Esta “democracia” a la chilena, maniatada y coja, llena de enclaves autoritarios, como bien señala el sociólogo chileno Manuel Garretón, parece también haberse agotado. Y para mayor alarma, en su atrofia creciente va dejando una estela de desencanto entre sectores significativos de la población, especialmente sus nuevas generaciones.
Soplan aires de cambio en Chile, aunque contrario a lo acontecido recientemente en Uruguay y Bolivia, son más bien de carácter regresivo. Luego de los comicios del pasado domingo en Chile, la Concertación de Partidos por la Democracia, una coalición de fuerzas social-liberales y demócrata-cristianas, se enfrenta al posible final de su predominio político de veinte años al frente del gobierno chileno. Su apuesta decidida por la continuidad del orden político y económico neoliberal legado por la dictadura de Augusto Pinochet, finalmente fue agotando su unidad interna y poder de convocatoria.
A ello se suma el poco atractivo, por no decir mediocre, candidato presidencial, el ex presidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle, a quien de nada le valió la altísima tasa de popularidad que disfruta la actual mandataria Michelle Bachelet, que alcanza la friolera de casi 80 por ciento. A pesar de ello, Frei sólo fue capaz de cosechar un 29.62 por ciento del voto, frente al 44 por ciento obtenido por el candidato de la derecha, Sebastián Piñera Echenique. Con ello, la derecha, quien ya concentra en sus manos gran parte del poder económico en el país, parece estar próxima a conquistar también la jefatura del gobierno en una segunda vuelta en la que a Frei se le hace bastante cuesta arriba conseguir los veinte puntos porcentuales adicionales que por lo menos le harían faltan para imponerse. “Nos enfrentamos a la posibilidad de que la derecha gane las elecciones y debemos prepararnos para ello”, advertía poco tiempo antes de los comicios el reconocido periodista chileno Manuel Cabieses, director de la revista Punto Final.
Ningún candidato de la Concertación había obtenido menos del 45 por ciento en la primera vuelta de comicios anteriores. Incluso el propio Frei obtuvo en 1993 un 58 por ciento de los votos emitidos. El cuadro se le complicó además por la división sufrida al interior de la Concertación, lo que llevó a la presentación de otros dos candidatos presidenciales: el socialista allendista Jorge Arrate y el joven diputado social-liberal independiente Marco Enríquez-Ominami. Este último obtuvo un sorprendente 20.13 por ciento del voto y el primero poco más del 6 por ciento. Unido el voto de centro-izquierda, éste suma poco más del 53 por ciento del total del voto emitido en la primera vuelta.
Así las cosas, Frei se verá obligado a negociar con Arrate y Enríquez-Ominami, cuyos electores, a pesar de ser críticos de la Concertación, le son imprescindibles para superar a Piñera en la segunda vuelta del 17 de enero.
Si bien es cierto que Arrate declaró en la noche del domingo que está inclinado a pedirles a sus seguidores que voten por Frei en la segunda vuelta, Enríquez-Ominami no ha sido tan claro. Inicialmente, ha entendido mejor dejar a su electorado libre para votar por quien desee: “Ustedes son responsables y sabrán qué hacer en la segunda vuelta, que enfrenta a dos líderes del pasado”. Ahora bien, aclaró: “Mi domicilio es la izquierda progresista y un Gobierno de Sebastián Piñera sería un evidente retroceso histórico para Chile”, agregó. El voto de los electores de Enríquez-Ominami será decisivo para decidir quién se alza finalmente con la victoria, aunque éste ha advertido que si triunfa finalmente la derecha, la única responsable de ello será la propia Concertación por la pérdida del favor de la mayoría del electorado.
Ahora bien, esta “democracia” a la chilena, maniatada y coja, llena de enclaves autoritarios, como bien señala el sociólogo chileno Manuel Garretón, parece también haberse agotado. Y para mayor alarma, en su atrofia creciente va dejando una estela de desencanto entre sectores significativos de la población, especialmente sus nuevas generaciones, sobre todo ante las terribles desigualdades que aún subsisten en el país no obstante el crecimiento económico de los últimos años. La quinta parte más rica se apropia de poco más del 50 por ciento del ingreso nacional, mientras la quinta parte más pobre recibe el 5 por ciento. Chile está entre los quince países con peor distribución de ingreso a nivel mundial.
A este serio déficit democrático le acompaña su incapacidad para reformar el sistema político legado por la dictadura, incluyendo la Constitución, el cual propicia el dominio de los grandes bloques políticos como la Concertación y la derechista Alianza por Chile. Por ejemplo, la actual mandataria ha calificado al sistema electoral como “una camisa de fuerza que consagra un empate artificial y distorsiona la voluntad ciudadana”.
La desafección política resultante se refleja en el hecho de que de los aproximadamente 12 millones de chilenos con edad para votar, sólo un 53 por ciento, es decir, 8,285,186 se registraron y de éstos 6,539,570 (un 53 por ciento) acudieron a las urnas. De los electores inscritos y obligados por ley a votar, se estima que aproximadamente un millón dejó de hacerlo, doscientos mil anularon su voto y otros 80 mil depositaron su voto en blanco. Además, en lo que algunos analistas califican de “envejecimiento” del padrón electoral vigente, sólo poco más de un 7 por ciento de los chilenos entre las edades de 18 a 30 años de edad estaba inscrito para votar. Ello constituye un descenso significativo frente al 35.5 por ciento que representaba dicho sector en 1988. Esto se ha interpretado como otra manifestación de la crisis de representatividad y legitimación del actual sistema político.
Estos comicios han puesto fin a veinte años de exclusión de representación de los comunistas en el Congreso Nacional. Producto de un pacto electoral suscrito por el Junto Podemos Más (coalición en la que está integrada el Partido Comunista, junto con la Izquierda Cristiana) con la Concertación, fueron electos tres candidatos comunistas a la Cámara de Diputados, entre éstos Guillermo Teillier y Lautaro Carmona, su presidente y secretario general. En ese sentido, a cambio de dicha representación congresional, los comunistas aportaron una nueva ampliación de la Concertación hacia la izquierda. En términos generales, la lista pactada entre ambos para la Cámara de Diputados quedó primero con el 44.41%, superando el 43.42% obtenido por la derechista Coalición por el Cambio.
Así las cosas, había quienes, desde la izquierda, se lamentaban de “la servidumbre a un proyecto ajeno”, como calificó Cabieses el apoyo que dicha izquierda chilena resignadamente le seguía prestando a una Concertación en crisis “desgastada por la corrupción y un pragmatismo sin principios”. “Más de lo mismo o algo peor”, constituirse en opción alternativa para la refundación económica y política del país más allá de la actual institucionalidad liberal-capitalista o reducirse al papel de mera rabiza del actual bloque de poder para anidar en sus márgenes. He ahí el dilema que crecientemente consume a la izquierda chilena, en sus diversas manifestaciones: asumir el reto de articular un nuevo proyecto de país, que lo refunda democráticamente, para hacer frente al evidente ocaso de la Concertación y el agotamiento del orden político y constitucional actual.
Algunos observadores internacionales quisieron ver en la candidatura de Enríquez-Ominami, postulada al margen de los bloques hegemónicos, una alternativa refrescante que prometía romper con viejos esquemas ideológicos y prácticos. Sin embargo, a pesar del significativo impacto mediático y de sus impresionantes resultados electorales, Enríquez-Ominami representó una gama indefinida de fuerzas que iba desde sectores de la derecha neoliberal hasta fracciones de una izquierda desafecta de los partidos tradicionales. De ahí las serias contradicciones de su programa electoral y la incertidumbre en torno al peso real de su presencia futura en la nueva coyuntura. Ahora bien, en lo inmediato tiene en sus manos el destino de la balanza política que resultará finalmente de esta contienda electoral.
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