Estados Unidos es un imperio en declinación. Su necesidad de consolidar un estricto control sobre América Latina (recursos naturales, fuerza de trabajo, consumidores de chatarra, nichos mercantiles) se hará más imperiosa en esta fase de despliegue de la mundialización. La violencia de las oligarquías estará también más flor de piel en tanto disminuye su acceso a ‘buenos negocios’ y aumentan la irritación e incertidumbre sociales.
El “caso hondureño”, un golpe de Estado promovido por políticos-empresarios, aparatos clericales, instituciones políticas locales y una línea del Departamento de Estado de Estados Unidos de América (EUA), y materializado por militares, se inscribe como continuidad de la política interna y de la geopolítica hemisférica del siglo XX.
El esquema es sencillo: un gobierno latinoamericano constitucional, pero que se considera hostil a la acumulación global y a sus monopolios (con sus diversos enclaves locales) y que quizás alienta alguna forma de movilización y organización de los sectores populares, es liquidado mediante la acción concertada de los poderes militar, político-económico, clerical y mediático.
El caso más publicitado en la segunda mitad del siglo XX es el chileno, condensado en la muerte de Salvador Allende y la conformación de una dictadura empresarial-militar extendida por 17 años y que fue forzada a dar paso a un régimen de gobierno ‘democrático restrictivo’ que prolonga el “estilo de existencia” y juridicidad propios del posicionamiento chileno tanto en el sistema de la mundialización como en la geopolítica encabezada por EUA en el hemisferio.
Por supuesto el ‘caso hondureño’ del 2009 no es un calco de la experiencia chilena de los setenta. La historia no se repite precisamente porque de alguna manera se aprende de ella. Y las situaciones también son diferentes. En Honduras, por ejemplo, el golpe no se extiende como un régimen de Seguridad Nacional encabezado nominalmente por militares. Se utiliza a los militares nativos como brazo armado del capitalismo global y de sus socios locales. Lo común es el golpe de Estado, la utilización de la fuerza, el aplastamiento del ‘enemigo’, el desprecio por derechos humanos, el injerencismo. Lo nuevo es la explícita concertación de actores e instituciones locales e internacionales, el cínico protagonismo empresarial y clerical, la manipulación mediática. También fue nueva (aunque había sido anunciada por las amenazas de golpe en Bolivia y Paraguay) la solidaridad de la mayor parte de los gobiernos latinoamericanos y de la OEA con la institucionalidad hondureña y su representante, el depuesto presidente Zelaya. Constante es asimismo la resistencia de sectores populares, mejor o peor organizados, y su neutralización o derrota. Por desgracia, reaparece con fuerza el punto de la impunidad de los golpistas, tanto locales (militares, políticos y empresarios, iglesias) como internacionales, e incluso su exaltación.
El éxito del golpe de Estado en Honduras, es una derrota para la OEA y su Carta Democrática Interamericana, un aviso para los gobiernos latinoamericanos de que la interrupción institucional, más o menos sangrienta, se llevará a cabo en todos los lugares que reúnan las condiciones determinadas por las fuerzas golpistas y una amenaza directa para quienes adhieren o coquetean con experiencias que buscan la integración de gobiernos y pueblos latinoamericanos (como el bolivarismo o Unasur) o levantan discursos que promueven un mejor trato y una mayor cuota para la fuerza de trabajo urbana y rural en la distribución de la riqueza socialmente producida. Ni hablar de quienes aspiran que trabajadores y ciudadanos se organicen y expresen independientemente desde sus necesidades sentidas.
Interesa en este artículo destacar cómo la situación hondureña fue acompañada y coreada por un discurso mediático que, en lo central, repite un único guión escrito, sin duda, por sectores del Gobierno de EUA. Leer más...
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