Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica
El fin del mundo se ha presagiado en momentos de gran tensión social e incertidumbre. Recientemente, al aproximarse el fin del milenio, surgieron no pocas voces que profetizaban para entonces el apocalipsis, veían sus signos por doquier e, incluso, se apoyaban en supuestas profecías de otras culturas, como la maya, que acorde con su calendario en esas fechas habría un fin de ciclo, algo usual en su forma de entender el tiempo y su transcurrir, para reforzar la idea según la cual todo llegaría a su fin.
Las fuerzas apocalípticas aparecen siempre como sobrehumanas, ante las cuales es poco o nada lo que se puede hacer. Según estas profecías, parecieran ser un destino preestablecido, irrefutable y dramático al que se dirige la humanidad sin remedio.
Expresan un siempre presente miedo cerval subterráneo a que sucedan acontecimientos incontrolables que nos arrastren a todos a una tragedia colectiva sin precedentes, que nos borre de la faz de la Tierra. Podemos asociarlo con la conciencia de la finitud y la pequeñez, no solo individual sino también colectiva, del ser humano, propenso a ser juguete de un mundo inclemente que es ajeno a sus deseos y sentimientos y que, ciego, desata su furia arrasando todo a su paso, incluso a nosotros. Es una idea emparentada con la del Dios furibundo del Antiguo Testamento, que utiliza el terror como instrumento para mantener la sumisión y la adoración de los desvalidos mortales que somos.
Bajo ese manto de temor ante lo que nos deparan esas fuerzas incontrolables, siempre hay quienes se especializan en tratar de leer los signos, dicen, que anuncian a los Jinetes o a la Bestia que llegan para terminar con todo. Épocas como la nuestra, signadas por el pesimismo y la incertidumbre, se prestan para ello.
En nuestros días, el primer jinete que hizo sonar su trompeta fue el del cambio climático. Apareció en nuestro horizonte cerca del fin del milenio, aunque había quienes lo venían pronosticando desde años antes. Es un jinete montado sobre un caballo rojo, como el calor que anuncia, que derrama espuma por la boca debido a la sed sofocante que le causa la desertificación del suelo y la subida de las temperaturas.
El segundo jinete es el de la peste. Cabalga embozado, tiene el rostro cubierto y solo se le ven los ojos. Llegó para desvencijar al mundo como un enemigo invisible que se esparció silencioso e invisiblemente entre nosotros y nos hizo alejarnos de los demás, dejándonos en soledad en nuestras casas, transidos por el temor al contagio, desconfiando hasta de nuestros más cercanos seres queridos que podían ser portadores de la muerte por contagio.
El tercer jinete es el de la guerra. Armados con las armas más mortíferas, capaces de borrarnos de la faz de la tierra por la hecatombe nuclear, los caballeros de la guerra se pusieron en movimiento y llenaron de terror lugares que fueron asolados por el conflicto. Se muestran los dientes y las garras, se gruñen y dejan las esquinas de sus naciones hediondas con la pestilencia de los orines con los que marcan sus fronteras.
Los tres jinetes son acompañados por el cuarto, que lleva sobre sí los harapos de un mundo cada vez más desigual, en el que hay estúpidos que pagan miles de millones de dólares por diez minutos de ingravidez en el espacio, mientras multitudes no tienen más que mendrugos para llevarse a la boca en medio de cloacas desbordadas y el aire fétido de la contaminación.
Todos los jinetes pueden ser detenidos por nosotros mismos, esta humanidad dislocada, de ojos desorbitados, que parece un niño perdido en la tormenta. No se trata de un destino inevitable, producto de la voluntad de algún dios iracundo y tonante, sino resultado de lo que nosotros podamos hacer. En nuestras manos está detener el galope de los jinetes que anuncian el apocalipsis.
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