Toda obra humana es colectiva. Cuando escribimos siempre lo hacemos acompañados. Nos expresamos en bloque; mucho más cuando exigimos justicia, libertad, trato igualitario, una vida mejor, dignidad. Vacuna para todos, salud para todos porque amamos la vida.
Roberto Utrero Guerra / Especial para Con Nuestra América
Desde Mendoza, Argentina
Comencemos por la primera: durante la ocupación nazi en Austria (1939), un hombre se niega a reconocer a Hitler. Es la lucha de David contra Goliat. Sabe de antemano que va a perder. Pero no cede. Es un hombre libre, el más libre. No le teme a la muerte. Es inmortal. Si es inmortal ¿qué es el reino de los cielos? cabe preguntar; y es lo que intenta responder Terrence Malick –el legendario cineasta estadounidense, responsable de títulos como Días de gloria, El árbol de la vida y La delgada línea roja. Allí toma la historia real de Franz Jägerstätter, un campesino austríaco que terminó transformándose en objetor de conciencia, cuando este término ni siquiera había sido inventado.
Luego de la anexión de Austria al Tercer Reich, Jägerstätter no quiso levantar el fusil y terminó sentenciado a muerte y ejecutado en agosto de 1943, a los 36 años. Católico practicante, hace poco más de una década la Iglesia lo beatificó; nuevo ejemplo de restauración tardía que tiene bastante que ver con la historia del personaje real narrada en el film.
La decisión de Franz y su consiguiente martirologio tienen causas y consecuencias profundas y mundanas, religiosas y seculares, privadas y públicas, personales y familiares.
En las primeras escenas, marcadas por ese particularísimo estilo visual y rítmico inmediatamente reconocible (el uso del gran angular, la fotografía preciosista, los cortes de montaje abruptos), Franz deja su pueblo y participa de un entrenamiento militar que le deja una única enseñanza: nunca podrá apoyar con su cuerpo, su mente y un arma una causa como la del estado alemán.
El regreso al hogar y al abrazo de su mujer y sus tres hijas es el inicio de una nueva vida, en la cual la defensa irrestricta de sus convicciones no hará más que horadar y destruir todo aquello por lo cual había luchado hasta ese momento.
El papel de Franz está interpretado por el actor alemán August Diehl y el de Fani por la austríaca Valerie Pachner, quien menciona: “Crecí en un lugar a unos 50 kilómetros de St. Radegund y tenía conocimiento de la historia de Fani y su marido. No es que la gente hablaba todo el tiempo de ellos, pero su historia siempre fue algo familiar para mí, desde muy pequeña”.
El pueblito rural de Sankt Radegund tiene hoy menos de 600 habitantes, por lo que no es necesario tensar demasiado la imaginación para tener una idea del lugar hacia finales de la década del 30.
Van Gogh en las puertas de la eternidad, con Willem Dafoe, por su parte, relata en cámara lenta sus últimos días en Arles, Francia, en donde convive con Paul Gauguin. Su relación inseparable con su hermano Theo y su muerte provocada por dos jóvenes que lo apuñalan y muere dos días después sin haberlos denunciado.
Al ver el film, lo primero que se nota es su poco común manejo de la cámara, con movimientos erráticos y frenéticos, la imagen nos lleva por un viaje lleno de luz y colores pasteles, donde Van Gogh comienza su travesía a la locura.
La actuación de Willem Dafoe es excepcional, personificando un Vincent delicado, sensible, confundido y enamorado de la pintura, pero al mismo tiempo aislado por ella.
La cinematografía brusca combinada con la inclusión de una franja alterando la paz de la composición, acentúa esa lucha mental de Van Gogh por permanecer centrado en la realidad y no perder por completo la cordura.
Paul Gauguin (protagonizado por Oscar Isaac) es un pilar en la felicidad efímera de Vincent, quien siente abandono y desolación en cuanto éste no está con él. Haciendo la función de guía espiritual y mentor, Gauguin es una parte elemental en el arco del personaje en este film, ya que con su partida desencadena la locura y total disociación con la realidad que Van Gogh tenía, llevándolo a cometer actos con los que el pueblo en el que vivía lo etiquetara de loco, por lo cual sería encerrado.
El film está ensamblado de tal forma que nos lleva a pensar en los cuadros del mismo pintor, cargados de color y en ocasiones con exceso de pintura, lleva un ritmo armonioso entre la total locura, la calma y la súbita inspiración que por años caracterizaron a su protagonista.
Fue dirigido y escrito por Julian Schnabel, pintor y director de cine, de origen judío, nacido en Brooklin en 1951, coronado por la inspiradora y exquisita actuación de Willem Dafoe, nominado al Oscar por mejor actor principal.
Cristo y la mujer adulta, fue el cuadro encontrado en una mina de sal que el mariscal Goering tenía como un legítimo Vermeer. Sin embargo fue pintado por el holandés Van Meeregan. Su trágica historia está narrada en el film El último Vermeer, de 2019.
Thriller dramático, narra una historia real ocurrida tras la II Guerra Mundial. Joseph Piller (Claes Bang) es un soldado que investiga a un artista holandés (Guy Pierce) acusado de conspirar con los nazis. A pesar de las abrumadoras evidencias, Piller se va convenciendo de que el artista es inocente, y se enfrenta a la ardua labor de defenderle para salvar su vida, llena de color y misterio.
Van Meeregan, conocedor y el mejor falsificador de la obra de Vermeer, convence al jurado de la autoría de sus obras a través del uso de químicos, los mismos que empleará luego Piller para acusar a Van Meeregan de su devoto amor por Hitler en un cuadro dedicado al Fürer. Van Meeregan muere de un ataque cardíaco el 30 de diciembre de 1947.
En Página 12 del 7 de septiembre 2021, Vermeer vuelve a ser noticia. "Joven leyendo una carta frente a la ventana abierta", volverá a ser expuesta este mes después de un proceso de restauración y con una novedad: se devela la imagen de un retrato de Cupido en el lateral de la obra.
La figura había sido cubierta y, aunque se detectó en los ‘70 al ser estudiada con rayos X, recién ahora pudo verificarse el contorno preciso y la autoría del artista holandés.
En una investigación de 1982, científicos y expertos habían asegurado que fue el mismo Vermeer quien descartó la imagen de Cupido y decidió cambiar la composición del cuadro, aunque no pudieron determinar el motivo.
La obra será exhibida a partir del 10 de septiembre.
Lejos de certezas, la película sobre el pintor holandés y la noticia reciente, nos demuestran que caminamos sobre arenas movedizas y sólo un necio puede asegurar la existencia o no, de algo que tiene frente a sus ojos.
El dolor es inherente a la vida, no solo humana. Nada nuevo. De allí el duelo. Las pérdidas nos han envuelto en duelos, duelos que no pueden manejarse antojadizamente.
Se dice que la muerte de su hija Francine, de 5 años, sometió a Descartes a un duelo horrible y prolongado. Se dice que viseccionaba animales para encontrar la causa de la enfermedad de la niña. No encontraba respuesta a su dolor de padre. Hecho que carece de palabras para definirlo, porque es antinatural que un padre entierre a un hijo. Sólo lo sabemos quienes hemos pasado por esa catástrofe devastadora.
De las reflexiones de ese duelo nació la ciencia moderna, el cartesianismo, identificado con su apotegma: “pienso, luego existo”.[1]
Tal vez el mismo dolor por la sordera de su madre, llevó a Alexander Graham Bell a inventar el teléfono.
Los vericuetos de la creatividad presionan la imaginación y, como diría Einstein, ésta es más importante que el conocimiento.
Sin embargo, la curiosidad es lo que mueve al hombre desde niño a preguntar ¿por qué?
Finalmente sabemos que todo tiene un porqué, un origen. El motor inmóvil de Aristóteles.
También sabemos, pero lo hemos ratificado en esta pandemia global, que jamás estamos solos. Somos fruto de la humanidad, aunque esto no impida sentirnos solos dentro de la multitud.
De ello deriva que toda obra humana es colectiva. Cuando escribimos siempre lo hacemos acompañados. Nos expresamos en bloque; mucho más cuando exigimos justicia, libertad, trato igualitario, una vida mejor, dignidad. Vacuna para todos, salud para todos porque amamos la vida.
Quienes tenemos la posibilidad de hacerlo lo hacemos en nombre de los que no pueden. Quien está al frente lo sabe. Lo saben los viejos dueños de la tierra, los creadores de la ley y con ella la propiedad, los documentos, las necesarias identidades que deben tributar.
Ellos practican la necropolítica[2] (concepto que destrona la biopolítica foucaltiana), administran la muerte de millones, porque son dueños de los laboratorios, para estar sano hay que pagar, sus laboratorios crean virus para someter al 99% de la humanidad.
También fueron dueños de la palabra, de la lengua, como la RAE, creada para dar brillo y esplendor en 1713, cuando España era la tierra en que jamás se escondía el sol.
Los ingleses no tienen academia de la lengua, pero inventaron la palabra alien – extraterrestre o no humano, en el mejor de los casos – para definir a los no nacionales, tanto en el viejo Reino Unido o en el imperio global, que decide quién vive y quién no.
Los mestizos como yo – prácticamente todos, porque los pueblos originarios son un crisol de etnias –, llevamos la contradicción en la sangre, nos interpelan cinco siglos (al menos los que bajamos de los barcos) de luchas en este extenso nuevo mundo, extremadamente desigual, cargado de recursos, promesas y esperanzas.
En 2016, Alberto Manguel publica Una historia natural de la curiosidad. Para ello utiliza La Divina Comedia de Dante Alighieri. Dante compone casi toda su obra en el exilio, en Rávena donde murió el 13 o 14 de septiembre de 1321.
Manguel, nació en Buenos Aires en 1948, hijo del embajador argentino en Israel – cuando se crea el Estado, luego de Yalta –, vivió su infancia en Tel Aviv.
La familia regresó al país cuando tenía 7 años. A partir de 1968 vivió en Francia, Inglaterra, Italia y Tahití, desempeñándose como editor, escritor y traductor. La edición castellana de su libro es de 2019.
Sin embargo, su rasgo distintivo es que fue lector de Jorge Luis Borges. Manguel era aún un adolescente cuando conoció a Borges en la librería Pygmalión; el primero trabaja en este negocio y el segundo acudía con frecuencia a comprar libros. Pese a ser un joven inquieto como cualquier otro, Alberto era ya un políglota a los 16 años.
De este modo, el pequeño Alberto tuvo el oficio de lector antes que muchos otros y, al mismo tiempo, el gusto literario de Borges – criterio notable dada la persona que lo ostentaba – que pudo haberlo influenciado.
En 2016 a pedido del gobierno de Macri se hace cargo de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, luego del recordado y querido, Horacio González. Lo primero que hace es quintuplicarse el sueldo. Su renuncia en 2018, es la crónica de un final anunciado, decía el Secretario de Cultura, Avelluto. El escritor se quejó por la situación presupuestaria, dijo que no tenía “ni un mango para comprar un grano de café”. Sin embargo, redujeron a secretaría al Ministerio. Lo sabemos. También sabemos que su enfermedad le impidió desempeñarse como le hubiera gustado, amante de los libros desde siempre, ocupaba su tiempo en el antiguo edificio, incluso inclinó a viejos empleados de la Biblioteca a leer, cuenta haberlos encontrado leyendo los clásicos. Meritoria también fue la aceptación de la biblioteca personal del escritor Adolfo Bioy Casares.
En su complejo y diverso recorrido por la curiosidad, pone en duda los testimonios existentes sobre la memoria, como las cuatro ruedas de la máquina de la memoria de Orazio Toscanella, Venecia, 1569, las que son una muestra material de las búsquedas de Dante y Ulises. No olvidemos que en el auge del racionalismo del siglo XVI, los mecanismos más ingeniosos eran parte del arsenal científico como las pantallas en la actual época virtual. Tampoco que el Ulises de la Odisea, inspiró al irlandés James Joice o, el inmenso trabajo de Marcel Proust para escribir En busca del tiempo perdido.
Siete siglos del encuentro de Dante y Ulises, el 6 de agosto de 2012, luego de recorrer más de 560 millones de kilómetros llegó al planeta Marte y aterrizó en la planicie Aeolis Paulus, la nave Curiosity. (pág. 78)
Manguel comparte sus propias dudas existenciales, “sobre mi escritorio tengo una foto tomada a principio de los sesenta. En ella se ve a un adolescente acostado boca abajo en la hierba, levantando la mirada sobre un bloc de hojas donde estaba dibujando o escribiendo…Yo soy ese adolescente, pero no me reconozco en la fotografía. Sé que soy yo, pero ésa no es mi cara.
La foto se tomó hace medio siglo, en algún lugar de la Patagonia, probablemente en Esquel. Si miro al espejo hoy, veo una cara cansada e hinchada rodeada de pelo gris y una jovial barba blanca. Los ojos, flanqueados de arrugas y enmarcados en estrechas gafas, son de un marrón aceitunado con algunas manchas anaranjadas. Una vez traté de cruzar hacia Inglaterra con un pasaporte donde se afirmaba que mis ojos eran de color verde, el empleado de migraciones, mirándome a la cara me dijo que debería corregir ese dato y pasarlo a azul; caso contrario, la próxima vez se me denegaría la entrada…Tengo el vago temor que si algún día me viera verdaderamente al cruzar la calle, no me reconocería. Estoy convencido de que no podría señalarme en una línea de sospechosos policiales, ni tampoco me resultaría fácil identificarme en una fotografía de grupo.” (pág. 186)
Más adelante insiste: “Las preguntas ‘dónde estoy’ y ‘quién soy’ están interconectadas y cada una de ellas busca su respuesta en la otra…Somos cartógrafos de alma. Parcelamos y etiquetamos nuestro ‘aquí’ y creemos que nos movemos de un lado para otro, hacia territorios extranjeros, quizá sólo para desplazar nuestros cimientos y nuestro sentido de identidad.” (pág. 242)
Ahora y siempre, la vanidosa y soberbia criatura humana se diluye en la nada del universo…
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