Las de Honduras y Argentina
son turbulencias que nos recuerdan que es un hecho el retorno de la derecha en
el continente, y que la violencia que en ellas se vive es producto de sus
maquinaciones.
Rafael Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica
Honduras y Argentina nos dejan
a los latinoamericanos un fin de año turbulento en política. No son los únicos,
porque ahí está Perú y la lucha entre fujimoristas y las huestes de Pedro Pablo
Kuczyski; o Chile con la victoria del derechista Sebastián Piñera ante la
incapacidad de unión de la izquierda; o Venezuela, en la que el chavismo sigue
afianzándose en el poder por la vía electoral frente a una oposición incapaz
que solo sabe apostar por el apoyo de Washington; o Brasil, en donde Lula
parece enrumbarse hacia una nueva victoria electoral en 2018.
Pero Honduras y Argentina
ponen en evidencia situaciones que deben preocuparnos. El primero por varias
razones. En primer lugar, porque evidencia cómo Centroamérica, especialmente
Honduras, sigue siendo un espacio en el que los Estados Unidos no están
dispuestos a ceder ni un milímetro; no lo hizo la administración de Barak Obama
y su entonces secretaria de Estado, Hilary Clinton, en 2009, y menos lo hará
el plutócrata Donald Trump en el 2017.
Honduras fue un estado-nación
articulado alrededor del enclave bananero -el estado Banana Republic por excelencia-, y es hoy un enclave de la
presencia militar norteamericana desde el que domina, como un balcón sobre la
plaza, el mare nostrum que es el
Caribe, Centroamérica y sus canales interoceánicos reales y virtuales en Panamá
y Nicaragua.
Es la muestra fehaciente que
los Estados Unidos jamás dejaron de tener el ojo puesto en esta región que le
es estratégicamente vital, aún en aquellos momentos relativamente recientes en
los que había quienes consideraban que, entretenidos en el Oriente Medio,
dejaban de mirar hacia América latina y eso posibilitaba el surgimiento de
gobiernos nacional-populares que le hacían frente y se movían con veleidades de
independencia frente a sus designios.
Honduras es, seguramente, el
Estado que más se aproxima a la caracterización de “fallido” en América Latina.
La violencia que se ha desatado después de las elecciones no proviene
solamente, ni en primer lugar, del descontento popular por la manipulación de
los resultados; amplias zonas del país no están controladas ni por el gobierno
ni por la oposición sino por las maras, que en una situación de confrontación
hacen su agosto desatando una violencia encarnizada de la que sacan réditos
económicos y territoriales.
En estas circunstancias,
Honduras es un verdadero caos, un país en el que todos salen perdiendo, los que
estafaron y los estafados; los que participaron y los que no participaron; los
de adentro y los de afuera. Hay en ella un proceso de descomposición política y
social que se profundiza cada vez más desde el 2009, y parece llevar a una
confrontación cada vez más aguda y permanente; una espiral que, como muestra su
vecina Guatemala, puede llevar a situaciones de las que luego es difícil salir;
más aún, de las que es difícil restañar las heridas.
Y Argentina, por su parte,
culmina el año con una situación de turbulencia violenta como no había tenido
desde aquellos lejanos años de principios del milenio, cuando las masas
salieron a las calles bajo el grito que
se vayan todos, poco después que el presidente Fernando de la Rúa huyera en
helicóptero de la Casa Rosada y las calles de Buenos Aires se alfombraran con
piedras, se incendiaran con bombas molotov y se cortaran con barricadas hechas
con escombros y amueblamiento urbano.
Hoy, volvemos a ver un cuadro
parecido cuando el gobierno del empresario derechista Mauricio Macri,
envalentonado por su victoria en las recientes elecciones legislativas, ha
decidido pasar la aplanadora con una serie de leyes que atacan a los más
vulnerables, en este caso a los jubilados, a quienes se les rebajan las
pensiones.
Las de Honduras y Argentina
son turbulencias que nos recuerdan que es un hecho el retorno de la derecha en
el continente, y que la violencia que en ellas se vive es producto de sus
maquinaciones.
No son buenos tiempos; sobre
todo, teniendo en el norte la figura del tuitero máximo quien, a golpe de
tambor, lanza al aire sus trogloditas gritos de guerra. Ojalá salgamos más o
menos indemnes de esta nueva etapa de retroceso político y social.
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