Se podría
entender la medida de Trump como la expresión de una política exterior
sostenida por Washington en el tiempo, que ahora, sin ambages, se permite dar
un manotazo sobre la mesa sin guardar las formas de corrección política.
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
“Israel debe ser como
un perro rabioso, muy peligroso para ser molestado.”
General Moshé Dayán
¿Qué pasaría si el
presidente de un determinado país, pongamos como ejemplo Guatemala, o las Islas
Marshall, unilateralmente decidiera trasladar la embajada de su país en Estados
Unidos, es decir de Washington a otra ciudad distinta de la capital: digamos a
Atlanta, o Las Vegas? Además de tomarlo por chiflado, ello provocaría un
revuelo tal (o un escarnio tal) que la medida ni remotamente podría
concretarse. ¿Por qué no sucede lo mismo con lo que acaba de hacer el
presidente estadounidense Donald Trump con la decisión de trasladar la sede diplomática de su país en Israel,
desde la capital Tel Aviv a la ciudad de Jerusalén?
Porque esa potencia se
mueve como dueña del mundo. Obviamente no lo es, pero su pretensión va por ese
lado. Lo que hace, saltándose todo tipo de norma jurídica internacional, es una
demostración de su prepotencia, de su soberbia imperial. En alguna ocasión,
hace unos pocos años, John Bolton, funcionario de alto nivel de Washington,
dijo sin tapujos: “Cuando Estados Unidos marca el
rumbo, la ONU debe seguirlo. Cuando sea adecuado a nuestros intereses hacer
algo, lo haremos. Cuando no sea adecuado a nuestros intereses, no lo haremos”. Lo proclamado por el
presidente Trump va en ese sentido.
El anuncio del traslado
de la embajada en Israel complica más aún la ya complicada, compleja,
incendiaria situación de Medio Oriente. En modo alguno esto contribuye al
proceso de paz entre israelís y palestinos sino que, por el contrario, lo
aleja, lo boicotea. ¿Por qué, entonces, toma esta medida Donald Trump? Hacer un
análisis pormenorizado de la misma impone tratar de sintetizar innúmeros y
variados elementos, sabiendo que muchos de ellos son fragmentarios, o se mueven
en el más absoluto secretismo, de ahí la dificultad de su comprensión. De todos
modos es necesario intentar entender por dónde va el proceso, para ir más allá
de la crónica roja –e ideológicamente peligrosísima– de continuas muertes entre
“judíos y terroristas árabes” por “motivos religiosos”. Esa televisiva forma de
presentar los acontecimientos entorpece el análisis, obviando los elementos
reales en juego: lucha de clases e intereses capitalistas. Lo que menos está en
juego aquí son elementos de fe religiosa, aunque así se pretenda presentarlo.
Donald Trump efectivizó
lo que ningún presidente estadounidense se había atrevido a concretar desde
1995, año en que una medida legislativa del Congreso de Estados Unidos ya
fijaba el traslado de la embajada de Tel Aviv a Jerusalén. Todos los
mandatarios habían evitado efectivizar la medida, sorteándola con prórrogas
semestrales. ¿Por qué lo hace ahora Trump?
Hay varias
explicaciones, seguramente interactuantes entre sí. Lo que sí, de ningún modo
es una extravagancia de un presidente loco, excéntrico, una pura bravuconada
descontextualizada. En todo caso, todas las políticas imperiales de Washington
son una bravuconada, siendo que el estilo del actual mandatario es menos
“políticamente correcto” que otros. Pero la medida actual de ningún modo puede
tomarse como la expresión de una ocurrencia caprichosa. Hay lógicas férreas
tras todo esto, hay procesos que dan cuenta de la decisión.
Por un lado, se ha
intentado ver esto como una medida determinada por la situación doméstica:
existe la posibilidad que el ahora ex asesor de Seguridad Nacional, el general
Michael Flynn, testifique contra el presidente en el caso de la denunciada
injerencia rusa en las pasadas elecciones. La situación se podría complicar así
para Trump, por eso, la presente medida sería un distractor buscando el apoyo
del Congreso, supuestamente influenciado (¿dominado?) por el llamado lobby
judío. Con ello elevaría el perfil de su yerno, el judío Jared Kushner (casado
con su hija Ivanka, quien se convirtiera a la fe judía), investigado ahora por
la justicia en relación al caso de Rusia, apelando de esa manera a la
influencia israelí para salir del atolladero.
En esa línea, hay quien interpreta la medida como una
cuestión explicable por razones enteramente de política interna: ahora que su
popularidad está en franco descenso, Trump intentaría recuperar el apoyo de
millones de votantes de derecha, conservadores, reaccionarios, en especial de
evangélicos fundamentalistas, que fueron determinantes para ganar la
presidencia. Y también enviando un guiño al lobby judío, tan importante en la
financiación de las campañas presidenciales, cumpliéndole así la promesa oportunamente
formulada de traslado de la capital hacia Jerusalén.
Con todo esto se podría
pensar (buena parte de analistas así lo cree) que Trump responde a las
presiones de ese llamado lobby judío, la poderosa AIPAC
(American Israel Public Affairs Committee) en principio –el Comité de Asuntos
Públicos Israel-Estados Unidos–, quien en su página electrónica expresa: “Los Estados Unidos e Israel forman una
alianza única para enfrentarse a las cada vez mayores amenazas estratégicas de
Oriente Medio. Este esfuerzo colaborador ofrece beneficios importantes tanto
para los Estados Unidos como para Israel”. Ello presentifica, una
vez más, una cierta teoría conspirativa. De ese modo, ese supuesto lobby judío
sería el responsable de la política exterior estadounidense. Cada medida que
toma cualquier presidente sentado en la Casa Blanca responde a los mandatos de
ese lobby, que pareciera moverse en las sombras pero con un poder inaudito.
La política imperial de Washington la fijan los
intereses de sus grandes megacapitales, que no tienen otra lógica que la
interminable acumulación capitalista, sin importar credos religiosos (pudiendo
ser judíos o no). En un brillante
análisis “Sobre el «lobby judío»”, del Grupo
ReVista, publicado el 9 de agosto de
2012, puede entenderse más a fondo el mito en juego que hay allí: [En
cuanto al aporte de los distintos grupos de lobby] “La
industria de la minería, particularmente la del carbón, ocupa el segundo lugar
con casi 100 millones de dólares entre 2007 y 2010. Le sigue la Industria de la
Defensa, de la que el informe no aclara montos. La industria del agro,
alimentación y tabaco gastan “más de 150 millones al año, financiando campañas”
y haciendo lobby. Por supuesto, las petroleras no van a la zaga: “150 millones
en 2010”. El lobby financiero le sigue, pero no se aportan cifras. Las grandes
industrias farmacéuticas gastaron más de 25 millones de dólares en 2009;
seguidas de cerca, sí, aunque no lo puedan creer, por la Asociación Americana
de Personas Retiradas, que gastaron 22 millones de dólares en lobby. La
Asociación Nacional del Rifle, según este informe, gastó 7.2 millones de
dólares en las elecciones de 2010. Y, ahora sí, el omnipresente y omnipotente
lobby pro-israelí, el AIPAC, que gastó… 4 millones de dólares en 2010. Veamos,
algo va mal: si un lobby logra tantísimo con 4 millones de dólares, o son de
una astucia e inteligencia inenarrables, o bien la torpeza del resto es
gigantesca (lo cual, por otra parte, es inverosímil: cómo, entonces, han
llegado a obtener tantísimo dinero).”
Más
acertadamente, creemos, se podría entender la medida de Trump como la expresión
de una política exterior sostenida por Washington en el tiempo, que ahora, sin
ambages, se permite dar un manotazo sobre la mesa sin guardar las formas de
corrección política. Sin ningún lugar a dudas el reconocimiento de Jerusalén
Este como capital de Israel traerá más conflictos en la región, de por sí ya
muy convulsionada. Esto hace saber al mundo que Estados Unidos ya no considera
la ocupación israelí en Jerusalén Oriental como un acto ilegal, avalando así los
asentamientos judíos construidos después de la Guerra de 1967, los cuales
vulneran el derecho internacional según el Convenio de Ginebra. Por supuesto
que esto traerá la reacción de los palestinos (que ya comenzó, y no sería
improbable que se forme una Tercera Intifada), o de buena parte del mundo
musulmán incluso, lo que se verá reflejado en más represión por parte del
Estado de Israel. La posibilidad de creación de un estado palestino queda así
relegada sin fecha, lo que militarmente significa más guerra para toda el área
(¿más negocio para el complejo militar-industrial?).
En otros
términos: la medida de Trump, rechazada por la amplia mayoría de países, no es
sino la escenificación “sin anestesia” (un tanto brutalmente, como es el estilo
de este magnate arrogante, “macho” probado) de una inveterada política
estadounidense respecto a Israel, más allá de las presiones de un pretendido todopoderoso
lobby judío. ¿Por qué Washington, en solitario, sigue apoyando al Estado
israelí, más allá de todas las condenas que pueda haber hecho la comunidad
internacional, más allá del derecho internacional, más allá de las medidas
enjuiciatorias emanadas de la ONU? ¿Por qué Israel es el país que más ayuda
recibe como cooperación internacional de parte del país americano: 3.000
millones de dólares anuales? ¿Por qué su poderío nuclear ni se menciona, cuando
a Washington lo enfurece el desarrollo atómico de Irán o de Corea del Norte?
¿Por qué tolera la continua violación flagrante de derechos humanos contra el
pueblo palestino, una de las más monstruosas aberraciones humanas, comparable a
las atrocidades que décadas atrás cometieron los nazis contra los judíos en los
oprobiosos campos de concentración europeos, tan abiertamente condenados por
Washington? Porque la clase dominante de Estados Unidos hace lo que quiere,
considerándose dueña del mundo: “Cuando sea adecuado a
nuestros intereses hacer algo, lo haremos. Cuando no sea adecuado a nuestros
intereses, no lo haremos”. Y el Estado de Israel sirve a esos intereses imperiales
de los grandes megacapitales norteamericanos.
“¿Por qué Estados Unidos apoya a Israel?”, se preguntaba Stephen Zunes en un muy lúcido análisis: “Las frecuentes guerras libradas
por Israel han servido de campo de pruebas para el armamento norteamericano, a
menudo contra el armamento soviético. Israel ha servido como conducto para
suministrar armamento norteamericano a regímenes y movimientos demasiado
impopulares en Estados Unidos como para concederles ayuda militar directa, como
el régimen del apartheid en Sudáfrica, la República Islámica de Irán, la Junta
Militar de Guatemala, o los contra en Nicaragua. Asesores militares israelíes han ayudado a la Contra, a la
Junta de El Salvador, y a las fuerzas de ocupación presentes en Namibia y el
Sáhara Occidental. Los servicios de inteligencia de Israel han ayudado a los
servicios de inteligencia de Estados Unidos en la recogida de información y en
operaciones secretas. Israel cuenta con misiles capaces de llegar hasta la
antigua Unión Soviética, tiene un arsenal nuclear de cientos de armas, y ha
cooperado con la industria militar de Estados Unidos en la investigación y el
desarrollo de nuevos aparatos de vuelo y sistemas de defensa antimisiles. (…) La correlación está clara: cuanto más
fuerte y más dispuesta a cooperar con los intereses de Estados Unidos se muestra Israel, mayor es el apoyo que se le brinda.”
En
otros términos, el Estado de Israel es una avanzada de la política exterior
estadounidense en Medio Oriente. Está ahí, armado hasta los dientes (se sabe
que dispone de hasta 400 armas atómicas, no declaradas oficialmente, existiendo
lo que se conoce como Opción Sansón –estrategia de disuasión de retaliación masiva con armas
nucleares en contra de las naciones cuyos ataques
militares amenazan su existencia–)
para cuidar los intereses estadounidenses, intereses que ¡no son religiosos
precisamente!
Está
ahí, y seguirá estando –la medida de Trump envía el mensaje claramente– para:
1)
disciplinar a todo aquel que intente tomar alguna medida
popular con tinte socialista, o que ponga en entredicho los intereses estadounidenses,
extendiendo así la lógica de la Guerra Fría (Israel comenzó a ser una
“delegación militar” de Estados Unidos en la década de los 60 del siglo pasado,
cuando el “socialismo árabe” pro soviético comenzaba a expandirse por la
región);
2)
cuidar las reservas petroleras de las que se aprovecha la
economía norteamericana (el Consejo de Cooperación del Golfo –compuesto por
Kuwait, Qatar, Omán, Arabia Saudita, Bahrein y los Emiratos Árabes Unidos, el
mayor proveedor de petróleo del mundo, constituido por regímenes conservadores
disciplinadamente alineados con Washington, un muy importante comprador de
equipo militar del complejo militar-industrial americano–, es un aliado de
Israel, lo que evidencia que no todo el mundo árabe o musulmán está enfrentado
con ese país);
3)
contener el avance de las geoestrategias de Rusia, China o de
Irán;
Sin
cuidar las formas –parece que a este presidente eso no le preocupa mucho– Trump
ha hecho saber al mundo que el complejo militar-industrial (que podrá ser judío
o no, eso no importa, es casi anecdótico) sigue marcando el ritmo de la
política imperial de Washington. Lo cual evidencia, por otro lado, que el
capitalismo, en tanto sistema global, no puede ofrecer solución a los problemas
de la Humanidad, puesto que su única salida, su única posibilidad de
supervivencia, es la guerra. Por lo que, una vez más, son válidas las palabras
de Rosa Luxemburgo: “socialismo o
barbarie”.
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