Ante la descomposición del sistema-mundo y la crisis de legitimidad de los estados, puede ser la hora de los movimientos y los pueblos. Podemos crear fuerzas capaces de promover igualdad, justicia social y democratización en nuestras sociedades. No es sencillo, pero no tenemos opción.
Tres décadas atrás Immanuel Wallerstein aseguró que “el periodo comprendido entre 1990 y 2025/2050 será “muy probablemente de poca paz, poca estabilidad y poca legitimación” (“Paz, estabilidad y legitimación: 1990.2025/2050”, Akal, 2004). De ese modo daba cuenta del colapso del liberalismo y el advenimiento de un periodo de “fluctuaciones inestables caóticas”.
Su análisis sobre la crisis del sistema-mundo y el declive de Estados Unidos, fue tan acertado como precursor y selló nuestros debates sobre la transición en curso. Su mirada de larga duración le permitió concluir que siempre hubo una competencia entre dos estados poderosos, para “convertirse en sucesor de la anterior potencia hegemónica y, por tanto, en centro principal de la acumulación de capital”.
Wallerstein consideraba que el uso de la fuerza militar se produce en la etapa final de la transición sistémica, que se trata de un proceso largo y de un periodo de caos, y que al final de una “multiplicación de bifurcaciones” se impondría un nuevo orden sistémico.
Las cosas han cambiado radicalmente en estos 30 años, aunque los andariveles por los que transita la crisis del sistema-mundo siguen siendo los mismos. En aquella época el sociólogo pensaba que los candidatos a suceder a la potencia hegemónica en declive serían Japón y la Unión Europea, algo que hoy resulta imposible siquiera imaginar, ya que ambos están férreamente alineados con Estados Unidos y tienen escasa proyección global.
Es evidente que hoy sólo China es una alternativa real al poder de EU, aunque se está conformando lo que el brasileño Jose Luis Fiori denomina como un “imperio militar global” del norte del planeta. Pero pueden surgir más sorpresas, como el ascenso imparable de India que aún está lejos de ser un actor global, además de la deriva que tendrán países decisivos como Brasil y la propia alianza BRICS+10.
Otra incógnita es la sostenibilidad de la alianza Rusia-China, toda vez que los principales analistas geopolíticos sobrestiman la capacidad de Moscú de sostenerse como gran potencia, ignorando sus tremendas desventajas demográficas y de legitimidad de su régimen.
El análisis de Fiori enriquece el que realiza Wallerstein, al complejizar el concepto de transición hacia un nuevo orden sistémico. En su artículo “La multipolaridad y el declive crónico de Occidente” (En IHU Online, 17/5/24), señala que “la palabra “transición” sugiere linealidad, dirección y conocimiento de donde se sale y hacia donde se va, y hoy ni siquiera está claro dónde se encuentra la transformación del sistema mundial, y mucho menos lo que se convertiría en un nuevo orden mundial multipolar”.
A diferencia de otros periodos, sostiene Fiori, no estamos al final de una guerra con claros ganadores, sino en “un periodo muy largo de turbulencia, inestabilidad e imprevisibilidad, con una sucesión de conflictos y guerras locales”; una “transición a la multipolaridad” que “ será intensa y debería durar muchos años o décadas”.
Al no vislumbrarse ganadores entre los países y bloques en disputa, a diferencia de transiciones previas, podemos estar ingresando en un lapso de estancamiento y descomposición, agravado por la crisis ambiental que no ha jugado ningún papel en los anteriores procesos de cambios.
Pero agrega otro elemento, creo que perturbador: no existe el menor consenso de cómo sería ese nuevo orden global, que probablemente será multipolar, y no ya el unipolar centrado en EU y en Occidente.
Ambos coinciden en que el nuevo orden puede ser peor que el actual, si se impusieran potencias (naciones, corporaciones y clases sociales) más autoritarias, coloniales y patriarcales que las de hoy, aunque tal vez ya no sean capitalistas.
Existen tantas certezas como interrogantes, ya que son muchas las variables y las transformaciones en curso que pueden trastocar los resultados esperables. Desde el punto de vista de quienes resistimos el capitalismo, resta reflexionar sobre el rumbo de los movimientos antisistémicos. Wallerstein deseaba que surgieran fuerzas, pero no tenía certeza de que esto sucedería.
Sin embargo, estamos viendo cómo la porción organizada de nuestras sociedades está jugando un papel positivo en el conflicto en Gaza, presionando a los gobiernos y aislando a Israel en el escenario internacional. Nos estimulan la notable resistencia del pueblo palestino, más allá de la miserable política de Hamas, y de una parte de los judíos e israelíes, más allá del sionismo y del genocida Netanyahu. No es poco en estos tiempos.
Ante la descomposición del sistema-mundo y la crisis de legitimidad de los estados, puede ser la hora de los movimientos y los pueblos. Podemos crear fuerzas capaces de promover igualdad, justicia social y democratización en nuestras sociedades. No es sencillo, pero no tenemos opción.
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