El “viejo mañoso” en que se ha transformado el capitalismo, en definitiva, no es sino la expresión actualizada de algo que desde hace 200 años sabemos que no tiene salida.
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
En estos momentos, bien entrado ya el siglo XXI, aquella marea de cambio que se mostraba imparable no existe. No sólo eso: muchos de los avances sociales conseguidos durante los primeros años del siglo XX hoy día se han revertido, en tanto que el ambiente dominante a escala planetaria se pretende que sea, al menos desde los poderes centrales que dictan las políticas globales, despolitizado, desideologizado, “light”. La pandemia actual viene a reforzar esa situación de postración para las grandes mayorías populares.
El sistema capitalista, de quien se anunciaba victorioso estaba por caer –eso se creía con profunda honestidad– no cayó. Lejos de ello, se muestra muy vivo, activo, vigoroso. De la Guerra Fría que marcó a sangre y fuego por largos años la historia global, fue el capitalismo quien salió airoso, y no la propuesta socialista. El muro de Berlín, símbolo de esa confrontación justamente, se terminó vendiendo por trocitos como recuerdo turístico. Y de las posiciones ideológicas de izquierda que definieron buena parte de los acontecimientos del siglo XX hoy parecieran quedar sólo algunos sobrevivientes, pero no son las que marcan el ritmo de los acontecimientos.
Vistas así las cosas, el panorama pareciera sombrío. En un sentido, lo es. Las represiones brutales que siguieron a esos años de crecimiento de las propuestas contestatarias, los miles y miles de muertos, desaparecidos y torturados que se sucedieron en cataratas durante las últimas décadas del siglo XX en los países del Sur con la declaración de la emblemática Margaret Tatcher “no hay alternativas” como telón de fondo, el miedo que todo ello dejó impregnado, son los elementos que configuran nuestro actual estado de cosas, que sin ninguna duda es de desmovilización, de desorganización en términos de lucha de clases. Lo cual no quiere decir que la historia está terminada. La historia continúa, y la reacción ante el estado de injusticia de base (que por cierto no ha cambiado) sigue presente. Ahí están nuevas protestas y movilizaciones sociales recorriendo el mundo, quizá no con idénticos referentes a los que se levantaban décadas atrás, pero siempre en pie de lucha reaccionando a las mismas injusticias históricas, con la aparición incluso de nuevos frentes: las reivindicaciones étnicas, de género, de identidad sexual, la lucha por el medio ambiente.
De todos modos, aunque es cierto que las luchas reivindicativas no terminaron –ni es posible que terminen, porque son el motor de la historia precisamente–, están adormecidas. En términos generales lo que se ha inoculado en la cultura política de la población planetaria es el conformismo, la cultura “light”, la mansedumbre. Eso marca el momento actual. Las políticas neoliberales de estas últimas décadas sirven para acallar protestas: se trabaja cada vez más sin prestaciones sociales, sin sindicatos, en condiciones de mayor pauperización, y no hay que protestar porque se puede perder el escaso trabajo. En ese sentido, el capitalismo no está muerto. Las ganancias capitalistas, pese a la pandemia, siguen creciendo.
El sistema, que sin ningún lugar a dudas no puede solucionar todos los problemas humanos que hoy día ya son solucionables gracias al desarrollo científico-técnico, no está agotado. Con varios siglos de existencia, sabe arreglárselas muy bien para permanecer de pie. En la guerra contra el socialismo, hoy por hoy va ganando. Pero eso no es una buena noticia para la humanidad, porque la prosperidad de unos pocos asienta en las penurias de las grandes mayorías planetarias. Después de la pandemia no se ve, al menos en principio, un horizonte post capitalista. Al contrario, todo augura más capitalismo, con una super potencia en declive disputando la hegemonía mundial con otras dos super potencias (con capitalismo de Estado y capitalismo mafioso una, con socialismo de mercado la otra). Las guerras no han desaparecido de la historia, sino que siguen siendo una cruda realidad, y la posibilidad de un holocausto termonuclear está siempre abierta. Ante este mundo y la nueva normalidad que se avecina, con este “Gran Reinicio” que los capitales occidentales propician, la clase trabajadora mundial no puede sentir ninguna alegría. Si nuevas pandemias podrán venir, y la salud seguirá siendo un bien comercializable, el camino capitalista es un callejón sin salida. Por tanto, como gran tarea pendiente, estamos llamados a construir algo distinto, una alternativa a este modo de producción basado solo en el lucro, que prescinde tanto del ser humano –a quien transforma en esclavo asalariado, o lo desecha producto de la robotización– o se lleva por delante la naturaleza, olvidando que hay un solo planeta, que nuestra casa común no es una infinita cantera para explotar. Entonces: el sistema no está en fase de agonía, sino que se ha transformado en un “viejo mañoso”, aún con mucha energía.
¿Por qué “viejo mañoso”? Porque está dando renovadas muestras que “se las sabe todas”, y con aire mafioso no sólo sobrevive como sistema, sino que aún no se le ve final a la vista. Y peor aún: que para seguir sobreviviendo apela a cuanto juego sucio podamos imaginarnos, de lo más deleznable, bajo y ruin, pero siempre presentado como políticamente correcto.
Es un dato muy importante, y que en términos estratégicos de mediano plazo marca un escenario desconocido años atrás: el capitalismo de las que hasta hoy son las potencias, Estados Unidos y Europa, ya no está creciendo más, sino que se recicla. La potencia juvenil de los primeros burgueses de las ciudades medievales europeas, la potencia de los primeros cuáqueros llegando en el Mayflower a la tierra de promisión americana, todo eso ya no existe. En todo caso el nuevo capitalismo chino está dando muestras de una vitalidad ya perdida en los puntos históricos de desarrollo. Aún es un misterio cómo se seguirá comportando este nuevo capitalismo (o socialismo de mercado), si seguirá los mismos pasos seguidos por las potencias tradicionales (incluyendo a Japón), transformándose en un nuevo imperialismo guerrerista, tal como todos los crecimientos capitalistas considerables terminaron dando como resultado, o es una variante digna de ser observada con detenimiento. ¿Espejo donde pueda mirarse la gran masa de trabajadores y empobrecidos del mundo? Quizá no por ahora. Lo cierto es que en los países históricos del sistema (y en Estados Unidos más aún, líder de ese arrollador crecimiento de la empresa privada por más de un siglo), todo indicaría que se está involucionando. Pero no desapareciendo.
¿Qué significa esto? Que el capitalismo, como sistema desarrollado hasta niveles descomunales en cuanto a lo técnico, encontró un límite y se ha comenzado a dedicar cada vez más a sobrevivir, permítasenos decirlo así: en la holgazanería. La creatividad industrial, que por supuesto no ha muerto, se va trocando hacia formas de parasitismo social, fabulosas para los grandes poderes, pero inservibles para la población, y para el sistema mismo. La savia productiva se va viendo reemplazada por la especulación financiera, y entre los negocios más redituables van consolidándose los ligados a la destrucción: las armas, la guerra, el narcotráfico. En ese sentido, entonces, el capitalismo no está muerto, pero sí severamente enfermo, aunque pueda sobrevivir por mucho tiempo más aún.
La crisis financiera actual viene a resaltar los límites infranqueables del sistema: desde un esquema capitalista, que se basa sólo en la obtención de ganancia empresarial a cualquier costo y nada más, la inercia misma del sistema hace prescindible a la gente y lo único que interesa es la acumulación. Esta lógica se independiza y se mueve sola, casi con la lógica de una máquina automatizada. El sistema no puede reparar en la gente de carne y hueso; eso no importa, es prescindible, no cuenta al final del proceso. La acumulación capitalista llega a tal nivel de autonomización que lo más importante puede llegar a ser la muerte, si es que eso “da ganancia”. Tan es así que el actual modelo capitalista lo demuestra con creces: la guerra, la muerte, los negocios sucios como el trasiego de estupefacientes, son su energía vital. Y cada vez más. Uno de los pocos negocios que creció durante la pandemia fue, justamente, la industria militar (junto a la banca, las farmacéuticas y los ligados a inteligencia artificial).
El capitalismo chino, segunda economía a escala planetaria y siempre en ascenso, aún en plena crisis financiera de los grandes centros capitalistas históricos, de momento no muestra estas características mafiosas. Seríamos quizá algo ilusos si pensamos que ello se debe a una ética socialista que aún perduraría en el dominante Partido Comunista que sigue manejando los hilos políticos del país. En todo caso responde a momentos históricos: la revolución industrial de la Inglaterra de los siglos XVIII y XIX China recién ahora la está pasando, al modo chino por supuesto, con sus peculiaridades tan propias (la sabiduría y la prudencia, ante todo). Queda entonces el interrogante de hacia dónde se dirigirá ese proyecto. Pero lo que es descarnadamente evidente es que el capitalismo ya envejecido se mueve cada vez más como un capo mafioso, como un “viejo mañoso”, pleno de ardides y tretas sucias. Entre las actividades comerciales más dinámicas hoy día a nivel mundial se encuentran la producción de armas y el tráfico de drogas ilícitas. Y los dineros que todo eso genera alimentan las respetables bolsas de comercio que marcan el rumbo de la economía mundial al tiempo que se esconden en mafiosos paraísos fiscales intocables. En ese sentido, la enfermedad estructural define al capitalismo actual.
Si el negocio de la muerte se ha entronizado de esa manera, si lo que duplica fortunas inconmensurables a velocidad de nanotecnología es la constante en los circuitos financieros internacionales, si en una simple operación bursátil se fabrican cantidades astronómicas de dinero que no tienen luego un sustento material real, si el capitalismo en su fase de hiper desarrollo del siglo XXI se representa con paraísos fiscales donde lo único que cuenta son números en una cuenta de banco sin correspondencia con una producción tangible, si destruir países para posteriormente reconstruirlos está pasando a ser uno de los grandes negocios, si lo que más se encuentra a la vuelta de cada esquina son drogas ilegales como un nuevo producto de consumo masivo mercadeado con los mismos criterios y tecnologías con que se ofrece cualquier otra mercadería legal, todo esto demuestra que como sistema el capitalismo no tiene salida.
Por supuesto que al sistema eso no le molesta especialmente. “Si da dinero, eso es lo que cuenta”, es la macabra sentencia. Así nació, creció y se globalizó el sistema. Así arrasó buena parte de la naturaleza y diezmó culturas ancestrales, arrollando a su paso todo lo que le significaba un obstáculo en su loca carrera por acumular. Pero hoy se ha entrado en una nueva fase donde al sistema ya no le interesa sólo la producción de bienes y servicios útiles para sus consumidores, pues lo único que lo mueve es la continuación de esa acumulación. Y como el capitalismo tiene un tope en tanto sistema en la producción de esos bienes, para seguir manteniéndose debe generar nuevos espacios donde desarrollarse, donde seguir reproduciéndose. Es así que va perfilándose este capitalismo de corte mafioso, este “viejo mañoso” interesado en promover nuevos campos de consumo como las guerras y el uso masivo de drogas ilegales.
Esto no es un simple hecho anecdótico, una transgresión, una travesura. La producción de guerras y la distribución planetaria de drogas ilícitas pasaron a ser parte de una estrategia de sobrevivencia del sistema, tanto porque genera las mayores cantidades de dinero que alimentan la economía global como por los mecanismos de control políticosocial y cultural que permiten. Esta nueva fase mafiosa que empieza a atravesar el sistema, que ya viene perfilándose desde las últimas décadas del siglo pasado, es la tónica dominante. China, con un capitalismo joven aún, no requiere de estos mecanismos. Los grandes bancos europeos, y más aún, los estadounidenses, ya han comenzado a hacer de ellos los engranajes que mantienen vivo el sistema.
El capitalismo no está en crisis terminal. Convive estructuralmente con crisis de superproducción, desde siempre, y hasta ahora ha podido sortearlas todas. Estos nuevos negocios de la muerte son una buena salida para darle más aire fresco. Lo trágico, lo terriblemente patético es que el sistema cada vez más se independiza de la gente y cobra vida propia, terminando por premiar el que las cuentas cierren, sin importar para ello la vida de millones y millones de “prescindibles”, de “población sobrante”, población “no viable”. Ello es lo que autoriza, una vez más, a ver en el capitalismo el principal problema para la humanidad. Esto es definitorio: si un sistema puede llegar a eliminar gente porque “no son negocio”, porque consumen demasiados recursos naturales (comida y agua dulce, por ejemplo) y no así bienes industriales (es lo que sucede con toda la población del Sur), si es concebible que se haya inventado el virus de inmunodeficiencia humana –tal como se ha denunciado insistentemente– como un modo de “limpiar” el continente africano para dejar el campo expedito a las grandes compañías que necesitan los recursos naturales allí existentes, si un sistema puede necesitar siempre una cantidad de guerras y de consumidores cautivos de tóxicos innecesarios, ello no hace sino reforzar la lucha contra ese sistema mismo, por injusto, inhumano, inservible, por atroz, por sanguinario. Porque, lisa y llanamente, ese sistema es el gran problema de la humanidad, pues no permite solucionar cuestiones básicas que hoy día sí son posibles de solucionar con la tecnología que disponemos, tales como el hambre, la salud, la educación básica. Como dijo Fidel Castro: “Las bombas podrán terminar con los hambrientos, con los enfermos y con los ignorantes, pero no con el hambre, con las enfermedades y con la ignorancia”.
El “viejo mañoso” en que se ha transformado el capitalismo, en definitiva, no es sino la expresión actualizada de algo que desde hace 200 años sabemos que no tiene salida. Que se salven algunos grupos elitescos en presumibles instalaciones fuera de este planeta (la ciencia ficción ya no nos sorprende) no significa salida alguna. En ese sentido es cada vez más claro, como dijera la revolucionaria Rosa Luxemburgo, que “socialismo o barbarie”. Si la salida para el capitalismo son guerras, consumidores pasivos de drogas y población “light” despolitizada, eso no es sino la más elemental justificación para seguir peleando denodadamente por cambiarlo. Este “viejo mañoso” no es sino la patética expresión de la barbarie, la negación de la civilización, la porquería más radical. ¿Cómo es posible haber llegado a esta locura en la que vale más la propiedad privada sobre un bien material que una vida humana? ¿Cómo es posible que para mantener esto se apele a la muerte programada, fría y calculada? Eso es la barbarie, y eso nos tiene que seguir convocando a su transformación.
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