nuestra circunstancia histórica, un golpe de Estado ejecutado
por las fuerzas armadas de la potencia hegemónica en el Istmo, para establecer
el régimen correspondiente a las necesidades de una nueva etapa en el
desarrollo del capitalismo en nuestra tierra. Por lo mismo, fue ejecutado no
sólo contra el adversario del momento, pero sobre todo contra el que pudiera
haber surgido de una evolución distinta de los acontecimientos.
El régimen encabezado por Noriega sin duda había
corrompido hasta el tuétano a su entorno militar y político, tras utilizar para
sus propios propósitos a lo que quedaba de sano y popular en el torrijismo. El
poder realmente existente en la sociedad, por su parte, había utilizado de la
misma manera las aspiraciones democráticas de nuestras capas medias, las había
alentado a organizarse y enfrentar al norieguismo, y las había desmovilizado en
cuanto se hizo evidente que aquel régimen hubiera podido ser derrocado por esa
movilización. Era necesaria una solución militar, con su secuela inevitable de
terrorismo de Estado, no porque el régimen no hubiera podido ser derrocado de
otra manera, sino porque era indispensable que su derrocamiento no condujera a
una revolución democrática en Panamá, precisamente en las vísperas del reparto
del botín del enclave.
Uno de los problemas de nuestro entender criollo
radica en el mal hábito de hacer historia mirando al pasado, no al futuro. De
eso resulta, siempre, que se termine por pensar que el mañana será por
necesidad una réplica a escala ampliada del ayer. Así, para una multitud de
algunos, el objetivo de la invasión no fue sentar las bases para una etapa
nueva de desarrollo, sino el restablecimiento del ayer en nuestras vidas o, dicho
en criollo, para restaurar a la Oligarquía en el poder. Para otra (menor)
multitud, la clave de todo misterio está en el Talmud del Documento de Santa
Fe.
En todo caso, lo surgido entonces se agota hoy.
Vivimos en una crisis global, sin duda. Pero esto sólo quiere decir que esa
crisis se expresa en cada Estado de acuerdo a su circunstancia histórica
particular. Desde el Bravo a la Patagonia, toda la América Latina ha entrado en
una fase de transición, que se expresa de manera distinta en Cuba que en Chile,
o en Colombia y Panamá, pero de la cual todos estos países saldrán
transformados en algo distinto, que bien puede ser mucho mejor, o mucho peor.
Hoy, como nunca, es importante volver a estudiar el
pasado desde las preocupaciones que nos inspira el futuro. Una vez más,
acudiendo a todo lo que va del Papel histórico de los grupos humanos en
Panamá, de Hernán Porras en 1953, y La concentración del poder económico
en Panamá, de Marco Gandásegui en 1964, a – en este siglo - La
filosofía de la nación romántica de Luis Pulido Ritter y el estudio de
Patricia Pizzurno sobre el papel del racismo en nuestra historia contemporánea.
Una vez más, atendiendo a la advertencia que nos legara – en tiempos de otra
crisis, con sus propias posibilidades de futuro – José Martí:
“Estudien, los que pretenden opinar. No se opina con
la fantasía, ni con el deseo, sino con la realidad conocida, con la realidad
hirviente en las manos enérgicas y sinceras que se entran a buscarla por lo
difícil y oscuro del mundo. Evitar lo pasado y componernos en lo presente, para
un porvenir confuso al principio, y seguro luego por la administración
justiciera y total de la libertad culta y trabajadora: ésa es la obligación, y
la cumplimos. Ésa es la obligación de la conciencia, y el dictado científico.
[...] Amemos la herida que nos viene de los nuestros. Y fundemos, sin la ira
del sectario, ni la vanidad del ambicioso.”[2]
Panamá, 26 de
diciembre de 2012.
NOTAS
[2] “Crece”.[Patria, 5 de abril de 1894]. Obras
Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. III, 121.
No hay comentarios:
Publicar un comentario