En la historia y la
memoria de las luchas populares en América Central, enero es un mes doloroso
por el recuerdo de una las mayores masacres del siglo XX en nuestro continente:
la matanza de Izalco, en El Salvador, en 1932. En esta edición, publicamos un ensayo
que analiza tres perspectivas de interpretación de ese macabro acontecimiento:
la crisis de la república liberal oligárquica, la relación entre imperialismo y
(anticomunismo) y la “etiqueta” indio/comunista en la construcción del enemigo
interno de las élites salvadoreñas.
Vea aquí el documental: "1932: cicatriz de la memoria", de Jeffry L. Gould y Carlos Henríquez Consalvi
Vea aquí el documental: "1932: cicatriz de la memoria", de Jeffry L. Gould y Carlos Henríquez Consalvi
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
“…Hubo masacres,
asesinatos en masa. Hubo el despertar de la fiera que no se saciaba en una sola
noche; que pedía víctimas fueran o no culpables; que necesitaba horrorizar al
país, sembrar la muerte…”
La matanza de Izalco: punto de inflexión en la historia de El Salvador en el siglo XX. |
En su poemario Las historias prohibidas del pulgarcito,
Roque Dalton (1935-1975) escribió: “Todos
nacimos medio muertos en 1932 / sobrevivimos pero medio vivos / cada uno con
una cuenta de treinta mil muertos enteros / que se puso a engordar sus
intereses sus réditos / y que hoy alcanza para untar de muerte / a los que
siguen naciendo / medio muertos / medio
vivos”[2].
Pocas aproximaciones podrían ser tan precisas y ricas en su carga simbólica, y
en su dolor contenido, como esta con la que el poeta describió el etnocidio
perpetrado ese año en El Salvador, también conocido como la matanza de Izalco[3],
y que representó un punto de inflexión en el devenir de este país: el más
pequeño pero, a su vez, el de mayor densidad de población de Centroamérica[4].
La masiva sublevación
de trabajadores y campesinos predominantemente indígenas, que inició el 22 de
enero de aquel año en los departamentos de Sonsonate y Ahuachapán, tras la
anulación de las elecciones de diputados y alcaldes –efectuadas a principios de
ese mes- en las que el joven Partido Comunista obtuvo importantes triunfos,
junto con la consecuente represión ejecutada por el ejército al mando del
General Maximiliano Hernández Martínez
(quien había llegado al poder mediante un golpe de Estado en 1931, contra el
presidente reformista Arturo Araujo), ocupan un lugar central en la comprensión
de los complejos procesos políticos y sociales que experimentó El Salvador a lo
largo del siglo XX.
Las acciones de violencia,
persecución y exterminio étnico aplicadas indistintamente por militares y
milicias civiles (guardias cívicas)
al servicio de los terratenientes, fueron la expresión más evidente del fracaso
de las élites salvadoreñas en sus intentos de afirmación hegemónica de un
Estado con pronunciados rasgos oligárquicos, racistas y autoritarios.
La aniquilación del otro mediante procesos sumarios, casi como un conjuro de las pesadillas
oligárquicas encarnadas en los indígenas, los campesinos y los dirigentes comunistas,
se convertía ya en una política de Estado. Mientras, por un lado, los alzados
se hacían con el control de pueblos y cuarteles en la zona cafetalera
suroccidental del país, armados solo con
machetes, palos y escaso armamento, por el otro, “el gobierno detenía y fusilaba a los dirigentes del recién nacido
Partido Comunista [1930], encabezados
por Farabundo Martí. La represión que siguió a la revuelta tuvo un saldo de
víctimas estimado entre 10.000 y 30.000 muertos”.[5]
Llevada por la
insurrección a un punto en que vio amenazadas las bases de su dominación, la
oligarquía cafetalera “se cobró con el
genocidio el horror que padeció durante algunos días ante el empuje de las
masas trabajadoras”[6].
Apoyándose en las Guardias Cívicas,
embrionarios escuadrones de la muerte,
el ejército salvadoreño inició “la
eliminación sistemática de miles de personas, en su mayor parte indígenas y
campesinos, que parecían sospechosas de haber participado en el alzamiento o de
ser simpatizantes”.[7]
Desde una perspectiva
histórica y literaria, Eduardo Galeano retrata así ese ajuste de cuentas que estaba implícito en los principales hechos de
la Matanza:
“Estalla el pueblo el mismo día
que estalla el volcán Izalco. Mientras corre la lava hirviente por las laderas
y las nubes de ceniza cubren el cielo, los campesinos rojos asaltan cuarteles a
machete limpio en Izalco, Nahuizalco, Tacuba, Juayúa y otros pueblos. Por tres
días ocupan el poder los primeros soviets de América. Por tres días. Y tres meses
dura la matanza. Farabundo Martí y otros dirigentes comunistas caen ante
pelotones de fusilamiento. Los soldados matan a golpes al jefe indio José
Feliciano Ama, cabeza de la rebelión en Izalco; después ahorcan el cadáver de
Ama en la plaza principal y obligan a los niños de las escuelas a presenciar el
espectáculo”.[8]
Con más precisión aún,
Rafael Lara Martínez desnuda la cuestión
de fondo que subyace a la violencia militar-oligárquica del etnocidio en estos
términos: “(anti)comunismo es excusa para
expresar y ocultar la etnicidad indio-ladino, en un país con veinticinco por
ciento de población indígena. (…) Guiados por la sinonimia indio-comunista,
1932 nos señala un capítulo dentro del largo proceso de destrucción de las
Indias Occidentales (…) Por el etnocidio, el imperialismo da paso a la ley del
Imperio, a la única esfera política de entendimiento humano. (…) La ley se
escribe en la piel de los insubordinados”.[9]
Resulta evidente, pues,
que a inicios de la década de 1930 El Salvador vivía un complejo panorama de
disputas políticas y culturales, entre
estas el encubrimiento de lo indígena en la sociedad y la nacionalidad salvadoreña, que venían manifestándose con intensidad
creciente desde el decenio anterior, y que desembocarían en su punto más
álgido, años más tarde, en la Guerra Civil de los años 1980, al costo de
millares de víctimas entre combatientes de ambos bandos y la población civil.
Como lo señaló el Informe de la Comisión de la Verdad que
investigó las violaciones flagrantes a los derechos humanos en este conflicto,
la sociedad salvadoreña había alcanzado el paroxismo de la locura[10]. Rastrear los orígenes de esa locura exige
buscar mucho antes del inicio de la guerra, más de 60 años atrás: no para
desentrañar en la matanza causas
inmediatas del conflicto armado, sino el
germen de problemáticas que solo al cabo del tiempo alcanzarían sus contornos
definitivos.
Es por eso que nos parece conveniente analizar el etnocidio de 1932 desde un marco
de interpretación y contextualización amplio, que muestre los múltiples
factores -histórico-políticos,
económicos, sociales, geopolíticos y especialmente étnicos- que se conjugaron
en el desenlace de los acontecimientos. Tomando en cuenta lo anterior, en este
artículo nos proponemos exponer tres perspectivas de interpretación –por
cierto, no las únicas posibles- sobre la
Matanza de 1932.
CRISIS DE LA REPÚBLICA LIBERAL OLIGÁRQUICA
Un primer aspecto a
considerar es el que relaciona el
etnocidio con la situación política y económica de El Salvador en el escenario
de la crisis del liberalismo oligárquico centroamericano de principios de los
años treinta.
Como se sabe, el
liberalismo en Centroamérica encontró su período de auge en las décadas finales
del siglo XIX cuando, bajo la égida de los principios de orden, progreso y laissez faire, una nueva generación de
élites vinculadas a Europa por sus negocios de agroexportación (café, primero,
y más tarde banano) y por la emulación de sus patrones y modelos culturales y
estéticos, emprendieron una serie de reformas políticas tendentes a forjar
Estados-nación modernos (lo que supuso la invención
de la identidad nacional[11]),
con sistemas políticos republicanos y constitucionales. Estas reformas
perseguían el objetivo de ajustar, de alguna manera, el tiempo de las sociedades
centroamericanas –todavía organizadas según los grandes ejes de la
administración colonial- al tiempo de la modernidad europea, y más
específicamente, de los circuitos comerciales de la economía-mundo.
De tal suerte, los
liberales promulgaron constituciones y leyes que definieron los límites del
poder estatal centralizado, afectaron las formas de propiedad y tenencia de la tierra, y regularon la
explotación de la mano de obra. Además, crearon y fortalecieron instituciones
que articularon los nuevos tipos de relaciones sociales y económicas requeridas
por el emergente capitalismo-periférico, y disciplinaron la cultura popular
según los cánones hegemónicos del nuevo orden. En la práctica, esto provocó el desplazamiento de las fuerzas y
caudillos conservadores y de la Iglesia Católica, sectores que había acumulado
mucho poder durante las décadas previas. Pero no fueron los únicos perdedores.
Al respecto, Elizabeth Fonseca señala:
“El orden y el progreso, tal y como eran
entendidos por los liberales, tuvieron un alto costo social y político, porque
la mayor parte de la población centroamericana fue excluida de sus beneficios,
y más bien tuvo que realizar grandes sacrificios. Tal fue, principalmente, el
caso de los indígenas y del campesinado ladino, quienes debieron aceptar la
abolición de las tierras comunales y fueron compelidos a dar prestaciones
forzosas de trabajo”. [12]
Ahora bien, las
primeras cuatro décadas de la historia centroamericana en el siglo XX, que nos
interesan particularmente en este análisis, pueden estudiarse bajo el signo de
lo que se denomina como crisis de la república liberal oligárquica y, en
particular, de su modelo agroexportador, el cual propició un crecimiento
económico empobrecedor, es decir, que producía riqueza pero la concentraba en
una sola clase social en detrimento de las otras.
El desarrollo de este
modelo en la región tuvo como resultado la formación de sociedades
caracterizadas por, al menos, cuatro rasgos esenciales: la concentración de
poder en manos de las nuevas elites
(terratenientes, empresarios cafetaleros, comerciantes, banqueros y
burócratas), la expropiación ilegítima del campesinado indígena, la violencia
de las instituciones políticas y la polarización social[13].
En el caso de El
Salvador, Pérez Brignoli[14]
señala que las razones de esa polarización deben buscarse “en la expropiación completa de las comunidades indígenas y ladinas, una
población densa y concentrada, y un proceso de aculturación más avanzado ya
desde la época colonial”, lo que permite comprender por qué la reacción de
los terratenientes y oligarcas, a través de la
matanza, fue “más rápida, violenta y
articulada que en cualquiera de los demás países” centroamericanos.
En general, se trató de
un período en el que la división internacional del trabajo impuso las
condiciones de existencia de Centroamérica en el sistema mundial del comercio,
a saber, como región productora de café y banano, y receptora de capital
extranjero, con todo lo que esto implicaba en la configuración de las
relaciones sociopolíticas a lo interno de cada país. Como lo describe Alcides
Hernández:
“estos países se especializaron en
la producción de productos de alta productividad y se alinearon con la tesis de
las ‘ventajas comparativas’, consistente en la reducción de costos mediante la
explotación de la abundante fuerza de trabajo y de las condiciones naturales
del suelo y del medio tropical. Las condiciones productivas fueron
complementadas con el concomitante ambiente político, el que fue moldeado y
adecuado a las exigencias de los grupos económicos que controlaban el proceso
de producción de estos bienes”.[15]
No sorprende, entonces,
que al sobrevenir la crisis económica del sistema capitalista mundial de 1929,
en Centroamérica se abriera “un largo
paréntesis de estancamiento económico y social con agudos efectos sobre el
sistema político”, exacerbado por “la rigidez de este último y el reforzamiento
de la dominación oligárquica”[16].
Los términos del intercambio
comercial alcanzaron su punto más bajo precisamente en el año de la Matanza y no se verificaría una
recuperación sino hasta finalizada la Segunda Guerra Mundial. Edelberto
Torres-Rivas señala que “en el período comprendido entre 1930 y 1945,
en general, no aumentó ni la capacidad productiva interna ni se diversificó la
exportación, y los precios del café sufrieron durante los años 30 el descenso
más violento y persistente de toda su historia”[17].
Lo dicho ilustra cabalmente la situación de estancamiento
antes señalada y que, con diferencias relativas, configuró un panorama de
desempleo, reducción del comercio en las ciudades, crisis agraria, abandono de
los cultivos, desalojo de tierras y desocupación campesina en toda la región.
En El Salvador, la falta de
mecanismos alternativos de compensación
ante la crisis y las erráticas decisiones políticas del Estado, se
conjugaron para intensificar el malestar social de los trabajadores urbanos y
rurales, desde la década de 1920 y hasta el levantamiento de 1932. La caída del
85% de las exportaciones de café, y sus consecuencias en los años posteriores a
1929, desnudaron la dependencia y vulnerabilidad de la economía salvadoreña, y
de modo particular, el carácter autoritario y represivo de las relaciones laborales
en el país. Sobre esta problemática, Salazar Valiente dice:
“Desde los años 1929 y 1930 la
lucha de clases, la agitación popular, la desesperación, se intensifican, por
los efectos de la crisis. Se agudiza la desocupación. Se generaliza la falta de
pago de salarios. La miseria llega a niveles extremos. La provocación de
algunos finqueros contribuye a agravar el malestar del pueblo. Los choques
entre los proletarios y semiproletarios rurales y la Guardia Nacional menudean
y presagian graves acontecimientos”.[18]
Por otra parte, lo que
se revelará como el fracaso de los liberales en la conformación de
Estados-nación homogéneos –con la excepción de Costa Rica- y la persistencia de
sociedades fragmentadas y, en buena medida, segregadas culturalmente, trajeron
nefastas consecuencias para los pueblos centroamericanos. En términos
políticos, por ejemplo, eran frecuentes el fraude electoral, la exclusión de
amplios sectores de la población de la participación política, la violación de
las garantías individuales y de asociación, los golpes de Estado, las
dictaduras y el uso de las fuerzas policiales y los ejércitos para contener el
descontento social[19].
Así, la década de 1930 se convirtió en la antesala de las dictaduras militares
que desolarían estas tierras por más de 50 años. Al respecto, explica
Hernández:
“Las similitudes entre la política
del fascismo en Europa y el comportamiento de los caudillos del istmo, han sido
observadas por los analistas del mundo. León Cortés en Costa Rica (…) exhibió
marcados sentimientos pro nazi y seleccionó a un alemán, Max Effinger, como uno
de sus principales asesores. Las camisas azules de Somoza [Nicaragua], fueron una copia consciente de las Camisas
Negras de Mussolini; los gobiernos de Ubico [Guatemala], Martínez [El Salvador] y
Somoza, se encontraron entre los primeros en reconocer a Franco en España”. [20]
En un contexto
socioeconómico y político como el antes descrito, cada vez más dominado por la
confrontación, la pobreza y el
desempleo, la excepción a las formas políticas autoritarias del liberalismo
salvadoreño fue un corto paréntesis democrático-electoral con los gobiernos de
Pío Romero Bosque (1927-1931) y de Arturo Araujo (enero a diciembre de 1931).
Ambos sufrieron la contradicción entre su origen de clase –burguesía agraria- y
sus ideas y práctica política, que
dieron mayor espacio de participación a algunos sectores sindicales, clases
medias e intelectuales, pero no a los indígenas. Entre los intelectuales
destacó, junto al presidente
Araujo, Alberto Masferrer y su doctrina
del Minimum vital, en la que proponía
“un límite para el que domina y atesora,
y un mínimo de necesidades que el trabajador debe tener satisfechas (vivienda,
justicia, salario adecuado)”[21].
Para Araujo, sin
embargo, el mandato sería fugaz. El sombrío escenario de la crisis económica y
su impacto en los sectores rurales; la represión de las luchas indígenas,
campesinas y urbanas, en las que ya participaba el Partido Comunista; la
imposibilidad de hacer frente al pago de los salarios de los empleados
estatales y militares; y la pérdida definitiva del volátil apoyo de la
burguesía cafetalera y terrateniente, crearon las condiciones para que un
sector de las Fuerzas Armadas se sublevara y llevara al poder al Secretario de
Guerra: el general Hernández Martínez, “un
teósofo ladino, especialmente adiestrado en el arte teatral (…), un criminal y
frío genocida”[22].
En diciembre de 1931, la situación del gobierno de facto era esta:
“El nuevo gobierno surgido del
golpe de estado necesita el apoyo de la burguesía y los terratenientes, el
reconocimiento de los Estados Unidos (ningún país ha reconocido el régimen), la
eliminación de toda posibilidad de que regrese al país el presidente
constitucional Araujo, la liquidación de la lucha obrero-campesina y la implantación
del ‘orden’. Hernández Martínez se propone lograr tales objetivos mediante un
funesto plan, cuyo punto central consiste en masacrar a la población,
principalmente del campo [y por lo tanto, indígena], y sembrar el terror”. [23]
Desde esa perspectiva
instrumental, la matanza cumplió sus
objetivos, puesto que tras un impasse
de desconcierto colectivo por lo ocurrido entre enero y febrero de 1932, “la burguesía, como clase en su totalidad,
los terratenientes y amplios sectores de las capas medias, que antes se
identificaban con las luchas agrarias y el movimiento obrero, le dan un
respaldo contundente al dictador en ciernes”.[24]
Además, el etnocidio tuvo
un efecto de demostración para
los grupos dominantes de Centroamérica, a quienes la potencialidad de las masas
insurrectas alertó sobre la necesidad de actuar para evitar que el
levantamiento salvadoreño tuviese un efecto multiplicador en los demás países
(recuérdese que, por entonces, en Nicaragua se encuentra en curso la guerra de
liberación nacional comandada por Augusto César Sandino, contra la ocupación
estadounidense). A partir de la masacre, todas las élites gobernantes
reaccionaron, aunque de muy diversas
maneras, para garantizar la defensa del orden liberal agonizante, a saber, el
de lo que Pérez-Brignoli define como “un
inmenso monólogo de las clases dominantes consigo mismas”[25].
Así, mientras en
Guatemala, en 1933, el gobierno del general Ubico ordenó el fusilamiento de
centenares de dirigentes sindicales, políticos y estudiantes, acusados del
delito de agitación social; en Nicaragua, en cambio, la oferta de tierras a los
campesinos que combatieron con Augusto César Sandino en la lucha contra los marines estadounidenses fue uno de los
factores que permitieron la pacificación del país en 1934 (antes del asesinato
del líder nacionalista y antiimperialista); y en Costa Rica, ese mismo año, una
huelga masiva de trabajadores bananeros de la United Fruit Company (UFCO)
obligó al gobierno a negociar una salida institucional al conflicto. Sin
embargo, más allá de los matices, “en última instancia los gobiernos
centroamericanos procedieron con el más puro instinto oligárquico”[26].
IMPERIALISMO Y (ANTI)COMUNISMO EN LA COYUNTURA DE 1932.
La segunda dimensión
interpretativa es la que asocia los
hechos de 1932, en especial su marcado anticomunismo, con las tendencias y
características con que se expresó el proyecto imperialista de los Estados
Unidos en América Central y el Caribe, en el período que va de la guerra
hispano-cubana-estadounidense a la Segunda Guerra Mundial. En este tiempo, la
progresiva penetración del capital extranjero norteamericano desplaza al
capital británico y asume, de esta manera, el control fáctico de la economía
regional y de sus sistemas políticos.
Como lo reseñamos
antes, las élites centroamericanas hicieron de
la solución anticomunista –ese
artefacto de encubrimiento y aniquilación de la diversidad y pluralidad en
nuestras sociedades- un efectivo mecanismo de preservación del statu quo y de las grandes
coordenadas geopolíticas en las que ya
se inscribía la región desde principios del siglo XX, granjeándose así el
reconocimiento y apoyo de los Estados Unidos, en momentos en que el
enfrentamiento entre el occidente capitalista y la amenaza internacional del comunismo soviético atizaba el conflicto
ideológico continental.
En el discurso oficial, la furiosa represión
militar-oligárquica contra indígenas, trabajadores y dirigentes políticos fue
justifica en la necesidad de contener dos nuevos referentes de las
movilizaciones populares durante las décadas de 1920 y 1930: el
antiimperialismo y el comunismo, que cobran inusitado auge en Centroamérica, y
en América Latina, en general. Recuérdese que en estos años se fundan los
partidos comunistas de Argentina (1918), México (1919), Uruguay (1920), Brasil
(1921), Chile (1922), Cuba (1925), Perú (1929), El Salvador (1930) y Costa Rica
(1931)[27].
Gracias
al despliegue intelectual y político de figuras como el chileno Luis Emilio
Recabarren, el cubano Julio Antonio Mella, el peruano José Carlos Mariátegui o
el salvadoreño Agustín Farabundo Martí, y a sus aportaciones específicas al
pensamiento latinoamericano desde el marxismo-leninismo, “se colocó en un primer plano el problema del estado y la burguesía; el
del imperialismo y el capital monopólico; el del estado imperial, el poder, la
liberación nacional y la revolución social; el de un nuevo estado de base
obrera y campesina, de una economía socialista y hegemonía proletaria”.[28]
En Centroamérica, las luchas antiimperialistas
se expresaron, además, con un marcado perfil antioligárquico, dadas las
condiciones políticas, económicas y culturales de la formación de nuestras
sociedades, y bien puede afirmarse que configuraron un auténtico clima de época, estimulado por la gesta
liberadora del Ejército Defensor de la Soberanía Nacional de Nicaragua,
comandado por Sandino entre 1927 y 1934:
la épica del pequeño ejército loco
involucró en una misma causa e identidad
(nacionalista-latinoamericanista-antiimperialista), aunque no por ello exenta
de conflictos y limitaciones, a combatientes internacionalistas, intelectuales,
trabajadores, sectores de clase media, organizaciones políticas y numerosos
comités de apoyo de muy variado origen social en toda América[29].
El Salvador no fue
ajeno a este proceso. Aldo Lauria y Jeffrey Gould aportan valiosos elementos
para bosquejar un retrato del antiimperialismo salvadoreño, pues sostienen que
el intervencionismo estadounidense en la región “contribuyó significativamente al surgimiento de discursos y
organizaciones reformistas y revolucionarias”; además, destacan que los obreros y
estudiantes lograron “vincular el nacionalismo y antiimperialismo con otras
luchas relacionadas con salarios, alquileres, tarifas eléctricas, préstamos
extranjeros y tarifas de ferrocarril más favorables”, al punto de que “miles
de salvadoreños provenientes de diversos sectores asistieron a las marchas
antiimperialistas convocadas por el movimiento, que para 1929 mostraba una
clara conexión con las organizaciones de izquierda”.[30]
No en vano Pablo
González Casanova, en su clásico estudio sobre el imperialismo y las luchas de
liberación de los pueblos latinoamericanos,
destaca el levantamiento popular de 1932 como el primer intento de una
insurrección antioligárquica y antiimperialista, caracterizada por “un fenómeno real de acercamiento y acción
común de los peones de las plantaciones, los indios, los obreros y los
comunistas”[31].
Ahora bien, la
inserción de El Salvador en el
proyecto imperialista había iniciado prácticamente desde principios del siglo
XX, luego de que el triunfo en la guerra contra España (con la consecuente
apropiación de Cuba y Puerto Rico) elevó a los Estados Unidos a la categoría de
potencia hegemónica en el continente. El mecanismo fue la penetración del
capital estadounidense, que permitió que entre
1913 y 1930 sus inversiones en el país centroamericano pasaran de 3
millones de dólares a 34,7 millones de dólares[32].
Esto
implicó, a su vez, una mayor dependencia de la economía salvadoreña con
respecto de la economía norteamericana. Así, por ejemplo, entre 1913 y 1920,
las exportaciones salvadoreñas al
mercado estadounidense registraron una importante caída: pasaron del 28,4% al
4,2% del producto exportado; en cambio, las importaciones crecieron de 40,4% a
un 61,9%[33].
Es decir, en la medida en que El Salvador abría sus puertas al capital
extranjero, su economía nacional experimentaba un franco debilitamiento, lo
que supuso, con el paso del tiempo, una subordinación cada vez mayor del Estado
oligárquico y de la burguesía agraria a los intereses geopolíticos y económicos
de los Estados Unidos.
El cambio en el dominio
hegemónico sobre Centroamérica, que pasaba del imperio británico al imperio
estadounidense, estaba en camino de consumarse: entre 1913 (un año después de
la ocupación de Nicaragua por parte de los marines)
y 1929, “las exportaciones hacia los Estados Unidos se incrementaron
cualitativamente, mientras las exportaciones desde ese mismo país hacia
Centroamérica se duplicaron. En el caso de El Salvador, las importaciones de
los Estados Unidos se cuadruplicaron”.[34]
Como puede apreciarse,
se trata de un período clave en el desarrollo del imperialismo y sus formas de
control e intervención en América Latina: de 1890 a 1914, Estados Unidos ha
consolidado su base industrial y económica;
y a partir de 1914 y hasta 1929, el ascenso de su dominación será
inobjetable, merced al desarrollo de los grandes monopolios, el despegue de su
sistema financiero y las inversiones directas como instrumento de control sobre
nuestros países[35].
En el caso de Centroamérica
y el Caribe, su destino se vinculará irremediablemente a los dictados de la
política exterior norteamericana. En 1918, mientras Estados Unidos ejercía un
control colonial sobre Cuba y Puerto Rico, administraba el Canal de Panamá y
ocupaba Nicaragua, Haití y República Dominicana, el historiador norteamericano
Dana G. Munro apuntaba que, a partir de entonces, para la potencia imperial
sería imposible permanecer indiferente“cuando
complicaciones internacionales amenazan con afectar la situación militar o el
estado político de los países cercanos a estas posesiones. La doctrina Monroe,
como aplicación a los trópicos americanos, se ha vuelto, en consecuencia, más
que nunca, una indispensable política nacional”.[36]
Una década después de
que Munro escribiera estas líneas, el capital estadounidense ya estaba presente
con gran fuerza en El Salvador, en inversiones en minería de oro y plata como
la Butters Salvador Mining Co., la New York Mining Co., la Compañía Minera de
Oriente y la Compañía Minas Montecristo Inc. S.A. Además, en la construcción de
ferrocarriles que formaban parte de un ambicioso proyecto continental que
databa de 1891: por un lado, el desarrollo de una vía férrea íntimamente relacionada con la construcción
de un canal interoceánico en Nicaragua y el establecimiento de una base naval
en el Golfo de Fonseca; y por el otro, “la
búsqueda de una salida al Atlántico, empalmando con el ramal Guatemala-Puerto
Barrios, manejado por la compañía norteamericana International Railways of
Central America en el cual la UFCO tenía un 43 por ciento de las acciones”.[37]
En El Salvador, al
igual que en el resto de América Latina, las élites gobernantes, empresariales
y de la vieja oligarquía agraria, fueron
–y lo son todavía- los principales agentes de la integración al imperialismo.
Así que era normal que esas
concesiones se otorgaran a algunos de los prominentes hombres de negocios
salvadoreños, que después desaparecían de las juntas directivas y las listas de
accionistas para ser sustituido por inversionistas extranjeros.
Paralelo a este
fenómeno de penetración del capital norteamericano y su maridaje con las
burguesías criollas, en El Salvador se registró un aumento en los niveles de
corrupción y concentración de la tierra y el dinero, lo que generó un creciente
malestar entre la población. Como explica Fumero, “el descontento con las políticas entreguistas al capital extranjero se
reflejó en la formación de diversos movimientos sociales que fueron reprimidos
por la ‘Liga Roja’, una organización paramilitar cuyo objetivo fue controlar la
oposición al régimen [la dinastía de los Quiñones Meléndez, que gobernó de
1913 a 1927] por medio de la violencia y
el terror”[38].
Paulatinamente, ese malestar
adquirió formas de organización más complejas, especialmente entre los obreros,
ya que las organizaciones rurales-campesinas fueron prohibidas y reprimidas
sistemáticamente (en el campo, la resistencia se articuló a partir de núcleos
más tradicionales, como las cofradías indígenas); pero en general, un amplio
movimiento popular ganó en fuerza social
y en conciencia política desde de la década de 1920, que “fue testigo de la ruptura de los pocos lazos paternalistas que unían a
la población rural pobre con los terratenientes y agricultores más acaudalados”.[39]
En 1924, por ejemplo,
con amplia participación de sindicatos y de artesanos, jornaleros de las
ciudades, ferrocarrileros y peones de las plantaciones cafetaleras, se fundó la Federación Regional de
Trabajadores de El Salvador, que a su vez era parte de la Confederación Obrera
Centroamericana. En pocos años, la
Regional –como se le conoció- desarrolló una política de reivindicaciones
sociales y económicas que le atrajo numerosos agremiados, a partir de lo cual
logró proyectarse a nivel nacional. En este contexto, afirma Salazar Valiente, “la lucha de clases de los años veinte, que
desde un principio se inscribe en el movimiento mundial de la clase
trabajadora, crea las condiciones para la fundación del Partido Comunista
Salvadoreño, que tiene lugar en marzo de 1930”.[40]
El nuevo partido se
forjó bajo el liderazgo de Agustín Farabundo Martí, quien ya en 1925 había
fundado el Partido Socialista Centroamericano y, más tarde, se desempeñó
durante algunos años como secretario personal de Sandino en su guerra
antiimperialista y de liberación nacional en Nicaragua. En poco tiempo, los
profundos desencuentros del novel Partido Comunista con los gobiernos
reformistas y la élite agroexportadora y comercial, provocaron una escalada en
la crisis política de El Salvador, lo que preparó el escenario para el golpe de
estado del General Hernández Martínez.
De esta manera, con la
ruptura del orden constitucional y la trampa de unas elecciones amañadas donde
todos los triunfos del Partido Comunista fueron anulados; con la detención y fusilamiento de los
principales dirigentes comunistas (entre ellos el propio Martí y los
universitarios Alfonso Luna y Mariano Zapata), y la provocación permanente del
gobierno hacia las masas hambrientas y desempleadas, todos los elementos para
desatar la matanza estaban
preparados. González Casanova ofrece en una acertada síntesis de la situación:
“La oligarquía y el imperialismo
se prepararon para la guerra de clases (…). El dictador se afanó en exacerbar
deliberadamente al pueblo para llevarlo a una batalla que tenía de antemano
perdida. En provocación calculada hizo asesinar a un famoso dirigente. La
provocación tenía como meta el genocidio (…). ‘Los campesinos habían llegado a
un estado de desesperación tal, que aún los líderes más queridos no podían
encauzar correctamente las variadas muestras de espontaneidad que afloraban día a día’. El dictador se negó a
todo acuerdo posible. En un intento de aplacar su ira, los líderes [del Partido Comunista]
lograron entrevistar al secretario
particular y éste les contestó con burla aciaga, en una miserable
teatralización del destino: ‘lo que procede es enfrentar la situación. Si los
guardias y soldados tienen fusiles que disparar, también los trabajadores
tienen machetes que desafilar’”.[41]
Si bien en la
historiografía y los estudios políticos salvadoreños y latinoamericanos se ha
verificado un amplio debate en torno al papel que desempeñó el Partido
Comunista en la coyuntura de 1932,
especialmente entre quienes sostienen opiniones a favor y en contra de
las posibilidades reales de emprender
una revolución en aquellas condiciones, aquí coincidimos con la interpretación
que pone énfasis en el desbordamiento
al que se enfrentó el Partido en los meses previos al etnocidio. Es decir, la
dirigencia comunista fue avasallada: por un lado, por la incontrolable insurrección popular, campesina e indígena; y
por el otro, por los planes militares, la reacción oligárquica y el apoyo
estratégico del imperialismo. En ese sentido, resaltamos las palabras de
Salazar Valiente cuando asegura que aunque el Partido “había realizado serio trabajo político en sectores del pueblo y aun en
algunos segmentos del ejército, en el momento decisivo no le quedó otra
alternativa que decidirse a acompañar a las masas en el holocausto”.[42]
Asimismo, es necesario
hacer hincapié en el uso político y criminal del anticomunismo por parte del
general Hernández Martínez: no solo porque se apeló al peligro rojo para barnizar de legítima y necesaria la matanza, sino porque proveyó el
elemento geopolítico indispensable para buscar el reconocimiento político del
gobierno golpista por parte de los Estados Unidos.
Este artilugio fue
denunciado tan temprano como en febrero de 1932, cuando el escritor
costarricense Octavio Jiménez publicó una de sus Estampas en la revista Repertorio
Americano, en la que, a partir de la información que circulaba por medio de
las agencias cablegráficas, advirtió lo siguiente:
“Lo de comunistas es la invención
del Gobierno para justificar fuera de El Salvador la matanza. Leamos los
relatos de los sucesos. ¿Quién no adivina por ellos que la consigna de las
tropas era ametrallar a cuanto trabajador, a cuanto campesino apareciera y por
los poblados y los campos? Abultar, hacer sentir en el exterior que el país
estaba amenazado de la destrucción planeada por los comunistas. Presentar al
Gobierno lleno de resolución firme de acabar con el brote comunista. (…) El
Gobierno de El Salvador o sus consejeros (…) han debido contar todos por igual
con el temor nacido en el Departamento de Estado con la aparición del comunismo
salvadoreño”.[43]
Un apunte final sobre
el tema nos muestra que, más allá de los pulsos diplomáticos, la matanza fue tolerada y debidamente
tutelada por la potencia imperial. Tres días antes de la insurrección, mientras
se preparaba el asesinato masivo de miles de salvadoreños por el delito de sufrir hambre, defender ideas
políticas o ser indígenas en una sociedad culturalmente esquizofrénica, tres
buques de guerra fondearon en el puerto de Acajutla a la espera del fatal
desenlace: “el ‘Rochester’
norteamericano, el ‘Skeene’ y el ‘Vancouver’, ingleses. Los barcos habían
estado todo el tiempo listos para intervenir en caso de que los militares
mestizos fallaran en la guerra de ametralladoras y machetes. Al triunfo de
Maximiliano Hernández se retiraron”. [44]
EL
INDIO/COMUNISTA: LA INVENCIÓN DEL
ENEMIGO INTERNO.
La última perspectiva
de nuestro análisis destaca el trasfondo indígena que subyae a la masacre
salvadoreña, lo que se advierte tanto en las razones invocadas por sus
ejecutores (militares/oligarquía/imperio), como en los relatos y discursos que
se elaboraron para justificarla, para silenciar
su memoria o para impugnar la barbarie. Consideramos que un eje conductor que
debería orientar todo acercamiento a los hechos de 1932 es la tesis en la que
coinciden varios investigadores, y que Virginia Tilley expone con claridad
cuando sugiere que la matanza no debe ser vista solo como:
“una revuelta campesina con un ángulo racial
sino como la última convulsión de la rebelión indígena contra el colonialismo.
Para 1931 los indígenas estaban perdiendo rápidamente sus parcelas, su ingreso
de subsistencia e incluso las modestas compensaciones del clientelismo ladino,
al mismo tiempo que el sistema de peonaje por deudas transfería la tierra a los
ladinos. El movimiento comunista solamente proporcionó el fósforo que dio fuego
a este material combustible de resentimiento étnico”[45].
No obstante lo
anterior, solo hasta fechas muy recientes las nuevas investigaciones, con base
en un intenso trabajo de recolección de fuentes escritas y testimoniales olvidadas, se han ocupado del asunto
haciendo énfasis en el problema indígena y cultural de El Salvador para los
años 1920 y 1930. Es probable que el peso de la dicotomía
capitalismo/comunismo, que cobró sus víctimas en el occidente salvadoreño, haya
influido a través del tiempo en el tratamiento del tema. Restituir el lugar
primordial de la cuestión indígena en
el estudio de la masacre nos parece fundamental, no solo por una evidente deuda
con la memoria histórica, sino por la necesidad de hacer visibles a los invisibles que, a lo largo de la historia de
nuestros pueblos, han soportado el peso mayor de los rigores y abusos de la
dominación.
Si bien las narraciones
sobre 1932 son diversas, y sus acentos están determinados por la naturaleza de
las fuentes, su perspectiva ideológica y el registro desde el cual se relata lo
sucedido, cuatro hechos nos parecen
significativos en tanto revelan el contexto cultural y étnico que se vivía
entonces. Uno, que donde primero se denunció la barbarie cometida contra
poblaciones indefensas fuese en Costa Rica, en la revista Repertorio Americano, y no El Salvador, donde la aparente amenaza comunista y la manipulación de
los reportes de noticias, operaban como elementos totalizadores para formular
cualquier explicación de lo ocurrido.
A Octavio Jiménez le
cabe el mérito de ser “el primer
centroamericano que denunció la matanza de civiles indefensos”[46],
pues aunque a través de sus Estampas
inicialmente se solidariza con la situación política de El Salvador posterior
al golpe de Estado (diciembre de 1931), en tanto entiende que allí se libra una
batalla contra el imperialismo norteamericano, que amenaza con no reconocer al
gobierno de facto, luego rectifica su posición y, entre enero y febrero de
1932, escribe:
“¿Quién tendrá memoria mañana de
la matanza de El Salvador? (…) Es
necesario ser honrado y no desorientarse. En El Salvador ha ocurrido un crimen
grande. Pensemos seriamente en lo que significa ametrallar poblaciones
desarmadas (…). Contra un pueblo que nadie sabe si en realidad se amotinó o se
le arreó al matadero, lanzaron la soldadera estúpida para que destruyera, para
que hiciera héroes de unos muñecos adueñados del Poder. Cuando las generaciones
futuras revisen la historia de El Salvador pasarán por estas páginas de Febrero
de 1932 con dolor e indignación. En el relato de tanto crimen no puede el
espíritu honrado dejar de dar su juicio severo y condenatorio”.[47]
El segundo hecho es la
invención de etiqueta identitaria –y
estigmatizadora- indígena/comunista y viceversa, que funciona en el contexto
salvadoreño como categoría de interpretación política. Lara Martínez sostiene
que “en gran variedad de documentos de la
época, indio y comunista son términos sinónimos. (…) Todo discurso que comienza
incriminando a los comunistas, acaba por implicar a los indígenas”[48].
Sin embargo, la
falsedad de este razonamiento, realizado desde las estructuras del poder, ha
quedado en evidencia con los últimos hallazgos, que sugieren una influencia más
bien relativa del Partido Comunista en la movilización indígena, y en contraposición,
factores como los conflictos culturales entre indígenas y ladinos cobrarían importancia. Por ejemplo,
Lauria y Gould consideran que:
“Particularmente en las zonas en las cuales los indígenas
y ladinos vivían unos al lado de otros, la movilización generalmente parecía
ser un movimiento indígena, y tras la insurrección, los ladinos pobres se
convertían en reclutas voluntarios de las fuerzas de represión. En otros
lugares, tales como extensas regiones de los departamentos de Ahuachapán y La
Libertad, la evidencia sugiere que los procesos históricos de concentración de
la tierra y relaciones laborales fomentados por el auge cafetalero, así como
las formas peculiares de conciencia de los exmiembros de las comunidades
indígenas, crearon una apertura hacia las alianzas con los militantes
izquierdistas”[49].
Igualmente, aseguran que en el
suroccidente de El Salvador, la zona rebelde más importante durante 1932, “encontramos que el patriarcado indígena se
enfrentó con el problema del creciente contacto, en ocasiones coercitivo, del
terrateniente ladino con las mujeres indígenas. Es más, la violencia era una
dura realidad que la familia campesina y la vida comunitaria enfrentaban,
predisponiendo a los campesinos a responder violentamente ante amenazas o
enfrentamientos”.[50]
Otro elemento a
considerar, según lo refieren estos autores, es la actuación de las
organizaciones culturales indígenas, como Los
Abuelos en Nahuizalco, dedicadas a
proteger las tradiciones, la autonomía política y las tierras de
propiedad comunal, y que entraron en contacto con organizaciones de izquierda
–como el Socorro Rojo Internacional- desde los años 1920. De esta manera, “aunque los militantes de izquierda no
apoyaban las demandas específicamente en pro de los indígenas, su atractivo se
basaba en sus formas no racistas de interacción diaria y en su lenguaje amplio,
igualitario y emancipatorio, que los indígenas interpretaban como apoyo a sus
derechos políticos, económicos y culturales”.[51]
En directa relación con
la invención de la etiqueta
indígena/comunista, encontramos el tercer hecho: el terror contenido en las
representaciones de lo indígena,
re-construidas y difundidas en la mayor parte de los medios de prensa y la
producción literaria inmediata a la
matanza, lo que constituye un elemento central en la gestación del
imaginario social cultural dominante.
Diversas
investigaciones demuestran que en los diarios más afines al gobierno y a los
grupos hegemónicos salvadoreños, como El
Día y La Prensa, abundaban las “descripciones de crueldad y violencia
consistentes con las pesadillas mestizas del supuesto salvajismo indígena”, que posicionaban en el sentido común las imágenes de indios/borrachos, o de
indios/terroristas/comunistas que atacaban los cuarteles, aduanas, y a los
policías les sacaban “los ojos,
colocándoles cabos de puro en los huecos sangrientos”. [52]
El terror asociado con
los indígenas se convierte en una poderosa matriz productora de discursos
dirigidos a una población urbana no-indígena (ladinos, “blancos”, élites
políticas y económicas), de tal suerte que al referirse a las víctimas de la
rebelión las descripciones se realizaban “puñalada
por puñalada, violación por violación, con lujo de detalles, individualizando a
cada una de las víctimas”, mientras que la muerte de indígenas y campesinos
-la mayoría de quienes fueron asesinados por el terror de Estado- se informaba
de modo muy general, con frases como “se
incinera gran cantidad de cadáveres de comunistas en todos los lugares en donde
fueron reprimidos los levantamientos”.[53]
Lo mismo se aprecia en los relatos
oficiales de la masacre, como el libro Los
sucesos comunistas en El Salvador, comisionado por el gobierno del general
Hernández Martínez al periodista Joaquín Méndez, y cuyo empeño narrativo está
orientado a reproducir las imágenes y estereotipos del terror, y a darle forma
material –con evidente intención política- a la pesadilla indígena y comunista de la oligarquía y las clases medias
salvadoreñas. En esta obra, como lo explica Lindo Fuentes, son frecuentes “las historias de hordas de individuos
descontrolados que recorrían las calles principales de los pueblos blandiendo
machetes y gritando ‘viva el Socorro Rojo Internacional”; las expresiones
del tipo “raza conquistada”, que
reflejan hondos prejuicios culturales; o representaciones de los indígenas como
“criaturas fanáticas, a veces mansos y a
veces salvajes, siempre deseando poseer a la mujer ladina”.[54]
En otro escenario geográfico y
político-cultural, como la Guatemala de 1946 gobernada por Juan José Arévalo,
el terror indígena/comunista fue utilizado una vez más como herramienta de
manipulación política. En momentos en que el gobierno avanzaba en sus reformas
políticas y legales, orientadas a crear y consolidar mayores libertades para la
población, la derecha opositora echó mano del expediente étnico y del inicio de
la Guerra Fría, y encargó a Jorge Schlesinger la redacción de un libro donde
los acontecimientos de 1932 en El Salvador fuesen presentados como una moraleja
para la sociedad guatemalteca, mayoritariamente indígena pero dominada por la
élite blanca y ladina. Así, en su libelo
Revolución Comunista. ¿Guatemala en peligro...?, Schlesinger difunde entre el público de su
país la imagen de los indígenas como una amenaza inminente para la estabilidad
social y cultural de la nación blanca:
“En los corazones de la raza vencida y humillada, germinan
los sentimientos de odio y de venganza, y al sonar la hora de las
reivindicaciones, desaparece la cultura efímera que ha cubierto con un barniz
superficial los instintos bárbaros y salvajes; entonces se presenta en toda su
ferocidad, el indio cruel de antaño, y su machete afilado siega vidas y
destruye bienes.”[55]
Finalmente, el cuarto
hecho al cual nos referiremos es el encubrimiento del etnocidio por parte del
Estado salvadoreño. La muestra más evidente de esto se encuentra en el discurso
que dio el general Hernández Martínez el 4 de febrero de 1932, con motivo de la
apertura de sesiones de la Asamblea Legislativa. En esa ocasión, el dictador “se refirió a los acontecimientos sin usar
una sola vez la palabra indígena o indio, silenciando cualquier posibilidad de
comprender el carácter étnico del asunto. Esta
extraordinaria omisión era
indispensable para que la única interpretación posible de los acontecimientos fuera la del comunismo”.[56]
En efecto, desde el
comunismo, según declaró el general ante la Asamblea, se urdía un plan
terrorista consistente en la “’destrucción, el incendio, el asesinato de
personas honorables o humildes, de autoridades militares y civiles; el ataque
furioso a los cuarteles; el saqueo de establecimientos comerciales y demás
tropelías semejantes’ llevadas a cabo por ‘hordas desenfrenadas’, [por lo
que] al gobierno no le había quedado otro
camino que reaccionar con dureza”. Aquí, el criterio de validez de toda
acción, aún en contra de los más elementales derechos humanos, era “la protección de la sociedad, la familia y
la propiedad”. [57]
Esta fórmula
ideológica, que se acompañó de la represión política y militar, pretendió
legitimar el etnocidio como acción inevitable ante el peligro que entrañaba el
comunismo para la estabilidad de la nación (sobre todo para los sacros pilares del orden social), y desde entonces se instalaría como una
praxis recurrente por parte de las élites salvadoreñas. Como señala Lindo
Fuentes, “en las décadas siguientes, los
sucesivos regímenes autoritarios usaron estas ominosas medidas preventivas como
principal justificación para sus acciones represivas”. [58]
A MANERA
DE CONCLUSIÓN
La violencia de 1932 en todas sus
formas, reales y simbólicas, fue tal que durante todo el período de la
dictadura del General Hernández Martínez se impuso el silencio sobre lo
ocurrido –por decreto oficial, conveniencia política o temor y vergüenza
social. El tema no sería retomado sino hasta después de la caída del
dictador (1944): con variaciones en la
perspectiva desde la cual se analizaban los hechos, con narraciones e
interpretaciones alternativas, a veces como una moraleja o remedio preventivo contra
el brote comunista –argumento esgrimido,
sobre todo, en coyunturas de polarización social y política-, y en la mayor
parte de los casos, sin ahondar críticamente en las implicaciones étnicas de la
masacre.
Incluso en la actualidad, la matanza permanece como un vacío en la historia del pequeño país
centroamericano. Lara Martínez, por ejemplo, asegura que “en la Biblioteca Nacional de El Salvador se encuentran colecciones
enteras de casi todos los periódicos. No obstante, sistemáticamente, falta el
volumen de ese año clave [1932]. En
el Archivo General de la Nación, en cambio, existen recortes escogidos de los
acontecimientos. (…) De los hechos recobramos retazos aislados, pinceladas
descoloridas, fragmentos desconectados”.[59]
Se trata, no obstante,
de un vacío sobre el que perviven
intensas disputas para completarlo: en
2004, “la página web de la Embajada de El
Salvador en Washington incluía una sección histórica describiendo los
acontecimientos como el primer alzamiento marxista leninista del hemisferio
apoyado y financiado por la Unión Soviética”; y un año más tarde, “en la zona de Izalco, escenario de las
principales confrontaciones, un grupo de reivindicación indígena conmemoró los
eventos como un episodio de conflicto étnico, mientras que, en el mismo pueblo,
el FMLN [Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, hoy en el
gobierno] organizó una actividad
destacando la confrontación de comunistas contra el Estado”.[60]
No fue sino hasta el
2007, al conmemorarse 75 años de la
matanza, y en el marco del Foro
Internacional Sobre el Genocidio y la Verdad El Salvador 1932 - Izalco 2007, que se juramentó una comisión internacional de
notables para investigar la masacre indígena de 1932[61],
sin que hasta la fecha en que se terminó este artículo se tuviera noticia de la
presentación de su informe final.
En el balance general,
concluimos que el etnocidio ordenado por el general Hernández Martínez en enero
y febrero de 1932, y ejecutado por el ejército salvadoreño y grupos
paramilitares al servicio de la oligarquía terrateniente, expresó la cultura
hegemónica de la violencia y el autoritarismo heredado de la colonia, pero que
no se agotaba allí: en el caso de El Salvador, la matanza fue el detonante del protagonismo militar en el sistema
político, que no encontraría una salida negociada sino hasta la firma de los
Acuerdos de Paz de Chapultepec en 1992.
A su vez, esa respuesta asesina
contra los insurrectos, y las justificaciones, discursos y representaciones
sociales que acompañaron este crimen, constituyeron un esfuerzo deliberado del
poder oligárquico para ocultar el ajuste de cuentas del colonialismo interno
con los indígenas –la mayoría de los muertos-, quienes siguen siendo los salvadoreños invisibles: si para
1932 las estimaciones de algunos autores sobre la población indígena oscilaban
entre el 25% y el 35%, para el año 2004, tres lustros después del fin de la
Guerra Civil, un documento oficial del gobierno calculó “que el 10% de la población salvadoreña es indígena, o de origen
indígena”[62].
Y su situación económica no ha cambiado sustancialmente, pues se trata de
pueblos que viven en condiciones de extrema pobreza.
Violencia política y
militar, anticomunismo y exterminio indígena –por guerras o hambre-, denotan,
además, el sometimiento de ese poder
oligárquico y sus formas concretas en el Estado salvadoreño, a la lógica de
acumulación del capitalismo y del imperialismo histórico, dominantes en la
región centroamericana desde inicios del siglo XX.
Hacia el final de la
primera década del siglo XXI, el golpe de Estado ocurrido en Honduras en junio
de 2009 y el renacimiento de un anticomunismo
que se lanza a la cacería o invención de nuevos demonios en la región,
comprueban que el capitalismo y el imperialismo, como factores de dominación
geopolítica y exclusión social, aún
gravitan peligrosamente sobre Centroamérica con la fuerza de los cometas que
van por los cielos devorando mundos. O por la tierra, arrasando pueblos.
San José,
noviembre de 2009.
BIBLIOGRAFÍA CITADA
- Comisión de la Verdad. De la locura a la esperanza: la guerra de 12 años en El Salvador. Informe de la Comisión de la Verdad. San José, CR: Editorial del Departamento Ecuménico de Investigaciones. 1993.
- Dalton, Roque. Antología mínima (selección de Luis Melgar Brizuela). San José, CR: EDUCA, 1998.
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- Galeano, Eduardo. Memoria del fuego. El siglo del viento. México, DF: Siglo XXI Editores, 2000.
- González Casanova, Pablo. Imperialismo y liberación. Una introducción a la historia contemporánea de América Latina. México DF: Siglo XXI Editores, 1991 -9ª edición-.
- Hernández, Alcides. La integración de Centroamérica. Desde la Federación hasta nuestros días. San José, CR: Editorial DEI, 1994.
- Lara Martínez, Rafael. Balsamera bajo la guerra fría. Historia intelectual de un etnocidio. San Salvador: Editorial Universidad Don Bosco. 2009.
- Menjívar, Rafael. Acumulación originaria y desarrollo del capitalismo en El Salvador. San José, CR: EDUCA. 1980.
- Pérez Brignoli, Héctor. Breve historia de Centroamérica. México DF: Alianza Editorial Mexicana, 1989.
- Salazar Valiente, Mario. “El Salvador: crisis, dictadura, lucha... (1920-1980)”, en: González Casanova, Pablo (Coord.). América Latina: historia de medio siglo (II). México DF: Siglo XXI Editores, 2003 -12ª edición-.
- Torres Rivas, Edelberto. Interpretación del desarrollo social centroamericano. San José, CR: EDUCA. 1973 -3ª edición-.
REVISTAS
- Lauria Santiago, Aldo y Gould, Jeffrey L. “Nos llaman ladrones y se roban nuestro salario”: hacia una reinterpretación de la movilización rural salvadoreña, 1929-1931”, en Revista Historia, nº 51-52, enero-diciembre 2005.
- Lindo Fuentes, Héctor. "Políticas de la memoria: el levantamiento de 1932 en El Salvador", en Revista Historia, nº 49-50, enero-diciembre 2004.
INTERNET
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- http://www.fondoindigena.org/apc-aa-files/documentos/items/Informe_el_salvador.pdf
- Martínez, Néstor. “Comisión investigará masacre indígena de 1932”, en Diario Colatino, El Salvador. 26 de enero de 2007. Consultado el 15 de noviembre de 2009. Disponible en: http://www.redh.org/content/view/790/31/
- Tilley, Virginia. “Indígenas: los salvadoreños invisibles”, en: El Faro, 22 de enero de 2009. Consultado el 23 de octubre de 2009. Disponible en: http://www.elfaro.net/secciones/academico/20090122/academico1.asp
NOTAS:
[1] En: Rafael Lara Martínez. Balsamera bajo la guerra fría. Historia
intelectual de un etnocidio. San Salvador: Editorial Universidad Don Bosco.
2009. P. 309
[3] Municipio suroccidental de El Salvador,
perteneciente al Departamento de Sonsonate; junto con el Departamento de
Ahuachapán, son regiones con una importante tradición cultural y predominio
demográfico del pueblo indígena nahuat-pipil.
[4] Para efectos de este ensayo, seguiremos la caracterización
histórico-política tradicional de Centroamérica, que la identifica como la
región conformada por los Estados de Guatemala, Honduras, El Salvador,
Nicaragua y Costa Rica, que obtuvieron su independencia de España en el año
1821.
[5] Héctor Pérez Brignoli. Breve historia de Centroamérica. México DF: Alianza Editorial
Mexicana, 1989. P. 118
[6] Mario Salazar Valiente. “El Salvador: crisis, dictadura, lucha...
(1920-1980)”, en: González Casanova, Pablo (Coord.). América Latina: historia de medio siglo (Tomo II). México DF: Siglo
XXI Editores, 2003. P. 92.
[7] Héctor Lindo Fuentes. Políticas de la
memoria: el levantamiento de 1932 en El Salvador, en Revista Historia, nº 49-50, enero-diciembre 2004; p. 290
[8] Eduardo Galeano. Memoria del fuego. El siglo del viento. México, DF: Siglo XXI
Editores, 2000. P. 110.
[9] Rafael Lara Martínez. Balsamera bajo la guerra fría. Historia intelectual de un etnocidio.
San Salvador: Editorial Universidad Don Bosco. 2009. Pp. 5-6 y 179.
[10] Comisión de la Verdad. De la locura a la esperanza: la guerra de 12 años en El Salvador. Informe
de la Comisión de la Verdad. San
José, CR: Editorial del Departamento Ecuménico de Investigaciones. 1993. P. 29
[11] David Díaz Arias presenta un minucioso
repaso socio-histórico de este proceso, y de sus diferenciaciones en cada país
centroamericano, en: “La invención de las naciones en Centroamérica:
1821-1950”. Ponencia
presentada al coloquio Identidades
Revis(it)adas, artes visuales, literatura, música, danza e historia en América
Central. Managua, 27-29 de octubre de 2004. Instituto de Historia de
Nicaragua y Centroamérica de la Universidad Centroamericana (IHNCA-UCA). 2004.
Disponible en: http://ress.afehc.apinc.org/articulos2/fichiers/portada_afehc_articulos14.pdf
[12] Elizabeth Fonseca. Centroamérica: su historia. San José, CR: FLACSO-EDUCA, 1998. P.
193.
[13] Pérez-Brignoli, op.cit.; p. 121.
[14] Ídem, p. 124.
[15] Hernández. Op. cit. P. 133.
[16] Edelberto Torres-Rivas. Interpretación del desarrollo social
centroamericano. San José, CR:
EDUCA. 1973. Pp. 154
[17] Torres-Rivas. Op. cit. P. 155.
[18] Salazar Valiente, op. cit. P. 90
[19] Fonseca, op. cit.; p. 194.
[20] Alcides Hernández. La integración de Centroamérica. Desde la Federación hasta nuestros
días. San José, CR: Editorial Del Departamento Ecuménico de Investigaciones,
1994. P. 129.
[21] Pérez-Brignoli, op. cit.; p. 118.
[22] Pablo González Casanova. Imperialismo y liberación. Una introducción
a la historia contemporánea de América Latina. México DF: Siglo XXI
Editores, 1991 -9ª edición-. P. 140.
[23] Salazar Valiente, op. cit.; p. 93.
[24] Ídem.
[25] Pérez-Brignoli, op. cit.; p. 113.
[26] Torres-Rivas, op cit, pág. 158.
[27] González Casanova, op. cit., p. 111.
[28] Ídem, p. 114.
[29] Para ampliar sobre estos temas, véase: Sergio
Ramírez. El pensamiento vivo de Sandino.
San José, CR: EDUCA, 1979; y
Rafael Cuevas Molina. Sandino y la nueva
intelectualidad costarricense. Nacionalismo antiimperialista en Nicaragua y
Costa Rica (1927-1934). San José, CR: EUNED. 2008.
[30] Lauria y Gould, op. cit; p.303-304.
[31] González Casanova, op. cit., p. 130.
[32] Patricia Fumero Vargas. Centroamérica: desarrollo desigual y
conflicto social 1870-1930. San José, CR: Editorial de la Universidad de
Costa Rica, 2004; p. 9.
[33] Ídem.; p. 14.
[35] Rafael Menjívar. Acumulación originaria y desarrollo del capitalismo en El Salvador.
San José, CR: EDUCA. 1980. P. 59.
[36] Ídem; pp. 60-61.
[37] Ídem; pp. 63-64.
[38] Fumero, op. cit.; p. 10.
[40] Salazar Valiente, op. cit.; p.89.
[41] González Casanova, op. cit., p. 144.
[42] Salazar Valiente, op. cit.; p 95.
[43] Octavio Jiménez. “En El Salvador se ha cometido un crimen sombrío”, en: Rafael Lara
Martínez. Balsamera bajo la guerra fría.
Historia intelectual de un etnocidio. San Salvador: Editorial Universidad
Don Bosco. 2009; p.258.
[44] González Casanova, op. cit., p. 145.
[45] Virginia Tilley. “Indígenas: los salvadoreños invisibles”, en: El Faro, 22 de enero de 2009. Disponible en: http://www.elfaro.net/secciones/academico/20090122/academico1.asp. Asimismo Lindo (2004), Lauria y Gould (2005) y Lara Martínez (2009).
[46] Lara Martínez, op. cit.; p. 27.
[47]Octavio Jiménez. “En El Salvador se ha cometido un crimen sombrío”. En: Lara
Martínez, op. cit.; p. 261.
[48] Lara Martínez, op. cit.; p.164.
[49] Lauria y Gould, op. cit.; p.
317.
[52] Lindo Fuentes, op. cit.; p. 292.
[53] Ídem, p. 292-293
[54] Ídem, p. 294.
[55] Ídem, p. 299.
[56] Ídem, p. 293. El resaltado no pertenece al
texto original.
[57] Ídem, p. 293.
[58] Ídem, p. 294.
[59] Lara Martínez, op. cit.; p.28.
[60] Lindo Fuentes, op. cit.; p. 312.
[61] Nestor Martínez. “Comisión investigará masacre indígena de 1932”, en Diario
Colatino, El Salvador. 26 de enero de 2007.
Consultado el 15 de noviembre de 2009. Disponible en: http://www.redh.org/content/view/790/31/
[62] Dirección
Nacional de Espacios de Desarrollo Cultural. “Informe Nacional de la República de El Salvador”. Presentado
ante el Fondo Indígena. Brasilia, noviembre de 2004. Consultado el 20 de
noviembre de 2009. Disponible en: http://www.fondoindigena.org/apc-aa-files/documentos/items/Informe_el_salvador.pdf
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