Próximamente aparecerá el libro que
lleva por título “¿Fin del capitalismo? Nuevas formas de explotación, nuevas
ideas para la lucha. Sembrando utopía”. Se trata de un conjunto de 14 ensayos
de 10 autores, de distintos países (Cuba, Venezuela, Argentina,
España, Costa Rica, México, Estados Unidos), los cuales tienen un hilo
conductor: son preguntas sobre la situación actual del capitalismo y reflexiones sobre las nuevas
ideas que se plantean para la lucha revolucionaria, haciendo un análisis
crítico de lo que ha sido el socialismo hasta la fecha. A modo de adelanto,
presentamos aquí su Introducción y sus Conclusiones.
Colectivo
de autores: Oscar Amado, Edgar Borges, Marcelo Colussi, Emilio Corbière, Rafael Cuevas Molina, Anthony
Fontes, Jon E. (Jon Juanma) Illescas
Martínez, Gilberto López y Rivas, Andrés Mora Ramírez y Alejandro
Perdomo Aguilera.
Introducción
Algunos años atrás, no
muchos, parecía -o, al menos, muchos queríamos creerlo así- que el triunfo de
la revolución socialista era inexorable. El mundo vivía un clima de ebullición
social, política y cultural que permitía pensar en grandes transformaciones.
Entre las décadas del
60 y del 70 del siglo pasado, más allá de diferencias en sus proyectos a largo
plazo, en sus aspiraciones e incluso en sus metodologías de acción, un amplio
arco de protestas ante lo conocido y de ideas innovadoras y contestatarias
barría en buena medida la sociedad global: radicalización de las luchas
sindicales, profundización de las luchas anticoloniales y del movimiento
tercermundista, estudiantes radicalizados por distintos lugares con el Mayo
Francés de 1968 como bandera, aparición y radicalización de propuestas
revolucionarias de vía armada, movimiento hippie anticonsumismo y antibélico,
incluso dentro de la iglesia católica una Teología de la Liberación
consustanciada con las causas de los oprimidos. Es decir, reivindicaciones de
distinta índole y calibre (por los derechos de las mujeres, por la liberación
sexual, por las minorías históricamente postergadas, por la defensa del
medioambiente, etc.) que permitían entrever un panorama de profundas
transformaciones a la vista.
Para los años 80 del
siglo pasado, al menos un 25% de la población mundial vivía en sistemas que,
salvando las diferencias históricas y culturales existentes entre sí, podían
ser catalogados como socialistas. La esperanza en un nuevo mundo, en un
despertar de mayor justicia, no era quimérico: se estaba comenzando a realizar.
Hoy, tres o cuatro décadas después, el
mundo presenta un panorama radicalmente distinto: la utopía de una sociedad más
justa es denigrada por los poderes dominantes y presentada como rémora de un
pasado que ya no podrá volver jamás. “El
Socialismo solo funciona en dos lugares: en el Cielo, donde no lo necesitan, y
en el Infierno donde ya lo tienen”, es la expresión triunfante de ese
capitalismo que, en estos momentos, pareciera sentirse intocable. Lo que se
pensaba como un triunfo inminente algunos años atrás, parece que deberá seguir
esperando por ahora. El sistema capitalista no está moribundo. Para decirlo con
una frase más que pertinente en este contexto: “los muertos que vos matáis gozan de buena salud”, anónimo
equivocadamente atribuido a José Zorrilla.
Las represiones brutales que siguieron a
aquellos años de crecimiento de las propuestas contestatarias, los miles y
miles de muertos, desaparecidos y torturados que se sucedieron en cataratas
durante las últimas décadas del siglo XX en los países del Sur con la
declaración de la emblemática Margaret Tatcher “no hay alternativas” como telón de fondo cuando se imponían los
planes de capitalismo salvaje eufemísticamente conocido como neoliberalismo, el
miedo que todo ello dejó impregnado, son los elementos que configuran nuestro
actual estado de cosas, que sin ninguna duda es de desmovilización, de
parálisis, de desorganización en términos de lucha de clases. Lo cual no quiere
decir que la historia está terminada. La historia continúa, y la reacción ante
el estado de injusticia de base (que por cierto no ha cambiado) sigue presente.
Ahí están nuevas protestas y
movilizaciones sociales recorriendo el mundo, quizá no con idénticos referentes
a los que se levantaban décadas atrás, pero siempre en pie de lucha
reaccionando a las mismas injusticias históricas, con la aparición incluso de
nuevos frentes y nuevos sujetos: las reivindicaciones étnicas, de género, de
identidad sexual, las luchas por territorios ancestrales de los pueblos
originarios, el movimiento ecologista, los empobrecidos del sistema de toda
laya (el “pobretariado”, como lo llamara Frei Betto). Hoy día, según
estimaciones fidedignas, aproximadamente el 60% de la población económicamente
activa del mundo labora en condiciones de informalidad, en la calle, por su
cuenta (que no es lo mismo que “microempresario”, para utilizar ese engañoso
eufemismo actualmente a la moda), sin protecciones, sin sindicalización, sin
seguro de salud, sin aporte jubilatorio, peor de lo que se estaba décadas
atrás, ganando menos y dedicando más tiempo y/o esfuerzo a su jornada laboral.
“El
amo tiembla aterrorizado delante del esclavo porque sabe que, inexorablemente,
tiene sus días contados”,
podría decirse con una frase de cuño hegeliano. Eso es cierto, al menos en
términos teóricos: el sistema sabe que conlleva en sus entrañas el germen de su
propia destrucción. La lucha de clases está ahí, y la posibilidad que las masas
oprimidas alguna vez despierten, abran los ojos y revolucionen todo (¡como ya
lo han hecho varias veces en la historia!), está presente día a día, minuto a
minuto. Por eso y no por otra cosa los mecanismos de control del sistema están
perpetuamente activados, mejorándose de continuo. Pero hay que reconocer que
hoy, en este momento, este combate (combate que es sólo un momento de una larga
guerra) no lo viene ganando el campo popular. Hoy, caído el muro de Berlín y
tras él el sueño de un mundo más justo, el gran capital sale fortalecido. El
capitalismo como sistema, aunque le tenga terror a la posibilidad de estas
“explosiones” de los desposeídos, sabe cada vez más cómo controlar. ¡Y sin
lugar a dudas, controla muy bien! La esencia misma del capitalismo actual (al
menos el por así decir “tradicional”: el estadounidense, el europeo, el
japonés, el capitalismo pobre del Tercer Mundo; algo distinto quizá es el caso
chino) se inclina cada vez más a controlar lo logrado, a prever y evitar
posibles desestabilizaciones. En otros términos: es cada vez más sumamente conservador. De ahí que buena parte de
su energía la dedica al mantenimiento del orden establecido, al control social.
El neoliberalismo, que es una estrategia económica sin dudas, puede entenderse
en ese sentido como una gran jugada política, que retrotrae las cosas a décadas
atrás y sienta bases para varias generaciones: hoy día aterroriza tanto la
posibilidad de ser desaparecido y torturado como la de perder el trabajo. La
cultura light dominante es la
expresión de esa re-ideologización: “no
piense y sea feliz”.
No otra cosa que control social es todo
el inmenso aparataje superestructural que cada vez más viene perfilándose en el
sistema: un sistema-mundo basado en forma creciente en la industria militar, en
las tecnologías de avanzada ligadas a las comunicaciones -sutil forma de
control; de hecho hoy día transitamos lo que los estrategas de la primera
potencia mundial llaman “guerra de cuarta
generación” (Lind, 1989)-; control basado en el manejo planetario de las
masas, en las industrias de la muerte (los principales rubros del quehacer
humano actual están ligados a las mafias del ámbito financiero-especulativo
(¿por qué no llamarlo usura?), a la producción y venta de armas así como de los
narcóticos, al control social en su más amplio sentido.
El capitalismo actual, si bien en su
raíz continúa siendo el mismo que estudiaron los clásicos de la economía
política en la Inglaterra del siglo XVIII o XIX (Adam Smith, David Ricardo,
Thomas Maltus, John Stuart Mill), así como también Marx, es decir: un sistema
basado exclusivamente en la obtención de lucro, ha ido sufriendo importantes
mutaciones en su dinámica. El actual modelo tampoco es el que pudo estudiar
Lenin a principios del siglo XX, cuando ya se perfilaba la importancia
creciente del capital financiero, pero aún con potencias imperiales enfrentadas
mortalmente entre sí. El capitalismo actual se basa crecientemente en la
especulación (mundo de las finanzas como nunca antes en la historia), en el
primado absoluto de capitales de orden global que ya han dejado atrás el
Estado-nación moderno, en la destrucción como negocio (industria de la guerra,
consumismo voraz que lleva a la incontenible catástrofe medioambiental, sistema
que excluye cada vez más población en vez de integrarla), en la concentración
de riquezas en forma inversamente proporcional al volumen de lo producido y del
crecimiento poblacional. Si hoy alguien dijera que los grandes capitales pueden
tener hipótesis de mediano plazo en donde se elimina buena parte de las grandes
masas planetarias, donde el trabajo va siendo casi totalmente automatizado, y
donde el planeta Tierra puede comenzar a ser prescindible (con vida en islas
interplanetarias para grupos “escogidos”), ello no parecería de vuelo
especulativo, pura ciencia-ficción. Por el contrario, los escenarios que se van
dibujando en el sistema-mundo, más que pensar en un acercamiento de los
beneficios del desarrollo científico-técnico para el grueso de la población
mundial dejan ver un retroceso ético fenomenal: vale más la propiedad privada
que la vida humana, vale más el lucro que cualquier valor “espiritual”. ¿Cómo,
si no, entre los negocios más dinámicos de la actualidad podrían encontrarse
las guerras y las drogas ilegales?
El capitalismo chino, segunda economía a
escala planetaria y siempre en ascenso, aún en plena crisis financiera de los
grandes centros capitalistas históricos, de momento no muestra abiertamente
estas características mafiosas. No abiertamente, valga aclarar, pero sí las
tiene también. Hay diversos grupos mafiosos que desde las reformas de Deng
Xiaoping, con el oxígeno capitalista gozan de buena salud, como: las triadas
chinas (de gran importancia en los talleres de textil de las Zonas Económicas
Especiales, donde hacen tratos con los capitalistas no chinos y tienden a meter
su negocio mediante ellos en Europa, por ejemplo). Seríamos quizá algo ilusos
si pensamos que ello se debe a una ética socialista que aún perduraría en el
dominante Partido Comunista que sigue manejando los hilos políticos del país.
En todo caso responde a momentos históricos: la revolución industrial inglesa
de los siglos XVIII y XIX, China recién ahora la está pasando, al modo chino
por supuesto, con sus peculiaridades tan propias (la sabiduría y la prudencia
ante todo). Queda entonces el interrogante de hacia dónde se dirigirá ese
proyecto. Pero lo que es descarnadamente evidente es que el capitalismo ya
envejecido se mueve cada vez más como un capo
mafioso, como un “viejo mañoso”,
pleno de ardides y tretas sucias. Las guerras y las drogas ilegales son hoy una
savia vital, y los dineros que todo eso genera alimentan las respetables bolsas
de comercio que marcan el rumbo de la economía mundial al tiempo que se
esconden en mafiosos paraísos fiscales intocables. En ese sentido, la
enfermedad estructural define al capitalismo actual y no hay diferencias con el
de siempre.
Si el negocio de la muerte se ha entronizado de esa manera, si lo que
duplica fortunas inconmensurables a velocidad de nanotecnología es la constante
en los circuitos financieros internacionales, si en una simple operación
bursátil se fabrican cantidades astronómicas de dinero que no tienen luego un
sustento material real, si el capitalismo en su fase de hiper-desarrollo del
siglo XXI se representa con paraísos fiscales donde lo único que cuenta son
números en una cuenta de banco sin correspondencia con una producción tangible,
si destruir países para posteriormente reconstruirlos está pasando a ser uno de
los grandes negocios, si lo que más se encuentra a la vuelta de cada esquina
son drogas ilegales como un nuevo producto de consumo masivo mercadeado con los
mismos criterios y tecnologías con que se ofrece cualquier otra mercadería
legal, todo esto demuestra que como sistema el capitalismo no tiene salida.
Pero el capitalismo no está en crisis terminal. Convive estructuralmente
con crisis de superproducción, desde siempre, y hasta ahora ha podido
sortearlas todas; así surgió el keynesianismo (hoy, quizá, con un keynesianismo
latinoamericano, como los diversos proyectos de “capitalismo con rostro humano”
de la región); o incluso ahí están las guerras como válvulas de escape, siempre
listas para servir a la estabilidad del sistema. Estos nuevos negocios de la
muerte son una buena salida para darle más aire fresco. Lo trágico, lo
terriblemente patético es que el sistema cada vez más se independiza de la
gente y cobra vida propia, terminando por premiar el que las cuentas cierren,
sin importar para ello la vida de millones y millones de “prescindibles”, de
“población sobrante”, población “no viable”. Ello es lo que autoriza, una vez
más, a ver en el capitalismo el principal problema para la humanidad. Esto es
definitorio: si un sistema puede llegar a eliminar gente porque “no son
negocio”, porque consumen demasiados recursos naturales (comida y agua dulce,
por ejemplo) y no así bienes industriales (es lo que sucede con toda la
población del Sur), si es concebible que se haya inventado el virus de
inmunodeficiencia humana VIH -tal como se ha denunciado insistentemente- como
un modo de “limpiar” el continente africano para dejar el campo expedito a las
grandes compañías que necesitan los recursos naturales allí existentes
(minerales estratégicos, petróleo, biodiversidad, agua dulce), si un sistema
puede necesitar siempre una cantidad de guerras y de consumidores cautivos de
tóxicos innecesarios, ello no hace sino reforzar la lucha contra ese sistema
mismo, por injusto, por atroz y sanguinario. Porque, lisa y llanamente, ese
sistema es el gran problema de la humanidad, pues no permite solucionar
cuestiones básicas que hoy día sí son posibles de solucionar con la tecnología
que disponemos, tales como el hambre, la salud, la educación básica.
Quizá podría pensarse que el sistema
actual se volvió “loco”…, pero es ése el sistema con el que tenemos que
vérnosla. Y en realidad, sopesadamente vistas las cosas, no hay ninguna
“locura” en juego. Hay, eso sí, límites infranqueables. El sistema se
retroalimenta a sí mismo de su mismo combustible: lo que lo pone en marcha y
alienta es el afán de lucro, y eso puede terminar siendo su tumba; pero no
puede cambiar. Si se modifica, deja de ser capitalista. Un capitalismo de
rostro humano, atemperado en su voracidad y en su frenética busca de ganancia a
toda costa, es posible limitadamente, sólo en algunas islas perdidas,
suponiendo siempre la explotación inmisericorde de los más. El sistema, en
tanto sistema-mundo de alcance planetario y absolutamente interconectado, no
admite cambios reales sino sólo parches cosméticos (la socialdemocracia, por
ejemplo). Por eso, en tanto sistema -estando más allá de voluntades subjetivas-
no puede detenerse, y como máquina desbocada sigue tragando seres humanos y
destrozando la naturaleza para optimizar su tasa de ganancia, aunque eso
elimine en forma creciente seres humanos y se enfrente en forma autodestructiva
a la casa común de todos, el mismo planeta.
Por eso mismo, también, se hace
imprescindible conocerlo en su más mínimo detalle, analizarlo, desmenuzarlo.
Eso es lo que pretenden los materiales que conforman el presente texto: un
análisis profundo de las actuales características del sistema como un todo.
Los
textos aquí presentados no son -ni lo pretenden, en modo alguno- análisis
económicos en sentido estricto; por supuesto, presuponen una lectura del
fenómeno económico como trasfondo (léase: lucha de clases como motor de la
historia, ley del valor, plusvalía), pero pretenden ser, ante todo, análisis
políticos. En otros términos: ¿cómo se mueve el sistema capitalista actual?
¿Cuáles son sus notas distintivas? ¿Se alteró algo de lo denunciado en El Capital decimonónico? ¿Cómo y en qué
sentido cambió? ¿Por qué el actual capitalismo se apoya en el parasitismo de
los monumentales capitales financieros globales que se desplazan por toda la
faz de la Tierra con velocidad vertiginosa? ¿Por qué la producción y tráfico de
drogas ilegales, por ejemplo, ocupa un lugar de tanta preeminencia actualmente?
El “imperio”, como categoría aislada (Hardt, Negri, 2001), no termina de
explicar, y mucho menos de otorgar herramientas válidas, para plantear vías
reales de acción en pos de la transformación. ¿Hay imperios o hay capitales
globales? ¿Es posible hoy una nueva guerra de proporciones mundiales, quizá con
armamento nuclear? ¿Está el mundo globalizado por los capitales
supranacionales, o sigue habiendo rivalidades inter-imperialistas? ¿Cómo
pararse ante los escenarios de nuevas guerras planetarias desde el campo
popular?
Todo
esto, retomando las primeras experiencias socialistas del siglo XX, e incluso
el llamado “socialismo del Siglo XXI” -concepto muy discutible, por cierto- nos
debe llevar a plantear críticamente la posibilidad (o imposibilidad) de
socialismo en un solo país.
En definitiva,
preguntas todas que nos apuntan a la cuestión de fondo: ante estas nuevas caras
de la explotación, ¿cómo proponer alternativas? Ante el dominio fenomenal de
los capitales globales, las bombas inteligentes, los mecanismos de detección
satelital y las neurociencias al servicio de los poderes, ¿cómo es posible
seguir pensando en la utopía de un mundo de mayor justicia? En ese caso,
entonces: -pregunta fundamental de lo que pretende ser nuestro aporte- ¿qué
hacer?
Hace ya más de un
siglo, en 1902, Vladimir Lenin se preguntaba cómo enfocar la lucha
revolucionaria; de esa manera, parafraseando el título de la novela del ruso
Nikolai Chernishevski, de 1862, igualmente se interrogaba ¿qué hacer? La pregunta quedó como título de la que sería una de
las más connotadas obras del conductor de la revolución bolchevique. Hoy, 110
años después, la misma pregunta sigue vigente: ¿qué hacer? Es decir: qué hacer
para cambiar el actual estado de cosas.
Si vemos el mundo desde
el 20% de los que comen todos los días, tienen seguridad social y una cierta
perspectiva de futuro, las cosas no van tan mal. Si lo miramos desde el otro
lado, no el de los “ganadores”, la situación es patética. Un mundo en el que se
produce aproximadamente un 40% de comida más de la necesaria para alimentar a
toda la humanidad sigue teniendo al hambre como una de sus principales causas
de muerte; mundo en el que el negocio más redituable es la fabricación y venta
de armamentos y donde un perrito hogareño de cualquier casa de ese 20% de la
humanidad que mencionábamos come más carne roja al año que un habitante de los
países del Sur. Mundo en el que es más importante seguir acumulando ese fetiche
llamado dinero, aunque el planeta se torne inhabitable por la contaminación
ambiental que esa misma acumulación conlleva. Mundo, entonces, que sin ningún
lugar a dudas debe ser cambiado, transformado, porque así, no va más.
Entonces, una vez más
surge la pregunta: ¿qué se hace para cambiarlo? ¿Por dónde comenzar? Las
propuestas que empezaron a tomar forma desde mediados del siglo XIX con las
primeras reacciones al sistema capitalista dieron como resultado, ya en el
siglo XX, algunas interesantes experiencias socialistas. Si las miramos
históricamente, fueron experiencias balbuceantes, primeros pasos. No podemos
decir que fracasaron; fueron primeros pasos, no más que eso. Nadie dijo que la
historia del socialismo quedó sepultada, más allá del aire triunfalista con que
la derecha actual, post Guerra Fría, presenta las cosas. Quizá habría que
considerarlas como la Liga Hanseática, allá por los siglos XII y XIII en el
norte de Europa, en relación al capitalismo: primeras semillas que germinarían
siglos después. Los procesos históricos son insufriblemente lentos. Alguna vez,
en plena revolución china, se le preguntó al líder Lin Piao sobre el
significado de la Revolución Francesa, y el dirigente revolucionario contestó
que… aún era muy prematuro para opinar. Fuera de la posible humorada, que
seguramente sólo un chino con 5.000 años de historia a sus espaldas puede
hacer, hay ahí una verdad incontrastable: los procesos sociales van lento,
exasperantemente lentos. De la Liga Hanseática al capitalismo globalizado del
presente pasaron varias, muchas centurias; hoy, terminada la Guerra Fría, se
puede decir que el capitalismo ha ganado en todo el mundo, dando la sensación
de no tener rival. Para eso fue necesaria una acumulación de fuerzas fabulosas.
Las primeras experiencias socialistas -la rusa, la china, la cubana- son apenas
pequeños movimientos en la historia. No ha pasado aún un siglo de la Revolución
Bolchevique, pero la semilla plantada no ha muerto. Y si hoy nos podemos seguir
planteando ¿qué hacer? ante el capitalismo, ello significa que la historia
continúa aún.
El mundo, como
decíamos, para la amplia mayoría no sólo no va bien sino que resulta agobiante.
Pero el sistema global tiene demasiado poder, demasiada experiencia, demasiada
riqueza acumulada, y hacerle mella es muy difícil. La prueba está con lo que
acaba de suceder estas últimas décadas: caída la experiencia de socialismo
soviético y revertida la revolución china con su tránsito al capitalismo (o
“socialismo de mercado” al menos), los referentes para una transformación de
las sociedades faltan, se han esfumado. Movimientos armados que levantaban
banderas de lucha y cambios drásticos algunos años atrás ahora se han amansado,
y la participación en comicios “democráticos” pareciera todo a cuanto se puede
aspirar. Lo “políticamente correcto” vino a invadir el espacio cultural y la
idea de lucha de clases fue reemplazándose por nuevos idearios “no violentos”:
de Marx (el fundador del socialismo científico) pasamos a Marc’s (métodos
alternativos de resolución de conflictos).
La idea de
transformación radical, de revolución político-social, no pareciera estar entre
los conceptos actuales. Pero las condiciones reales de vida no mejoran para las
grandes mayorías. Aunque cada vez hay más ingenios tecnológicos pululando por
el mundo que supuestamente deberían hacer la vida más agradable, las relaciones
sociales se tornan más dificultosas, más agresivas. Las guerras, contrariamente
a lo que podía parecer cuando terminó la Guerra Fría -quizá una esperanza
ingenua-, siguen siendo el pan nuestro de cada día desde la lógica de los
grandes poderes que manejan el mundo. La miseria, en vez de disminuir, crece.
Una vez más entonces:
¿qué hacer? Hoy, después de la brutal paliza recibida por el campo popular con
la caída del muro de Berlín, símbolo de una caída mucho más grande, y el
retroceso sufrido en las condiciones laborales (pérdidas de conquistas
históricas, desaparición de los sindicatos como arma reivindicativa,
condiciones cada vez más leoninas, sobre-explotación disfrazada de
cuentapropismo) las grandes mayorías, en vez de reaccionar, siguen
anestesiadas. Una vez más también: el sistema capitalista es sabio, muy
poderoso, dispone de infinitos recursos. Varios siglos de acumulación no se
revierten tan fácilmente. Las ideas de transformación que surgen a partir del
pensamiento labrado por Marx, puntal infaltable en el pensamiento
revolucionario, hoy día parecieran “fuera de moda”. Por supuesto que no lo son,
pero la ideología dominante así lo presenta.
Hoy, producto de ese
sofisticado trabajo superestructural del sistema, es más fácil movilizar a
grandes masas por un telepredicador o por un partido de fútbol que por
reivindicaciones sociales. ¡Pero no todo está perdido! Los mil y un elementos
que el sistema tiene para mantener el statu
quo no son infalibles. Continuamente surgen reacciones, protestas,
movimientos contestatarios. Lo que sí pareciera faltar es una línea conductora,
un referente que pueda aglutinar toda esa disconformidad y concentrarla en una
fuerza que efectivamente impacte certeramente en el sistema. ¿Por dónde golpear
a ese gran monstruo que es el capitalismo? ¿Cómo lograr desbalancearlo, ponerlo
en jaque, ya no digamos colapsarlo? Los caminos de la transformación se ven
cerrados. Quizá el presente es un período de búsqueda, de revisiones, de
acumulación de fuerzas. Hoy por hoy no se ve nada que ponga realmente en
peligro la globalidad del sistema-mundo capitalista. Las luchas siguen, sin
dudas, y el planeta está atravesado de cabo a rabo por diversas expresiones de
protesta social. Lo que no se percibe es la posibilidad real de un colapso del
capitalismo a partir de fuerzas que lo adversen, que lo acorralen. El
proletariado industrial urbano, que se creyó el germen transformador por
excelencia -de acuerdo a la apreciación absolutamente lógica de mediados del
siglo XIX- hoy está en retirada. Los nuevos sujetos contestatarios -movimientos
sociales varios, campesinos, luchas étnicas, reivindicaciones puntuales por
aquí y por allá- no terminan de hacer mella en el sistema. Y las guerrillas de
corte socialista parecen destinadas hoy a ser piezas de museo, salvo
excepciones puntuales, como el movimiento naxalita en la India. ¿Quién
levantaría la lucha armada en la actualidad como vía para el cambio social
cuando la tendencia es buscar salidas negociadas y deponer las armas?
Sin embargo, en el
medio de esa nebulosa siguen surgiendo protestas, voces críticas. Es decir:
sigue habiendo esperanzas. La historia no ha terminado, definitivamente. Si eso
quiso anunciar el grito victorioso apenas caído el muro de Berlín con aquellas
famosas frases pomposas de “fin de la
historia” y “fin de las ideologías”,
el estado actual del mundo nos recuerda que no es así. Ahora bien: ¿qué hacer
para que colapse este sistema y pueda surgir algo alternativo, más justo, menos
pernicioso para nuestra especie?
El solo hecho de seguir planteándonos todo esto muestra que la utopía
no está muerta. Puede estar golpeada, maltrecha, aturdida. Pero no muerta. Los
materiales que aquí ofrecemos intentan ser un llamado a mantener viva esa
esperanza. Si “sembramos utopía”, tal como quisimos ponerle de sub-título al
presente libro, es porque esperamos que la misma madure, florezca, fructifique
y dé como resultado algo menos injusto que el actual sistema que, aunque
quisiera -y por supuesto no quiere- no puede superar su asimetría estructural.
Es por eso que, aún pasando este mal momento, el socialismo sigue
siendo una esperanza abierta. La utopía nos sigue esperando.
____________________
A
modo de conclusión
Dicho todo lo anterior (trece
exposiciones con lujo de detalles) resultaría ocioso repetir que el sistema
capitalista no ofrece solución a los grandes problemas históricos de la humanidad.
Esto ya es más que sabido. La cuestión básica estriba en cómo nos planteamos su
transformación.
Ya ha habido varios intentos para llevar
adelante esa monumental empresa en el transcurso del siglo XX. No se puede
decir que los mismos fracasaron estrepitosamente; no, de ningún modo. Con
dificultades, con muchos más problemas de los que hubiera sido deseable, se
consiguieron resultados encomiables. Si se miden con el rasero capitalista
basado en la acumulación del fetiche mercancía y la teoría del valor, por
supuesto que esas sociedades no se “desarrollaron”; pero está claro que los
socialismos realmente existentes se encaminaron a otra cosa y no a repetir el
modelo del capitalismo. Si de medirlas se trata, definitivamente hay que apelar
a otras categorías. Lo que se buscó en esas experiencias tiene que ver
básicamente con la dignificación del ser humano, con desarrollar sus
potencialidades, con la promoción de valores más ricos que la acumulación de
objetos apuntando, por el contrario, hacia la solidaridad, al espíritu
colectivo, al darle vuelo a la creatividad y la inventiva.
Quizá esas primeras experiencias, de las
que sin dudas podemos y debemos formular una sana crítica constructiva, son un
primer paso: con las dificultades del caso quedó demostrado que sí se puede ir
más allá de una sociedad basada en la exclusiva búsqueda de lucro
personal/empresarial. Los logros en ese sentido están a la vista: en esas
sociedades, más allá de la artera publicidad capitalista, no se pasa hambre, la
población se educa, no existe la violencia demencial de los modelos de libre
mercado, existe una nueva idea de la dignidad. Si hoy muchas de esas
experiencias se revirtieron o se pervirtieron, eso debe llamar a una serena
reflexión sobre qué significa hacer una revolución. Pero no hay nada más
demostrativo de los logros obtenidos como el hecho que, por inmensa mayoría, en
los países donde existieron modelos socialistas, al día de hoy, con la llegada
del capitalismo salvaje y luego de pasado el furor de la novedad de las “cuentas
de colores” de los fascinantes shopping
centers, las poblaciones añoran los tiempos idos. Ahora, al igual que en
cualquier país capitalista, allí comer, educarse, tener salud y seguridad
social es un lujo; el socialismo, aún con sus errores, enseñó que la dignidad
no tiene precio.
La titánica tarea de revolucionar el
sistema conocido implica un cambio fenomenal: es la construcción de un
parteaguas en la historia, es el inicio de una sociedad que, alcanzado un nivel
de productividad mucho más alto que otros estados históricos de desarrollo
anteriores, puede empezar a pensar realmente en el bien común, en el colectivo,
en la especie humana como un todo. Eso es el socialismo. Obviamente, un
proyecto fenomenal. Haciendo nuestras las palabras de Marx que poníamos en el
epígrafe del libro: “No se trata de
reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los
antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la
sociedad existente, sino de establecer una nueva.”
Establecer una nueva sociedad: ahí está
la clave. No es reformar, maquillar, disimular algo viejo dando la sensación de
un superficial cambio cosmético. Estamos hablando de una transformación
profunda, enorme. Por supuesto, eso es algo monumentalmente difícil. Es
refundar la humanidad. Y eso, la experiencia lo mostró, no es algo que se logra
por decreto, en poco tiempo, sólo con buena voluntad a partir de ideas
renovadoras, con una vanguardia que intenta dinamizar un proceso y empuja.
Cambiar el curso de la historia implica transformar de raíz el sujeto que
somos. Para el caso: transformar a millones y millones de seres humanos. Eso no
es imposible, pero sí sumamente complejo. Unas pocas generaciones, tal como
efectivamente sucedió en esas primeras experiencias, sólo pueden servir para
comenzar a dimensionar la magnitud de la empresa con la que nos enfrentamos.
¡Es un reto fenomenal!
Ahora bien: estas reflexiones nos llevan
hacia consideraciones que van más allá de la intención original de esta obra;
nos obligan a repensar el sentido último de lo que significa la revolución
socialista. ¿Por qué no funcionaron como se esperaba las primeras revoluciones
socialistas del silgo XX? ¿Por qué, después de varias décadas, cayeron, o se
revirtieron? ¿Acaso no es posible entonces tomarse en serio lo de transformar
la historia, crear un “hombre nuevo”, dejar atrás la prehistoria apegada a las
luchas en torno a la propiedad privada? Reflexiones, por cierto, que son
imprescindibles para acometer la construcción del cambio en ciernes. La idea de
base es que sí es posible; si no, ni siquiera nos lo estaríamos planteando. La
pasión que nos alienta es que la utopía es posible. De lo que se trata ahora es
cómo darle forma, cómo sembrarla para que germine.
Pero lo que pretendemos con esta
colección de ensayos que aquí presentamos no apunta a reflexionar sobre esto
precisamente: busca, en todo caso, plantear cómo está el capitalismo actual, y
qué podemos hacer para lograr su transformación. Es decir: cómo colapsar el
actual sistema, cómo impactar, cómo vencerle.
Dicho así, pareciera que aquí se dan
recetas, guías de acción, un “manual” para hacer la revolución. ¡Ojalá se
pudiera disponer de eso! Sin embargo, ello es absolutamente imposible; es más:
está reñido con la ética socialista misma, con la idea de una verdadera
transformación. Más allá de poder pensar dificultades comunes e intentar sacar
conclusiones de los errores cometidos y de las luchas libradas, si algo define
la experiencia humana es su complejidad, su alto grado de imprevisibilidad
(pese a que exista una ciencia social -de derecha- que intenta anticiparse y
controlarla), su dosis de irracionalidad incluso. Vista en sentido histórico,
más allá de saber que las guerras son disputas a muerte por el poder: ¿es
racional la guerra en términos de especie humana, o justamente atenta contra
ella? Todos sabemos que fumar puede producir cáncer, pero seguimos fumando.
¿Cómo entender la racionalidad entonces? Se abre ahí una imperiosa necesidad de
reformularnos cuestiones básicas, desde el materialismo histórico y desde las
ciencias sociales que fueron apareciendo en el transcurso del siglo XX, luego
que Marx formulara las líneas fundamentales de este andamiaje conceptual.
Por ejemplo, la cuestión del poder como
eje que dinamiza buena parte de las relaciones interhumanas (las conocidas al
menos, las que se basan y presuponen la propiedad privada), es un tema que
desde la izquierda tradicionalmente no se ha considerado en toda su
complejidad, lo cual no deja de ser una agenda pendiente de gran importancia.
¿Por qué vemos que se repiten muchas veces similares errores en la construcción
de alternativas anticapitalistas? ¿Estamos en la izquierda inmunizados ante los
juegos del poder, o ello debería replantearse con mayor altura crítica? ¿Por qué
un camarada dirigente de ayer puede transformarse tan fácilmente en un magnate?
Así sea sólo un ejemplo este tema del
poder -no pequeño, por cierto- son muchas las tareas de revisión crítica que
nos esperan para potenciar las estrategias revolucionarias, hoy por hoy
bastante alicaídas. Los materiales aquí ofrecidos no son “manuales”; son
preguntas críticas. No más. Pero tampoco: nada menos. ¿Cómo nos planteamos el
tema del poder? ¿Qué hay de las actuales mezquindades y flaquezas que nos
constituyen? (Dicho en otros términos: ¿por qué es posible revertir
revoluciones socialistas victoriosas?) ¿Cómo se construye el “hombre nuevo” del
socialismo? Sólo decir esto y ya vemos la necesidad de la autocrítica:
¿“hombre” como sinónimo de humanidad? ¿No se nos filtra ahí un arrogante
prejuicio machista? Dicho sea de paso: en el presente libro sólo varones
publican; ¿arrogante prejuicio machista de quien seleccionó los textos? De eso
se trata entonces: “no de mejorar la
sociedad existente, sino de establecer una nueva.” La autocrítica
permanente debe ser una clave vital. Pero en lo humano no se puede establecer
aquello de “borrón y cuenta nueva”: construimos el socialismo con la materia
prima que somos. Ahí estriba una dificultad enorme, y por tanto, el reto es
mayúsculo. De todos modos “dificultad”, nunca, en ningún momento histórico y en
ninguna lengua significa “imposibilidad”.
Sin dudas es mucho más fácil preguntar
críticamente y desarmar lo establecido que proponer cosas nuevas. Esa es una
dialéctica humana: es más fácil destruir que construir. En ese sentido, resulta
más simple constituirnos en críticos implacables del capitalismo (pues
obviamente hay muchísimo por demoler ahí) que proponerle alternativas válidas,
posibles, efectivas, que realmente sirvan para edificar algo nuevo. Si fuera
tan fácil aportar soluciones, el mundo sería distinto. Pero siendo
auténticamente socráticos en nuestro proceder, podríamos decir que en el hecho
de preguntar/criticar lo conocido anida ya el germen de la respuesta, o sea, la
solución al problema planteado. Por tanto, vale (¡y mucho!) preguntarnos acerca
de los límites del capitalismo, del actual y de sus raíces históricas, porque a
partir de ese interrogante se podrán ir construyendo las respuestas, los
caminos alternativos.
Está claro que el libro en su conjunto,
que es eminentemente una colección de reflexiones
políticas, es un ejercicio académico-intelectual y no una propuesta de acción concreta. En verdad, nunca pretendimos esto
último; y por supuesto no creemos haber contribuido mucho en ese sentido. Pero
sí podemos dejar algunas preguntas en el nivel de lo que los autores aquí
reunidos pueden aportar: consideraciones críticas sobre aspectos teóricos que
ojalá permitan iluminar un poco más la práctica concreta. Sin tenerle miedo a
la teoría, podemos repetir con Einstein que
“no hay nada más práctico que una buena teoría en el momento oportuno”.
¿Cómo hacer la revolución socialista
entonces? La publicación, en todo caso, dice más lo que no se debe hacer que
los pasos concretos a seguir. Quizá es poco, pero no deja de ser importante
considerarlo: hablar de los límites y los errores nos da ya un primer marco.
Presentémoslo en forma de preguntas:
- ¿Es posible construir el socialismo
en un solo país hoy día? Quizá podría ser factible tomar el poder a nivel nacional, desplazar
al gobierno de turno en forma revolucionaria y establecerse como nuevo grupo
gobernante con un planteo de izquierda, pero eso no significa necesariamente
una transformación en términos de relaciones de fuerza como clase de los
trabajadores y oprimidos. Además, dado el grado de complejidad en el proceso de
globalización y la interdependencia de todo el planeta, es imposible construir
una isla de socialismo con posibilidades reales de sostenimiento a largo plazo.
En ese sentido los planteos revolucionarios deben apuntar a pensar en bloques,
espacios regionales. La idea de Estado-nación entró en crisis y hay que
revisarla críticamente desde las propuestas de izquierda. El ejemplo de los
distintos socialismos que se intentaron construir en el transcurso del siglo
XX, o el socialismo bolivariano actual, nos da alguna pista al respecto: se
pueden comenzar procesos muy interesantes, fecundos, imprescindibles incluso;
pero eso es un preámbulo del socialismo. De todos modos, todo ello no debe
inmovilizarnos y hacernos pensar en que hay que abandonar las luchas
nacionales. De momento nuestra unidad de acción son espacios nacionales, y ahí
debemos trabajar, planteándonos todos estos problemas como los nuevos retos.
- ¿Cómo dar luchas globales desde lo micro?
No hay más alternativa que esa: las luchas son siempre en el espacio local,
pequeño: en la comunidad, en el sindicato, en las reivindicaciones sectoriales.
Pero toda lucha debe tener como perspectiva final un nivel más amplio,
entendiendo que lo local es articula, en definitiva, con lo planetario. Hoy día
hay que buscar sumar descontentos, acumular fuerzas de los numerosísimos
golpeados/explotados/excluidos del sistema. Ese trabajo de hormiga de juntar
descontentos se hace en el nivel micro; aprovechando la globalización que
impera, el desafío es sumar esos descontentos puntuales y locales en esfuerzos
globales, macros. El Foro Social Mundial fue (es) un intento en ese sentido.
quizá no prosperó como herramienta real de lucha, pero a partir de ello hay que
estudiar el fenómeno y ver cómo impulsar alternativas realmente viables que
consideren el estado actual del mundo como aldea global.
- ¿Es necesaria una vanguardia?
Viejo problema en la izquierda, no resuelto, y probablemente que no admite
“una” solución única. Vanguardia no debe ser partido único. Sin lugar a dudas
que el puro espontaneísmo tiene límites muy cercanos: es, en todo caso, pura
reacción visceral, más propia de los procesos colectivos de muchedumbres
desarticuladas (pensemos en un linchamiento por ejemplo) que de acciones
planificadas, con direccionalidad política, que buscan motorizar proyectos
claros. Por supuesto que la reacción espontánea existe, y puede jugar un papel
muy importante en la historia; pero la historia tiene líneas maestras que
alguien traza, que no son casuales. Es más: hoy día existe toda una
parafernalia de ciencias (¿éticamente las podremos seguir llamando así?) que
tienen como objetivo manejar, controlar, trazas escenarios a futuro y lograr
que grandes masas de población actúen conforme a lo planificado. Por supuesto,
están siempre al servicio de los poderes de turno. Desde la izquierda no
planteamos “manejar” las masas, pero sí trazar líneas para que se den cambios
en el sistema. Eso, en definitiva, es la política revolucionaria: tener
proyectos a futuro en el que las grandes mayorías jueguen el papel protagónico
para transformar el actual estado de explotación e injusticia. Dejando librado
todo al puro voluntarismo, al espontaneísmo popular, no se irá muy lejos: es
preciso tener claro un proyecto. Esa claridad es la que debe aportar la
vanguardia. Ahora bien: es difícil establecer quién juega ese papel. Los
partidos de izquierda tradicionales con su estructura vertical, militar en
algunos casos, son cuestionables. El liderazgo de una sola persona, más allá de
su carisma, puede dar como resultado el nada deseable culto a la personalidad
que ya hemos conocido en más de una ocasión, quitándole real protagonismo a las
clases explotadas. En todo caso hay que pensar en vanguardias con dirección
colegiada, siempre en diálogo permanente con las masas.
- ¿Quién es hoy el sujeto de la revolución?
Las nuevas modalidades del capitalismo globalizado presentan nuevos
paisajes sociales; el proletariado industrial urbano, considerado como el
núcleo revolucionario por excelencia para la revolución socialista, está hoy
diezmado. O vendido por sindicatos corruptos cooptados por la clase dominante,
o desmovilizado por contrataciones laborales en absoluta precariedad que lo
dejan en situación de indefensión, la clase obrera como tal ha retrocedido en
su papel histórico, acorralándosela y anestesiándola (para eso, además, están
las nuevas tecnologías de control: medios de comunicación masivos, nuevas
religiones fundamentalistas, deporte profesional que inunda la vida cotidiana).
Por supuesto sigue siendo la principal creadora de plusvalor a partir de su
trabajo, pero hoy día la arquitectura del sistema, sin cambiar en su sustancia,
ha tenido modificaciones importantes. Numéricamente, incluso, no está en
crecimiento; la desocupación o subocupación -derivados naturales del
capitalismo, más aún en esta fase de hiper robotización y automatización de los
procesos productivos, de deslocalización y de primado del capital financiero-especulativo-
han hecho del proletariado industrial una minoría entre la masa de explotados.
Los explotados/excluidos del sistema, globalmente considerado, crecen:
campesinos sin tierra que en muchos casos marchan a las ciudades, subocupados y
desocupados, poblaciones originarias cada vez más marginadas o excluidas por un
modelo de desarrollo que no las incluye, migrantes del Sur hacia el Norte,
empobrecidos por la crisis estructural, jóvenes sin futuro, constituyen los
sectores más golpeados por el capitalismo. Los obreros industriales, tanto en
el capitalismo central como en el periférico, en ese mar de desesperación
pueden considerarse afortunados, pues tienen salario fijo (eso, hoy día, ya se
presenta como un lujo). Todo ello, por tanto, cambia el panorama social y
político: hoy día el fermento revolucionario se nutre en muy buena medida de
todo ese subproletariado de trabajadores precarizados e informales, de
población “sobrante” en la lógica del sistema. Y además entran en escena con
fuerza creciente otros actores (otros descontentos, diríamos) como las mujeres,
históricamente marginadas y que ahora levantan reivindicaciones específicas,
los pueblos originarios, las juventudes, que pasan a ser igualmente fermentos
de cambio. Por todo ello, el motor de la revolución socialista hoy ya no es
sólo el proletariado industrial: es la masa de trabajadores y golpeados por el
sistema. Los grupos más beligerantes de estas últimas décadas han sido,
justamente, grupos indígenas, campesinos sin tierra, desocupados urbanos,
“marginales” del sistema, en sentido amplio. Es preciso redefinir con precisión
el actual sujeto revolucionario, pero sin dudas hay ahí otro desafío que
debemos asumir con ética revolucionaria.
- ¿Cuáles deben ser en la actualidad las
formas de lucha? Las que se pueda, simplemente. Insistamos mucho en
esto: ¡no hay manual para hacer la revolución! La Comuna de París, allá por el
lejano 1871, fue una fuente inspiradora, y de allí Marx y Engels tomaron
importantísimas enseñanzas. Es a partir de esa experiencia que surge la idea de
“dictadura del proletariado”, en tanto gobierno revolucionario de los
trabajadores como constructores de un nuevo orden. Después de los socialismos
realmente existentes y de todas las luchas del pasado siglo se abren interrogantes
para plantearnos esa noble y titánica tarea de hacer parir una nueva sociedad:
¿cómo hacerlo en concreto? Pregunta válida no sólo para ver cómo empezar a
construir esa sociedad nueva a partir del día en que se toma la casa de
gobierno sino también para ver cómo llegar a esa toma, punto de arranque
primario. Ya hemos dicho que la tarea de construir la sociedad nueva es
complejísima y necesita de la autocrítica como una herramienta toral. Ahora
bien: la pregunta -quizá más pedestre, más limitada y puntual- que se pretende
el hilo conductor del presente libro es ¿qué hacer para estar en condiciones de
comenzar esa construcción? Dicho en otros términos: ¿cómo se desaloja a la
actual clase dominante y se toma su Estado (el Estado nunca es de todos, es el
mecanismo de dominación de la clase dominante) para comenzar a construir algo
nuevo? ¿Se puede repetir hoy -metafóricamente hablando- la toma del Palacio de
Invierno de la Rusia de 1917? ¿O hay que pensar en una movilización popular con
palos y machetes que, acompañando a su vanguardia armada, pueda desalojar al
gobernante de turno como sucedió en la Nicaragua de 1979? ¿Constituyen los
procesos democráticos -dentro de los límites infranqueables de las democracias
burguesas- de Chile con Allende, o la actual Revolución Bolivariana en
Venezuela, con Chávez a la cabeza, modelos de transiciones al socialismo?
¿Cuáles son sus límites? ¿Se puede apostar hoy por movimientos armados, cuando
vemos, por ejemplo, que todas las guerrillas en Latinoamérica o ya han depuesto
las armas, o están próximas a hacerlo? ¿Se puede revolucionar la sociedad y
construir el socialismo con el “mandar desobedeciendo”, como pretende el
movimiento zapatista? ¿Hay que participar en los marcos de la democracia
representativa para ganar espacios desde allí? Dado que no hay manual para
esto, la respuesta debería ser amplia y ver como válidas todas esas
alternativas. “Válidas” no significa ni infalibles ni seguras; son, en todo
caso, pasos a seguir. ¿Hoy es pertinente levantar la lucha armada? Pertinente,
quizá sí, como de hecho puede suceder en algunos puntos del planeta (el
movimiento naxalita en la India, por ejemplo), pero no está clara su real
posibilidad de triunfo, dadas las tecnologías militares sofisticadas con que el
sistema cuenta para defenderse. En definitiva, golpeado como está hoy el campo
popular, desarticulado y sin propuestas claras, muchos pueden ser los caminos
para comenzar a construir alternativas. Queda claro que no hay “una” vía;
distintas formas pueden ser pertinentes. Quizá los movimientos populares
amplios, los frentes, la unión de descontentos y la potenciación de rebeldías
comunes pueden ser útiles en un momento. La presunta pureza doctrinaria de las
vanguardias quizá hoy no nos sirva.
En realidad estas no son conclusiones en
sentido estricto. Todo el libro, a través de sus diferentes textos, es una
invitación a profundizar estos debates, a enriquecerlos y darles vida. Si algún
valor puede tener todo este esfuerzo es aportar un modesto grano de arena más
en una búsqueda interminable. De lo que sí podemos estar absolutamente seguros
es que esa utopía vale la pena. El mundo de ninguna manera puede ser una suma
de “triunfadores” y “desechables”, por lo que esa búsqueda está abierta,
invitándonos a zambullirnos en ella. Cerremos con una frase del poeta Antonio
Machado totalmente oportuna para el caso: “Caminante,
no hay camino. Se hace camino al andar”.
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