Este 20 de diciembre se cumplieron ya diez años de la revolución más limpia y auténtica de todas: la del cacerolazo argentino, el día en que el pueblo no se rindió ante la brutalidad de un gobierno.
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José Alberto Gatgens Céspedes* / Especial para Con Nuestra América
Gardel tenía razón. Y eso que sólo ha transcurrido la mitad de la estadística tanguera. Me dispongo por fin, diez años después, a escribir algunas líneas de los recuerdos que están en alguna esquina de la memoria.
Confieso que siempre había querido hacerlo, pero esa manía de postergar las intenciones, habían dado al traste con esta muy personal cavilación. Pero el asalto del tiempo obliga: ¡Ya han pasado diez años!
La caida del gobierno de Fernando De La Rúa sacudió la política latinoamericana. Argentina tenía ya tres gobiernos consecutivos de elección democrática: uno de Alfonsín y dos de Menem (aunque el primero tuvo que entregar el poder de manera anticipada a los justicialistas, en parte por la increible inflación de su periodo). Así que los acontecimientos del 2001 fueron seguidos con mucho detenimiento en el resto de países de la región, pues los argentinos habían logrado superar ya las épocas de las dictaduras, los golpes militares y el resto de esos males que afectó el cono sur durante varias décadas.
Mi llegada a Buenos Aires en esas fechas fue mera casualidad. Había planeado unas vacaciones en Perú y de ahí saltaría una semana a Buenos Aires a visitar a mi amigo Eduardo González (conocido en los círculos milongueros como el Dr. Tango), con el fin de ir a conocer los salones y los bailes populares de tango que ellos llaman “Milongas”, además de cumplir con la misión de todo tanguero: peregrinar una vez en la vida a la tumba de Carlos Gardel en el Cementario de la Chacarita.
Fue poco lo que aprendí de pasos de tango, pero sí mucho de periodismo y democracia.
Arribé el día 16. Recién corroboré fechas viendo las entradas y las salidas de mi viejo pasaporte. Saldría el 23 de regreso a Costa Rica. Es decir, estuve en el ojo del huracán, el tiempo justo, necesario para ver todos los acontecimientos.
El comentario de mi amigo Eduardo me tomó con la guardia baja:
-“Che, ¿andás grabadora?
-No, ¿para qué?
La respuesta, llegaría por sí misma pocas horas después. El engranaje de las circunstancias ya se había puesto a trabajar. Sin embargo, debí haber sido más previsor: como periodista de la sección de internacionales de la ya desaparecida Radio Eco, estaba al tanto de todo: del corralito, del ministro de economía Cavallo, de los patacones, de la angustía de la gente, del uno a uno, de la amenza de suspensión de pagos de la deuda, etc., aun así no sospechaba que la cosa se fuera a poner tan mal, menos cuando yo estaría ahí de vacaciones.
Después de bajarme del avión y de dejar la maleta en casa de Eduardo, en Lomas de Zamora, nos dirijimos ya tarde al centro, a conocer la ciudad, ver los edificios más emblemáticos, su obelisco, sus anchas avenidas, la Universidad de Buenos Aires... Luego a la milonga y ahí conocí a la que sería mi profesora de tango: Lilliana Valenzuela: reconocida bailarina profesional, amiga de Eduardo, encargada de la célebre Milonga Canning.
Admiré el ambiente, me tomé algún vino, le majé varias veces los dedos de los pies a Liliana, quien paciente, soportaba la falta de ritmo de un latino poco tropical , oído duro y cintura de acero. Convenimos en que al día siguiente me daría una clase particular en su apartamento en el centro de Buenos Aires, a sólo unas cuatro o cinco cuadras del Capitolio, sede del parlamento.
Amaneció temprano el día 17 de diciembre. Luego del almuerzo en un restaurante, Eduardo me dejó en el apartamento de Liliana para la correspondiente clase de tango. Último piso, ascensor, asotea, excelente vista de la ciudad, y un poco menos del sofocante calor del diciembre porteño. El descontento se regaba por todo el gran Buenos Aires y otras provincias. Poco después, los piquetes y los saqueos empezarían.
Puedo recordar las fotos de los diarios y los videos de los noticieros mostrando a docenas de argentinos sacar artículos y comestibles de los almacenes afectados, algunos de grandes cadenas como Coto, y otros, pequeños comerciantes, como los coreanos con sus “minisúpers” a mitad de cuadra. Las fotos también mostraban a esos migrantes orientales con los ojos bañados por las lágrimas, impotentes ante la mar de gentes saliendo cargados sin pasar por la caja registradora.
Los acontecimientos se apuraron. En los cafés, en el metro, en el omnibús, en la calle, en los taxis, en las tiendas, en las aceras: todos hablaban de los problemas económicos. El Corralito se había extremado a inicios de mes: sólo podían retirar en efectivo 250 pesos a la semana.
Terminó el día 17 con una buena clase de tango, una buen café y y una gran conversación con Liliana, su pequeña hija Rocío y la muchacha que le ayudaba en casa, también amada Rocío. Eduardo pasó por mí y regresamos a Lomas de Zamora.
El día 18 repetiríamos la misma operación, con al diferencia de que en la mañana, una hija de la novia de Eduardo, me haría un city tour a pie por el centro de e Buenos Aires. En el microcentro, sino fuera por las conversaciones en los cafés, donde algunos pedían el golpe militar de inmediato, la vida parecía bastante normal, sin indiciones de que en tres días, el Dr. Fernando de la Rúa, presidente de la Argentina, electo por el partido Unión Cívica Radical (UCR), saldría, luego de redactar y firmar la renuncia al más alto cargo de la nación, de su puño y letra, por la puerta trasera en un helicóptero el día 21.
Luego de la visita guiada, volví a la casa de Liliana para seguir con la clases de tango y Eduardo pasaría en la noche por mí. Sin embargo, el plan se frustró. Los piquetes de manifestantes, lo mismo que saqueos en varios puntos de la provincia, hicieron imposible el regreso de mi amigo, por lo que esa noche, de manera imprevista, pero de buen gusto, la pasé en el apartamento de Liliana y compañía. Largas y sabrosas conversaciones, matizadas por mate (para ellas), café (para mí) y cigarrillos, fueron la manera de combatir el calor y desazón de un pueblo ahogado por la situación económica en las vísperas de la navidad. Conversaciones que sirvieron para entender mejor la realidad de esa linda familia, de esa gran ciudad y de ese enorme país.
Del día 19 tengo recuerdos confusos, como un remolino de hechos y relaciones que me ha tomado tiempo aclarar. Pero rescato lo más importante: la pequeña Rocío, eso de las seis de la tarde, contó que para esa noche habría un cacerolazo en toda la ciudad. ¿Un qué? Un cacerolazo, me respondió. Anda, explicame qué es eso. Y paciente, Roció me explicó esa forma de protesta social, consistente en agarrar una olla y una cuchara vacía y darle cual baterista de metal en el concierto de su vida.
Poco rato después, a lo lejos, por encima de la ciudad, entre los techos y asoteas, desde lugares x distantes, empezó a acercarse hasta la asotea del apartamento de Liliana el ruido metafórico del hambre, el agobio, la desesperanza y el hartazgo de un pueblo. Absorto en ese ejercicio democrático de protesta, volví a la realidad cuando Rocío daba su concierto en plá plá plá mayor.
Durante varios minutos el sonido fue presente. ¡Se llenó la ciudad de golpes de olla contra cuchara, de olla contra olla, de olla contra sartén! Los demás habitantes de la casa hicieron su parte, contribuyendo a ese impresionante manifiesto popular.
Puede que unos cinco o diez minutos después, sin que mediara ningún motivo en particular, Liliana, su hija Rocío y su amiga del mismo nombre, decidieron bajar a la calle a sonar las cacerolas ahí. Mismo momento en que todos los habitantes del edificio decidieron bajar a sonar sus cacerolas a la calle. Mismo momento en que todos los porteños decidieron salir a calle a sonar sus cacerolas, sus ollas, sus peroles vacíos al unísono.
Al unísono, por decisión espontánea y natural, sin que mediara ningún acto premeditado o coordinado, la gente enrumbó sus pasos hacia la Casa Rosada, la sede del ejecutivo, la casa donde gobernaba a golpe de ciego un Fernando de la Rúa, que había prometido ser el médico de cada uno de los argentinos, pero que cerca de dos años, colmaba la paciencia del pueblo que lo elegió.
Las calles se llenaron de ciudadados: familias enteras: padres, madres, niños en brazos, de forma pacífica, cívica, educada, caminaban tomados de las manos, saludando a los vecinos, compartiendo comentarios, gritando contra el gobierno y su corralito de hambre y miseria, en lo que considero el acto democrático y ético más grande, soberano, espontáneo y auténtico que he presenciado en toda mi vida.
La plaza del Capitolio se llenó. La Plaza de Mayo se llenó. Las calles se llenaron. La gente, como en vigilia empezó a cantar y a protestar.
Sería cerca de la media noche cuando regresamos al edificio de Liliana. Nos acostaríamos tarde. Esa madrugada, soltaron a los perros hambrientos de una policía deseosa de sangre, bajo el pretexto de los saqueos generalizados en todo el país.
Empezaron a dispersar a los manifestantes. Salieron los antimotines. Dispararon los gases, las balas de goma.
Y Liliana se preguntaba lo mismo que todos: ¿Pero por qué si es el pueblo el que se estaba manifestando de manera pacífica? Sería una respuesta con miles de ensayos de respuesta; pero que de la Rúa nunca fue capaz de responder, porque no había necesidad de soltar a los perros. De la Rúa decreta el estado de sitio y la batalla por Buenos Aires daría inicio.
Al día siguiente (el 20) recibí un correo electrónico de la redacción, Juan Pablo Ferrari me pedía que reporteara y que hiciera despachos. Liliana me prestó una grabadora de casete, tomé mi cámara fotográfica y ella me acompañó para guiarme por la ciudad.
Nos topamos con una batalla campal: la ciudad en estado de sitio. La policía lanzando gases lacrimógenos por todas partes en los alrededores del Congreso y en las cercanías de la Plaza de Mayo, era como un pequeño frente de guerra. La policía montaba arriaba contra los manifestantes, la policía, con sus carros blindados por malla, pasaba disparando balas de goma a distra y siniestra.
En esas condiciones recorrimos las calles, tomé fotografías, hice algunas entrevistas, conocimos de cerca el peligro de las balas de goma, sufrimos los gases lacrimógenos, vi y vimos por nuestros propios ojos el día en que el pueblo no se rindió ante la brutalidad de un gobierno.
Ese día, hice varios despachos para la emisora y para Canal 7 de Costa Rica.
Los disturbios, los saqueos, los piquetes y los enfrentamientos en las calles porteñas seguirían durante toda la jornada. Varios murieron por las balas de la policía y en un enfrentamiento con el custodio de un banco.
Entre las ocho y las nueve de la noche se regó como pólvora caliente la noticia de que De la Rúa dimitió. Poco después, se supo que la nota de puña y letra del presidente, llegó al congreso. Los noticieros transmitirían el momento en que Fernando De La Rúa salió de la Casa Rosada por la puerta trasera, en un helicóptero militar.
La gente estalló en júbilo. Sin embargo, rato después empezó el ajedrez legal y político para resolver el asunto de la sucesión y la transición. Rocío me ayudó con la tarea. Sacó de entre sus libros de escuela una constitución de la República Argentina, donde aclaraba que en caso de acefalía del ejecutivo, el presidente del Congreso (y así en ese orden), ocuparía el puesto.
Al día siguiente, hubo un poco más de calma. Hice junto con Liliana algún recorrido más para ver los efectos, pero ya la ciudad retornaba a su trajín cotiado. Al fin de cuentas, era víspera de la navidad, y ese efecto aliviaba de alguna manera los problemas.
Ese día, el 21, pude retornar a la casa de mi amigo Eduardo. A la noche comimos en algún tenedor libre, creo que me llevó a alguna otra milonga, bebimos un buen champagne argentino y la pasamos bien, aunque siempre con la incertidumbre del porvenir económico en su país. Se decretaría feriado cambiario y el resto es historia conocida.
-Che, ¿tenés verdes?
- Sí, le dije. Hicimos el cambio y me dejé lo justo para los impuestos aeroportuarios.
El 22 temprano me despedí, con lágrimas, abrazos y los mejores recuerdos que guardo hasta ahora, de Liliana, su hija Rocío y su amiga Rocío. En la noche, Eduardo me llevó a cenar a casa de sus amigos, los Pirona. Cenamos entre amigos, charla, vino, carne y la esperanza de un mañana mejor. El 23 de diciembre emprendí el regreso a la patria con el conocimiento de haber participado en algo grande de la historia de una nación.
Y creo que así fue. Este 20 de diciembre se cumplen ya diez años de que el cacerolazo sirvió efecto. La revolución más limpia y auténtica de todas: la del cacerolazo argentino.
Al llegar a la primera década miro atrás y el tiempo ha pasado muy rápido: Dualde, Kirchner, ahora el segundo de la viuda... Si veinte años no es nada, diez es menos, sin embargo es un bueno número para que los argentinos celebren un acontecimiento histórico en su vida ciudadana. Para mí, será siempre motivo de regocijo el haber estado ahí y que justo ahora, los amigos sigamos siendo amigos.
*José Alberto Gatgens es periodista costarricense, coautor del libro “La hora del compadre” (2009), sobre el asesinato del periodista Parmenio Medina.
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