sábado, 22 de junio de 2024

Viejos y nuevos fascismos (I)

 ¿Por qué ese giro creciente hacia posiciones de ultraderecha, neonazis, absolutamente antipopulares, pero, curiosamente, apoyadas por las grandes mayorías?

Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América

Desde Ciudad de Guatemala

La única izquierda buena es la de Messi, lo demás es todo descartable.

Javier Milei

 

El fascismo clásico 

 

Al terminar la Segunda Guerra Mundial, en 1945, con el triunfo de los Aliados (y el apoyo de prácticamente la totalidad de países del mundo, que entraron en la contienda casi como una formalidad cuando la suerte de los derrotados ya estaba echada), pareció que el pensamiento fascista se extinguía. Más de medio siglo después puede constatarse que no es así. Posiciones de ultraderecha van solidificándose en distintas regiones del mundo.

 

Si nos atenemos a la clasificación clásica en términos políticos que viene marcando el ritmo desde el advenimiento del mundo moderno capitalista, surgido en la Europa dieciochesca, el panorama se divide en “derecha” e “izquierda”. Muy a grandes rasgos podría decirse que la primera es conservadora, promueve y defiende el sistema establecido, en tanto la segunda tiene un carácter contestatario, anticapitalista. Por supuesto, esta es una definición muy amplia, pues en ambas categorías encontramos un sinnúmero de matices. En las izquierdas hay un abanico muy amplio, que va desde las socialdemocracias (reformismos superficiales que no atacan los cimientos del capitalismo), pasando por luchas sindicales, movimientos sociales, luchas campesinas, partidos comunistas satélites de Moscú (durante la existencia de la Unión Soviética) para llegar a propuestas de lucha armada (guerrillas). En la derecha, que también presenta matices, la situación está más clara: todas sus expresiones defienden a capa y espada al sistema (apelando a lo que sea necesario para mantenerlo), por lo que, en ese sentido, son siempre conservadoras. Pero existe un planteo de “ultraderecha”. Eso es lo que permitió hablar de fascismo y/o nazismo o falangismo en la década del 30 del siglo pasado, procesos que se dieron en Europa. Y hoy, casi 100 años después, con otras características, parecieran repetirse.

 

¿Qué es la ultraderecha? Una visión extrema, o extremista, de la ideología conservadora. Es decir: una defensa sin crítica alguna del sistema capitalista (como es toda posición de derecha), con un acento en ideas supremacistas, de superioridad, siempre construyendo a un “otro” como enemigo. 

 

En el desarrollo del fascismo que podríamos llamar “clásico”, el enemigo resultaba ser el socialismo, la clase obrera industrial en ascenso con sus sindicatos combativos y el referente de la primera revolución socialista exitosa, la rusa de 1917. Tal como lo expresa Enzo Traverso: 

 

“[Una] diferencia significativa entre el fascismo clásico y el pos-fascismo radica en la posición de las élites globales. En la década de 1930, el miedo al comunismo empujó a las élites a aceptar a Hitler, Mussolini y Franco. Como han señalado varios historiadores, estos dictadores ciertamente se beneficiaron de los muchos “errores de cálculo” cometidos por los estadistas y los partidos conservadores tradicionales, pero no hay duda de que sin la Revolución Rusa y la depresión mundial, en medio de una República de Weimar que se derrumba, las élites económicas, militares y políticas de Alemania no habrían permitido que Hitler tomara el poder.” (Traverso: 2018)

 

Ese fascismo/nazismo intentó disciplinar al proletariado en sus propios países, sometiéndolo, tratando de borrar toda referencia al socialismo. En el caso de Alemania, las élites económicas buscaron, a través de ese personaje tan singular que fue Adolf Hitler, un simple cabo austríaco devenido comandante supremo del país germano, el Führer (¿con afecciones psicopatológicas, además de su criptorquidia, y un presunto origen judío trasformado en un visceral odio antisemita?), recuperar el terreno perdido con la Primera Guerra Mundial, saliendo a conquistar el mundo luego de la humillación del Tratado de Versailles, donde el país perdió el 13% de su territorio y una décima parte de su población. 

 

Kodak, Bayer, Coca Cola, Nestlé, IBM, BMW, Volkswagen entre otras, financiaron y apoyaron al régimen nazi antes y durante la Segunda Guerra Mundial con la complicidad de los países aliados” (Brenman: 2021),

 

nos informa Darío Brenman, mostrando los entretelones de la Segunda Guerra Mundial.

 

Junto a lo que se cocinaba en Alemania, las grandes potencias capitalistas, empezando por Estados Unidos, vieron en ese accionar belicista del nazismo teutón la posibilidad de avanzar y destruir el experimento bolchevique; de ahí que, en un primer momento de la Segunda Guerra Mundial, poderosos capitales estadounidenses (Ford, General Motors, Chase National Bank) apoyaron y financiaron el ataque alemán sobre la Unión Soviética. Posteriormente, Alemania se convirtió en el gran enemigo de la “democracia” capitalista noratlántica. Como lo da a entender Traverso en el texto recién citado, una “locura” como la del nazismo -y en menor medida la del fascismo italiano o la del falangismo ultra católico español, más cercano a la Inquisición medieval que a planteos modernos industrializados- resultó funcional al sistema capitalista, con su afiebrada prédica anticomunista, poniendo el acento en valores hiper conservadores.

 

Si algo destaca en estas formulaciones de la pre-guerra es un fundamentalismo extremo, basado siempre en el desprecio supremacista de alguna otredad: los comunistas, los gitanos, los homosexuales, los judíos, los ateos. Por cierto que a quienes trazan la arquitectura del mundo -los grandes capitales, nunca las masas trabajadoras- esas “locuras” político-culturales les son favorables. Lo importante es que se mantengan “los negocios”, y los planteos nazi-fascistas sin la menor duda los ayudan a mantener. Otra cosa es la idea supremacista: raza superior, desprecio del otro. En todo caso esas expresiones, a veces bastante delirantes, eugenésicas (¿qué disparate es eso de plantear una “raza superior”?), pueden ayudar a mantener inalterable -o hacer crecer incluso- la tasa de ganancia capitalista.

 

No debe olvidarse nunca que en los campos de concentración y exterminio del nazismo, la población allí sometida era obligada a trabajar -gratis, como esclavos, solo por una magra ración de comida, con extenuantes jornadas de hasta 12 horas, laborando bajo latigazos- para la maquinaria bélica germana y para muchas de sus grandes empresas: las industrias Krupp, el complejo químico IG Farben o el gigante Siemens. ¿Quién dijo que con el capitalismo había terminado el esclavismo? 

 

El desprecio por el otro

 

En el resurgir del neofascismo que se va viendo en estos últimos años, entrado el siglo XXI, el enemigo a vencer no deja de ser un otro “preocupante”, impresentable, demonizado. Siempre -tendencia humana, llevada a un grado supremo por el capitalismo que comienza a globalizarse desde el “descubrimiento” de América- puede existir ese otro distinto que termina siendo enemigo. La noción de superioridad en relación a alguien considerado inferior, minorizado en una supuesta escala humana, es algo que recorre nuestra historia como especie, al menos desde que existen sociedades estratificadas en clases sociales. El capitalismo naciente necesitó expandir esa noción al máximo, para justificar la expoliación infinita que los “hombres blancos” realizaban con las civilizaciones “primitivas” de todo el orbe, a las que sometieron en forma inmisericorde. 

 

Con perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores a los españoles como niños a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas. ¿Qué cosa pudo suceder a estos bárbaros más conveniente ni más saludable que el quedar sometidos al imperio de aquellos cuya prudencia, virtud y religión los han de convertir de bárbaros, tales que apenas merecían el nombre de seres humanos, en hombres civilizados en cuanto pueden serlo?” (Sepúlveda: 1993)

 

pudo decir en el siglo XVI Juan Ginés de Sepúlveda, cronista español refiriéndose al proceso “civilizatorio” que impulsaba el reino español para “beneficio” de estas “razas inferiores”. Del mismo modo, tres siglos después, en el XIX, siempre en la misma lógica, el presidente del Consejo de Ministros de Francia -gran potencia colonial, que mantiene ese estatus entrado el siglo XXI-, Jules Ferry, sin la más mínima vergüenza expresó que Las razas superiores tienen el derecho porque también tienen un deber: el de civilizar a las razas inferiores.” 

 

Debe hacerse notar que esa idea supremacista está hondamente instalada en quienes dominan el mundo; es decir: en el capitalismo más avanzado, de tradición europea (blancos) y, posteriormente, estadounidense. Ese supremacismo puede llevar -o, mejor dicho: lleva siempre, invariablemente- a posiciones absurdas, rayanas en lo ridículo. Por ejemplo, en 1883, cuando la erupción del volcán Krakatoa en Indonesia -por ese entonces colonia holandesa- produjo un maremoto con tremendas olas de hasta 40 metros de altura provocando la muerte de 40.000 habitantes, un diario en Ámsterdam tituló la noticia: “Desastre en lejanas tierras. Mueren ocho holandeses y algunos lugareños”. Hoy día, siglo XXI, las cosas no cambiaron sustancialmente. El supremacismo y la abominable idea eugenésica de “razas superiores” se sigue manteniendo: en Estados Unidos mucha gente se refería a la pandemia de Covid-19 como “el virus chino”, por lo que no faltaron agresiones y discriminaciones contra población con rasgos asiáticos en cualquier parte del orbe, considerados “sucios”, naturalmente “infectados” y portadores de desgracias, mientras se “cazan” migrantes latinoamericanos en la frontera con México como si fueran animales, y en el Mediterráneo, guardacostas europeos dejan ahogarse a población africana que intenta llegar al “paraíso” europeo en precarias embarcaciones porque no son “gente como uno”, tal como sí son los refugiados ucranianos, blancos, rubios y de ojos celestes, según algunos se expresaron sin ninguna vergüenza por medios masivos de comunicación cuando llegaron contingentes de ese país huyendo de la guerra con Rusia a partir de 2022.

 

En esa lógica discriminatoria (¿se creerá de verdad en lo de “razas superiores”?), un alto funcionario de la Unión Europea como el “socialista” (sic) Joseph Borrell (¡la socialdemocracia no es socialista!) se permitió decir, en pleno siglo XXI, que el “Viejo Mundo” es un “jardín florido”, en tanto los otros países serían “la jungla”. Y más aún: el ex presidente de la gran potencia norteamericana, Donald Trump, refiriéndose a las regiones de donde salen cantidades industriales de desesperados migrantes con rumbo al presunto “sueño americano”, les llamó “países de mierda”. Es de remarcarse la diferencia sideral que media entre cualquiera de estas expresiones -similares en el tiempo: siglo XVI o XXI- de una visión capitalista, y otra que provenga de la ética comunista, dada en este caso por el presidente de la República Popular China, Xi Jinping: “Ninguna civilización es perfecta en el planeta. Tampoco está desprovista de méritos. Ninguna civilización puede juzgarse superior a otra.

 

Desde que existen sociedades divididas en clases, los amos dominantes (faraón, emperador, gran jefe, rey, sumo sacerdote, señor feudal, mandarín, empresario, banquero o la figura que sea) siempre se han manejado con desprecio hacia los dominados. En tal caso: siempre hay un superior y otro inferior. He ahí una dialéctica humana; los animales, cualquiera sea, no se mueven con estos criterios de poder y superioridad: el macho alfa dominante es el más fuerte físicamente, pero no ejerce poder despótico, no hay vanagloria por “poseer más” (un Ferrari o un reloj Rolex), no hay desprecio por el más débil. Si puede haber “países de mierda”, y consecuentemente “mejores” y “peores”, ciudadanos plenos y ciudadanos de segunda, “triunfadores” y “perdedores”, ello se da por los intrincados vericuetos de la dinámica social, por una historia de opresiones y luchas liberadoras, por un absurdo insostenible, pero que es el que sostiene las sociedades actuales. De ahí que la perspectiva de un mundo sin esas trabas, sin esas jerarquías (¿acaso vale más quien tiene un Ferrari o un reloj de oro?) es concebible: eso es el socialismo, o más aún, su fase superior, la sociedad sin clases, el comunismo. 

 

Decir, como lo hizo la Dama de Hierro, la ex Primera Ministra británica Margaret Thatcher, que “la sociedad no existe. No hay tal cosa como la sociedad. Hay hombres y mujeres y hay familias”, no solo es una expresión ideológica formulada desde la más visceral posición individualista, sino también -quizá lo más importante- una monumental barrabasada en términos de ciencias sociales. Somos lo que somos producto de la vida social, que es siempre histórica y supraindividual. Como dijo el presidente chino, no hay “perfecciones” a la vista; nadie es tan “superior” ni nadie está desprovisto de positividades. 

 

¿Qué sostiene esta actitud fascista? Un profundo desprecio por el otro -siempre tiene que haber un chivo expiatorio, un enemigo-, un visceral aborrecimiento de las nociones de igualdad, de solidaridad y camaradería, una entronización del darwinismo social (sobrevivencia del más fuerte: léase en este caso, de los “triunfadores”, que se siente con más derechos sobre los “inferiores”). El modo de producción capitalista siempre se ubicó en este ideario, pero las visiones nazi-fascistas surgidas en la década del 30 del siglo pasado llevaron eso a niveles demenciales. Como ya se expresó, estas locuras militaristas de Alemania, Italia y España -país este último donde la Legión Cóndor alemana, secundada por algunos aviones de la Aviación Legionaria del Duce Benito Mussolini, practicaron matanzas colectivas en el pueblo vasco de Guernica, símbolo de la resistencia republicana- tenían como objetivo el aniquilamiento de todo lo que significase socialismo, propuesta popular, gobierno de los pobres.

 

Estos fascismos, propios de comienzos del siglo XX cuando las ideas socialistas comenzaban a soplar por el mundo, y no solo por Europa, tenían un enemigo claro: la clase obrera revolucionaria y sus organizaciones políticas y sindicales en ascenso, combativas, claramente anticapitalistas. El “demonio” a vencer por ese entonces, para la clase dominante, tenía cara de Carlos Marx. Hoy, casi un siglo después, ese “peligro” ha cambiado de fisonomía. El enemigo a vencer por la élite mundial (en todos los países capitalistas por igual) sigue siendo cualquier intento desestabilizador de ese mundo. Pero aunque el capitalismo sigue siendo esencialmente lo mismo -basado en la explotación de la clase trabajadora, productora de plusvalía, que termina siendo apropiada por la clase propietaria de los medios de producción- la arquitectura global ha cambiado mucho. El mundo de la post guerra de 1945, cuando fue vencido militarmente el nazi-fascismo a manos de los Aliados, ya no es el mismo; al contrario, se han producido muy profundas mutaciones. 

 

Los nuevos fascismos

 

Desde hace algún tiempo, digamos una o dos décadas en lo que va del siglo XXI, han ido apareciendo fuerzas políticas en distintas partes del mundo que giran hacia una derecha cada vez más extrema, con posiciones que recuerdan el nazi-fascismo de la década del 30 del pasado siglo. Aclaramos desde un inicio que no se incluyen en esa categoría actual las sangrientas dictaduras que asolaron al África y a Latinoamérica en el siglo pasado (Idi Amín, Jorge Ubico, Augusto Pinochet, Jean-Bédel Bokassa, Jorge Videla, Anastasio Somoza, Robert Mugabe, etc.) que sin dudas fueron propuestas de derecha radical (sanguinarias, visceralmente anticomunistas), pero que no tuvieron las características de los actuales neofascismos, así como se descarta utilizar el término “populismo”, que por tan amplio, se torna confuso. Del mismo modo, no entran en el análisis planteos que, para la academia y la corporación mediática occidental, se consideran “autoritarismos” (Vladimir Putin en Rusia, Xi Jinping en China, Nayib Bukele en El Salvador), porque no tienen las características de planteos neonazis. Podrían incluirse allí, en todo caso, mandatarios como el israelí Benjamín Netanyahu, más cercano a un planteo neonazi que los arriba citados), o las petromonarquías de Medio Oriente (¿y los parásitos monarcas europeos?). De todos modos, no caerán bajo nuestro análisis ni “populismos” ni “autoritarismos”. Nos concentramos en el renacer del fascismo/nazismo

 

Es sabido que el discurso académico-mediático actual ha reemplazado la anterior dicotomía “capitalismo-socialismo”, o “derecha-izquierda”, por esta nueva falacia de “democracia-autoritarismo”. Dejemos claro desde un inicio del análisis que no adscribimos al manoseado concepto de “democracia” en el marco del capitalismo -como supuesto bien superior, como forma política superadora de cualquier otra- porque eso encierra una perversa y peligrosísima mentira. Esas “democracias de mercado” (siendo el modo supremo Estados Unidos) son la cara política de la explotación capitalista, donde supuestamente la alternancia de administraciones en el Poder Ejecutivo representa la voluntad popular. Esa presunta democracia -gobierno del pueblo- da para todo; en su nombre, por ejemplo, potencias capitalistas de Occidente (Estados Unidos y Unión Europea) financian grupos abiertamente nazis (con esvásticas llevadas orgullosamente) en su guerra actual contra Rusia, representando la supuesta libertad que habría que defender en Ucrania. 

 

Valga decir al respecto de estas democracias, para no perdernos en el análisis, que los actuales planteos supremacistas de ultraderecha, se dan todos en el marco de esa democracia burguesa, parlamentaria. La gente, con voto popular, elige a estos dirigentes neofascistas, quizá sin saber lo que están eligiendo. Por tanto, abominamos esa democracia, llamada representativa. En ese sentido no está de más recordar una muy pormenorizada investigación desarrollada por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo -PNUD- en el 2004 en países de Latinoamérica donde se destacaba que el 54,7% de la población estudiada apoyaría de buen grado un gobierno dictatorial si eso le resolviera los problemas de índole económica. Aunque eso conllevó la consternación de más de algún politólogo, incluido el por ese entonces Secretario General de Naciones Unidas, el ghanés Kofi Annan (“La solución para sus problemas no radica en una vuelta al autoritarismo sino en una sólida y profundamente enraizada democracia”), ello debe abrir un debate genuino sobre el porqué la población votante lo expresa así. Democracia formal sin soluciones económicas no sirve, no es democracia. Años después, en el 2022, la encuestadora CID-Gallup realizó una investigación similar en doce países de la región, encontrando resultados análogos: la media de conformidad con la democracia como solución a los problemas cotidianos no supera el 50%. Debe entenderse en ese contexto que ahí “democracia” es sinónimo de acto electoral, y no más que eso. Por eso a las poblaciones, ese ritual repetido cada tanto tiempo no le soluciona sus problemas más acuciantes; de ahí estos resultados de las encuestas. La dicotomía real del mundo sigue siendo “capitalismo-socialismo”. En otros términos: la lucha de clases, y no otra cosa, es la que continúa dinamizando la historia humana. 

 

Los esquemas de ultraderecha a que hacemos referencia, lo que será objeto de estudio en este ensayo, mantienen discursos supremacistas, racistas, xenófobos, patriarcales y homofóbicos, negando la catástrofe ecológica en curso, defendiendo a ultranza el mercado con un odio visceral contra el Estado y la cosa pública, poniendo un marcado énfasis en las salidas privatistas, llamando a reducir impuestos a la clase propietaria y aboliendo todos los derechos sociales conseguidos en años de lucha popular, permitiéndose atacar también a fuerzas de derecha tradicional que no ponen -al menos, según su criterio- suficiente empeño en el ataque a lo que ven como la principal amenaza a la estabilidad del sistema: los planteos socialistas. Es obvio que los actuales pensamientos neonazis son extremistas, fundamentalistas; por tanto, muy proclives a ver fantasmas allí donde no los hay. Un ultraderechista como el Primer Ministro de Hungría, Viktor Orbán, pudo decir muy campamente que uno de los enemigos a enfrentar para estos planteos extremos que él encarna, son “los judíos de Wall Street”. ¿Se lo podrá tomar seriamente? Si a mediados del siglo XIX Marx y Engels escribieron que el fantasma que recorría Europa era el del comunismo, hoy, parafraseando esa formulación histórica, podría decirse que ese fantasma -que está recorriendo los cinco continentes- es el anticomunismo.

 

Para que estemos ciertos en el objeto de nuestro estudio y no llamarnos a confusiones, vamos a hablar de este amplio arco que une gente como Donald Trump en Estados Unidos; Jair Bolsonaro en Brasil; Narendra Modi en India; Rodrigo Duterte en Filipinas; Viktor Orbán en Hungría; Giorgia Meloni en Italia; Javier Milei en Argentina; Manuel Fernández Ordóñez y Santiago Abascal en el católico y hereditario reino borbónico de España; el pinochetista José Antonio Katz de Chile; Marine Le Pen en Francia; el ministro israelí de Asuntos de la Diáspora de Israel y de la lucha contra el Antisemitismo Amichai Chikli; el conservador Geert Wilders en Holanda; las iglesias neopentecostales fundamentalistas que, con más de 660 millones de miembros y sucursales en prácticamente todos los países del orbe, están siempre alineadas con las posiciones más conservadoras de extrema derecha, creciendo continuamente en su feligresía; la Red Atlas Network, que cuenta con más de 600 sólidos grupos diseminados en todo el mundo; el economista británico Eamon Butler, director del Adam Smith Institute, de Gran Bretaña; la Fundación para el Avance de la Libertad, con sede en Madrid, España; el Lithuanian Free Market Insitute, con sede en Vilnius, Lituania; la Free Market Foundation, con sede en Johannesburgo, Sudáfrica; la Conferencia Política de Acción Conservadora, con sede en Maryland, Estados Unidos; la Heritage Foundation, de Washington, ciudad donde también tiene su sede otro tanque de pensamiento ultra reaccionario como el Instituto Catón; la Fundación Disenso, de la capital española; el Instituto Gatestone, de Nueva York; la Plataforma Libertad y Democracia, que reúne personajes de ultraderecha en Latinoamérica, buscando “combatir con las consecuencias de la izquierda en la región”; la Fundación Pensar, con sede en Buenos Aires, Argentina, y un largo etcétera que nuclea a más de 600 centros de estudio y fundaciones de la extrema derecha, diseminados por buena parte del planeta, con propuestas ultra capitalistas rayanas muchas veces en el neonazismo. 

 

¿El socialismo no funcionó? En todo caso, nos hallamos ante una exageración malintencionada de la derecha, con infames perspectivas ideológicas, y un terror pánico a que la protesta social pueda volver a tomar auge, como en la primera mitad del siglo pasado. Sucede que cualquier planteamiento que se acerque al interés popular, para la derecha recalcitrante y conservadora que se está desarrollando en forma creciente a escala mundial, ya suena a peligro. Quien realmente está detrás de esa visión en un todo anticomunista, neofascista, antipopular, hiper controladora de los acontecimientos político-sociales, es el interés capitalista centrado en las grandes megaempresas privadas, todo ello, en muy buena medida, impulsado por el gobierno de Estados Unidos, donde se encuentran las más enormes de esas megaempresas justamente. Y la mayor fuente de financiamiento de los 600 tanques de pensamiento diseminados por el mundo del “libre mercado”. 

 

¿Por qué, entonces, este actual renacer de planteos de ultraderecha, autoritarios, de corte nazi que ahora vemos esparcirse por buena parte del planeta? Estamos ahí ante una muy compleja sumatoria y articulación de causas. Si vemos el panorama mundial, la situación es desalentadora para el campo popular, para las ideas de transformación, de búsqueda de una sociedad más equitativa. Todo indica que, en el momento actual, ese ideario está muy aplastado, abriéndose la pregunta de si será posible reanimarlo. 

 

En el mes de julio de 2024 tuvieron lugar las elecciones para la conformación del Parlamento Europeo. La victoria de la ultraderecha fue contundente en los 27 países que componen la Unión. La población votante, aun sabiendo que se van a reducir los ya menguados derechos socioeconómicos, aun sabiendo que el continente entrará cada vez más en una lógica belicista con la posibilidad cierta de verse envuelto en una devastadora guerra contra Rusia (¿quizá con armas atómicas?), aun viendo cómo se deteriora en forma creciente su nivel de vida y cómo todo el “Viejo Mundo” pasa a ser crecientemente el furgón de cola de la política estadounidense, tanto en lo económico como en lo militar, aun sabiendo todo eso, votó por sus verdugos. El supremacismo blanco, la xenofobia y un conservador terror anticomunista triunfaron.

 

Algo similar ocurre en otras latitudes: también en junio de 2024 culminó en India el proceso electoral -la democracia más populosa del mundo, con cerca de 1,000 millones de electores- donde ganó por tercera vez consecutiva Narendra Modi, quien exalta sin tapujos el mito nacionalista Hindutva, en búsqueda de una pretendida India “pura”, solo hindú, excluyendo tajantemente a cualquier minoría, heredero orgulloso de Subhash Chandra Bose, nacionalista admirador de Hitler y Mussolini. El espíritu supremacista y conservador se impone; el fundamentalismo manda.

 

En Estados Unidos, supuesta cuna de la democracia y la libertad (¿alguien en su sano juicio podrá creerse tamaña bobada, tamaño repugnante insulto a la inteligencia?) se avecinan elecciones. Nada está dicho todavía, pero es sintomático que Donald Trump -quien habló de “países de mierda” refiriéndose a aquellos desde donde llegan tantos migrantes a suelo estadounidense- se prefigure como posible ganador (“Si no gano, puede empezar la Tercera Guerra Mundial”, expresó). El juicio que se le siguió y en el que fue declarado culpable -lo cual no le impide seguir en la carrera por la presidencia- sirvió para catapultar más aún su figura, logrando que buena parte de la élite económica le mostrara su total apoyo luego del veredicto, con cuantiosas donaciones para su campaña. El racista supremacismo WASP (white, anglo-saxon and protestant: blanco, anglosajón y protestante) se impone, y la derechización no cesa, con grupos de civiles cazando inmigrantes indocumentados en la frontera con México, con el silencio cómplice de las autoridades. 

 

En diversas partes de Latinoamérica la población elige a sus verdugos (sucedió primero con Mauricio Macri y luego con Javier Milei en Argentina, Daniel Noboa en Ecuador, casi nuevamente con Jair Bolsonaro en Brasil, a quien una muy numerosa turba intentó colocar en la presidencia por la fuerza luego del último triunfo de Lula) o vota contra una imprescindible nueva Constitución en Chile, apoyando así una Carta Magna legada por la dictadura del general Pinochet. Si bien en el subcontinente hay expresiones de centro-izquierda, tibias quizá, pero no enroladas en la extrema derecha neofascista (Colombia, México, Honduras), esas fuerzas de la ultraderecha hacen lo imposible para revertir esos procesos: El comunismo no se ha erradicado en Latinoamérica y confío en que se transite a regímenes con políticos que realmente representen la voluntad popular, y tenemos esperanza de que un día las cosas van a cambiar”, expresó Eduardo Bolsonaro, hijo del ex presidente carioca, en el marco de la Conferencia Política de Acción Conservadora -CPAC- (gran cumbre política organizada por la Unión Conservadora Estadounidense) celebrada el año pasado en México. 

 

En términos generales podría decirse que la misma población elige alegremente, casi irresponsablemente, en los términos que las raquíticas democracias del sistema capitalista permiten -es decir: se cumple con el insustancial rito de emitir un voto cada cierto tiempo para que no cambie nada de fondo- a quienes habrán de aplastarlos, eligen a sus verdugos, se ponen la soga al cuello. En todos los casos de estas ultraderechas se trata de planteos conservadores, siempre ligados a posiciones supremacistas, racistas, patriarcales y homofóbicas, excluyentes de cualquier tipo de diversidad; pero fundamentalmente: defensoras acérrimas del capitalismo. Más aún: defensoras de un capitalismo salvaje que se ha venido imponiendo con los planes neoliberales desde hace ya casi cinco décadas. Se elige, quizá sin saberlo claramente, la entronización del mercado, de la supremacía absoluta de los capitales sobre la masa trabajadora, se elige la pulverización de la protesta social y el endiosamiento del “sálvese quien pueda” individualista que se ha venido imponiendo estas décadas, con una adoración absoluta e irreflexiva de la iniciativa privada sobre el Estado, al que se considera inservible, sobrante. 

 

El Estado únicamente sabe crear pobreza, la riqueza la generamos los ciudadanos a pesar del Estado, no gracias a él. El Estado constituye el monopolio legal del robo y el saqueo, con un bonito envoltorio de retórica social”, 

 

expresó el ultraderechista español Manuel Fernández Ordóñez.

 

¿Por qué ese giro creciente hacia posiciones de ultraderecha, neonazis, absolutamente antipopulares, pero, curiosamente, apoyadas por las grandes mayorías? Ya se ha escrito mucho al respecto. Hay varias interpretaciones; la que aquí proponemos quizá no aporta nada nuevo. Lo que sí es alarmante, es que desde las izquierdas estamos atónitos ante el fenómeno, y no sabemos bien cómo reaccionar. Si aparece un escrito más sobre el asunto, quizá sin contribuir con nada novedoso en términos de análisis, espero que sirva al menos para movilizarnos. ¿Qué nos está pasando que aceptamos alegremente a quienes habrán de sepultarnos? ¿Por qué este generalizado y paralizante “síndrome de Estocolmo”?

 

¿La gente es idiota y por eso vota por estos candidatos? Plantearlo así encierra un doble error, ambos muy graves. Por un lado, se desconoce por completo la dinámica humana, que va muchísimo más allá de la posibilidad de entender nuestras reacciones como “idioteces”. ¿Quién juzga lo que sería “idiota” entonces? ¿Desde qué posición? Las relaciones sociales no pueden explicarse por apelativos descalificantes. Son infinitamente más complejas. Por otro lado, y en articulación con lo anterior, en términos éticos esa visión es insostenible. Por algún motivo las grandes masas populares cometen estas conductas en apariencia incomprensibles. ¿Qué las producen? Sería como decir que la gente, por “idiota” fuma, aun sabiendo que eso puede ser nocivo para la salud, o conduce un vehículo en estado de ebriedad, aun sabiendo que eso puede ocasionarle un accidente fatal. La “psicología de las masas” a que dio lugar el psicoanálisis parece más fecunda para analizar estas cuestiones. Los fenómenos colectivos (moda, porras en los estadios, linchamientos, patriotismo exacerbado, etc.) no son “idioteces”. Tampoco lo es esta tendencia quasi suicida de votar por candidatos extremistas. Hay que apelar a otras categorías conceptuales para entenderlas.

 

Pueden ser oportunas al respecto palabras del primer intento de abordar los fenómenos colectivos, luego retomados por Freud: la “psicología de las multitudes”, del francés Gustave Le Bon:

 

[La masa es] “una agrupación humana con los rasgos de pérdida de control racional, mayor sugestionabilidad, contagio emocional, imitación, sentimiento de omnipotencia y anonimato para el individuo [por lo que] la multitud es extremadamente influenciable y crédula, careciendo de sentido crítico.

 

En otros términos: muy manejable. Valen recordar aquí palabras de Edward Bernays, sobrino político de Freud, quien llevó la idea de inconsciente a Estados Unidos dando lugar a la Psicología del manejo de masas: 

 

El estudio sistemático de la psicología de masas reveló a sus estudiosos las posibilidades de un gobierno invisible de la sociedad mediante la manipulación de los motivos que impulsan las acciones del ser humano en el seno de un grupo.

 

Por ser comportamientos tan complejos, no podemos atribuirlos a una sola causa (la presunta idiotez, por ejemplo). Estamos así ante complicados anudamientos multicausales, pero desde ya debe indicarse como elemento clave lamanipulación de la que pueden ser objeto las grandes masas. 

 

Retomando lo dicho más arriba, partamos de la base de considerar, quizá en términos algo esquemáticos, que el ámbito político se divide en dos: derecha (siempre conservadora, que intenta mantener el sistema vigente) e izquierda (visión transformadora, que propone superar el capitalismo). Por supuesto que esta es una división simplificada, pues dentro de cada una de ellas, lo sabemos, tenemos diversos matices, a veces contrapuestos. De todos modos, nos sirve para comenzar el análisis. El mundo, salvo los países donde encontramos planteos socialistas (China con su peculiar “socialismo de mercado” o “socialismo a la china”, y algunos pocos bolsones que resisten por allí: Cuba, Norcorea, Vietnam), diríamos “de izquierda”, la casi totalidad del mundo es capitalista. Como tal, el sistema tiende a perpetuarse, es conservador. Por tanto, es de derecha. La socialdemocracia (planteos de centro-izquierda, de capitalismo con rostro humano, o capitalismo “serio”, como se ha dicho), en definitiva no deja de ser capitalista: explotación de la masa trabajadora por los propietarios de los medios de producción, lucha de clases mediante

 

Por tanto, el mundo es, mayoritariamente, de derecha (“Nueve de cada diez estrellas son de derecha”, dijo sarcástico el cineasta español Pedro Almodóvar); la gran masa votante, manejada cada vez con técnicas más sofisticadas, es de derecha (Homero Simpson es su fiel representante). O mejor dicho aún: la clase dominante no permite que se desarrolle un pensamiento de izquierda, crítico, analítico. Los poderosos, los amos del mundo, prefieren la anestesia. Lo que la gente piensa -ahora volcándose hacia estas posiciones ultras- está fríamente calculado por una élite dominante:

 

Para sofocar cualquier revuelta por adelantado (…) métodos arcaicos como los de Hitler son anticuados. Basta con crear un condicionamiento colectivo reduciendo drásticamente el nivel y la calidad de la educación. (…) Que la información destinada al público en general sea anestesiada de cualquier contenido subversivo. Transmitiremos masivamente, vía televisión [hoy día deberían agregarse redes sociales y aplicaciones de internet], estúpidos entretenimientos, siempre halagando el instinto emocional”, 

 

decía en 1956 el pensador austro-germano Günther Anders. “Estúpidos entretenimientos” … Más claro: imposible. La gente no es estúpida, sino que la vuelven estúpida. ¿Cómo entender, si no, que una gran masa de población, eternamente sojuzgada, vea como el principal motivo de sus penurias a un otro diferente? (el extranjero, el de otra etnia, el de otra orientación sexual, el que no es igual que yo). ¿Cómo entender, si no es a partir de una manipulación creciente -recordemos lo dicho con tanta evidencia por Bernays- que un pobre y excluido se sienta más identificado con un rico y poderoso que con un igual?

 

Los medios masivos de comunicación, las redes sociales que posibilita el internet con los net centers o los troll centersoperando (mentiras organizadas), la promoción inmoral de lo que hoy día se ha dado en llamar -con total tranquilidad y desvergüenza- fake news (noticias falsas), mantienen el mundo de la llamada “post verdad”. Ya no hay verdades, eso no importa; lo único que cuenta es el efecto que se consigue con un mensaje. Y aunque se hable de “desarrollo” y “evolución” de los pueblos, toda la población global es bombardeada a diario con innúmeras mentiras, grotescas, burdas (¿estúpidos entretenimientos?), pero que a la postre dan resultados. Para el caso, no hay pueblos “evolucionados” y “cultos” que sepan/puedan identificar las manipulaciones: todos caen bajo el mismo rasero. 

 

El sistema se autoperpetúa, y votar en las elecciones de la institucionalidad capitalista no permite ningún cambio real. Pero en estos últimos tiempos asistimos a algo llamativo: ganan en las urnas -y se empiezan a difundir por las sociedades con organizaciones civiles muy activas- planteos ultraconservadores, que no son muy distintos a las experiencias del nazismo y del fascismo del siglo pasado. Triunfa el odio contra el diferente y se entroniza un discurso patronal: “los pobres son pobres por vagos”, “los inmigrantes son un peligro para los nacionales”, “los diferentes -diversidad sexual y todo tipo de diferencia posible- son una escoria”, “ateos y pro-aborto son una ofensa a las tradiciones”. ¿Por qué la gran masa popular del mundo, en vez de reaccionar contra un sistema crecientemente injusto, despiadado y mortífero como es el capitalismo, que oprime y excluye, lo termina avalando? 

 

Lo preocupante en todo esto es que, además de ese adormecimiento que se va creando en la gente (“estúpidos entretenimientos”, no olvidarlo nunca), y la perdida de conciencia de clase, de lucha contra la explotación que sufre, es que estos planteamientos reaccionarios abran la puerta a nuevas feroces represiones, abiertas por parte de los Estados, o llevadas adelante por los grupos neonazis que pululan por doquier. Al respecto, dice Claudio Katz:

 

El potencial desemboque fascista de la ultraderecha no es un peligro restringido a Estados Unidos o Europa. Constituye también una amenaza para la periferia. Lo ocurrido en el mundo árabe ofrece un indicio de ese desenlace. La gran revuelta democrática que encarnó la primavera de la década pasada fue sangrientamente aplastada por dictaduras y monarquías, que contaron con el auxilio de formaciones fascistas.” (Claudio Katz: 2023)

 

Definitivamente las poblaciones reaccionan así, sintiéndose amparadas por su victimarios, no por “idiotas”, pues inciden allí otros factores: 

 

1) El auge del neoliberalismo en décadas recientes.

2) La derrota actual de los planteos socialistas.

3) Un clima de derechización creciente que tiende a repetirse imitativamente. 

 

Quizá secundariamente, articulados con los anteriores:

 

4) Crisis del sistema capitalista.

5) Auge de la robótica y exclusión de grandes masas.

Continuará con la Parte 2

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