Las uniones matrimoniales homosexuales indican que la moral, aunque muy lentamente, también va cambiando. Lo que sí podemos saludar hoy como un paso importante en el progreso social es que, no sin tropiezos ni dificultades, vamos comprendiendo que todos por igual tenemos derechos, que todos somos iguales, que el mundo no es de nadie sino de todos y para todos.
Marcelo Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio
Albert Einstein
Las uniones matrimoniales entre personas homosexuales (varones y mujeres), lenta pero ininterrumpidamente, comienzan a ser legalizadas por distintos Estados. No son casos puntuales sino que parecieran marcar una tendencia, lo cual habla entonces de un cambio sociocultural en ciernes, cambio del que no sabemos aún su magnitud ni sus consecuencias.
Si bien la legalización de los matrimonios homosexuales es algo muy reciente, la homosexualidad no es nada nuevo en la historia. La constitución misma del sujeto humano abre esa posibilidad en el ejercicio de su sexualidad, junto a otras. En realidad la especie humana es un abanico casi infinito de posibilidades, en el sentido más amplio, pero cada individuo particular no es infinitamente creativo y amplio. Por el contrario, nuestras posibilidades como sujeto están más o menos acotadas, limitadas. Más aún –y tal como enseña el psicoanálisis– la repetición signa nuestras historias. Pasamos la vida repitiendo (modelos, mitos, valores, ideología), y es muy difícil romper los ciclos que nos anteceden y constituyen. De ahí el surgimiento de los prejuicios, que no son sino las matrices que nos constriñen a seguir repitiendo “lo que debe ser”, lo que se supone ha sido, es y, por tanto, deberá seguir siendo. Claro que, en medio de esa dialéctica, también se abre la posibilidad de la transformación.
En el campo de lo sexual, punto culminante y siempre problemático en el proceso de humanización, de aculturación, del triunfo de lo simbólico sobre la biología –los animales se mueven por instinto, los humanos no tanto (“el instinto está «pervertido»”, dijo Jean Laplanche, por eso es posible la homosexualidad) los prejuicios están a la orden del día. “Prejuicios” en el sentido de “juicios previos”, de claves simbólicas que nos anteceden y nos condicionan/determinan la vida.
Si bien un estudio del investigador canadiense Bruce Bagemihl, “Exuberancia biológica: homosexualidad animal y diversidad natural” (1999), muestra que el comportamiento homosexual –que no se corresponde en forma directa con actividad sexual teniendo que ver más con el orden de la dominación– ha sido observado en casi 1.500 especies animales, desde primates hasta parásitos intestinales, y está bien documentado para unas 500 especies, ello no funciona del mismo modo que en el ámbito humano: los individuos con “prácticas homosexuales” no son excluidos por los heterosexuales, discriminados, hechos a un lado.
No hay campo de lo humano donde lo simbólico, y por tanto los prejuicios, se muestren con tanta virulencia como en el orden de la sexualidad. Más allá que desde una posición casi militante se levante hoy la idea que la identidad sexual es una “opción”, ello no se trata tanto de una cuestión de elección voluntaria cuanto de constitución subjetiva, histórica, producto de la repetición inconsciente de un sujeto en que sus fantasmas (el modo en que se procesa el complejo de Edipo y la castración, según nos enseña el psicoanálisis) deciden la estructura de personalidad. No se “elige” ser heterosexual, ni homosexual, ni bisexual, ni se “opta” por ser sado-masoquista, o paidofílico, o travesti, ni se llega a aceptar el voto de castidad o la poligamia por simples “decisiones personales” impulsadas por un presunto libre albedrío, así como no se es esquizofrénico, paranoico o neurótico obsesivo por voluntad propia. “No es loco el que quiere sino el que puede” decía Jacques Lacan. Antes bien, todas estas posibilidades que presenta el mosaico humano vienen amarradas a historias subjetivas que preceden y deciden a cada sujeto individual. En tal sentido, la “normalidad” es sólo cuestión de consenso.
La homosexualidad es tan vieja como el mundo. Lo que, por ejemplo, para los aristócratas varones de la Grecia clásica era un lujo (podían tener su mancebo, junto a su mujer con la que dejaban hijos), para la Iglesia Católica actual es un pecado, y hasta hace unos pocos años para la Organización Mundial de la Salud –OMS– era un trastorno psicopatológico, llegándose hoy día a la idea de “opción” comenzándose a aceptar legalmente los matrimonios homosexuales. Pero ¿qué es en definitiva la homosexualidad?
El “Elogio de la sodomía” fue escrito por Giovanni Della Casa, arzobispo de Benevento, dedicado a su compañero homosexual, el papa Julio III, quien ejerciera su papado entre 1550 y 1555. Es decir: la homosexualidad no es algo nuevo y desconocido en la historia. ¿Es privilegio de aristócratas, práctica tolerada socialmente, “vicio”, trastorno psicopatológico, decisión personal? De hecho, la Organización Mundial de la Salud la eliminó de su listado de la Clasificación Internacional de Enfermedades en 1990. ¿Hasta ese año era una “enfermedad” y ahora no entonces? No podría pasar lo mismo con la varicela, el cáncer o los juanetes.
Todo esto muestra que la cuestión en juego no es sencilla, que toca las fibras más sensibles de los seres humanos. Y muestra también que no es una simple cuestión de elección voluntaria: evidencia que la sexualidad, más que ningún otro ámbito humano, está transida por la cultura. ¿Cómo, si no, una “enfermedad” puede ser legalizada hoy día por un juez que firma un acta de matrimonio, o en otro contexto lleva a su eliminación en campos de concentración junto a judíos, gitanos y comunistas, por indeseables?
Sin dudas la homosexualidad es un tema polémico. Por lo pronto, es generalizado el uso de ese término para referirse a la práctica homosexual masculina, y no así al lesbianismo. Pareciera que ni aquí estamos libres del machismo. Pero más allá de esta consideración, cualquier forma de homosexualidad es altamente polémica. En algunos países se condena al castigo público a quienes la practican; en otros, aunque oficialmente eso no suceda, no dejan de aparecer con regularidad travestis asesinados (¿“limpieza” social?), y son ya históricos los desprecios y acosos que sufren los y las homosexuales. Estudios serios indican que hasta un 25% de los varones alguna vez en su vida tiene algún tipo de contacto homosexual. Por cierto: ¿qué personas atiende esta masa siempre creciente de travestis que pulula por las calles de prácticamente todas las ciudades occidentales? ¿A mujeres? No, definitivamente. Los “clientes” son varones. ¿De dónde viene entonces esa repulsión tan grande por los homosexuales que presentan los varones de nuestra cultura “normal”?
Como sucede con todo lo que pensamos, creemos y opinamos: no somos muy originales. En general, repetimos lo que heredamos culturalmente. Y en un mundo machista no podríamos dejar de repetir –en general en forma acrítica– los patrones que se vienen reproduciendo desde tiempos inmemoriales: un varón bien nacido no hace esas “asquerosidades”.
En el documento “Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales”, preparado por la Congregación para la Doctrina de la Fe en el 2003 y firmado por el entonces Prefecto Joseph Ratzinger (ahora Papa Benedicto XVI), se dice que “La homosexualidad se trata, en efecto, de un fenómeno moral y social inquietante” (…) “El hombre, imagen de Dios, ha sido creado «varón y hembra»”, agrega citando el Génesis, 1, 27. “Ninguna ideología puede cancelar del espíritu humano la certeza que el matrimonio en realidad existe únicamente entre dos personas de sexo opuesto, que por medio de la recíproca donación personal, propia y exclusiva de ellos, tienden a la comunión de sus personas”. Pese a contar entre sus filas una buena cantidad de sacerdotes homosexuales, la posición oficial del Vaticano no duda en considerar esta inclinación sexual como “objetivamente desordenada”, viendo en ella “pecados gravemente contrarios a la castidad”. Por eso concluye que “reconocer legalmente las uniones homosexuales o equipararlas al matrimonio, significaría no solamente aprobar un comportamiento desviado y convertirlo en un modelo para la sociedad actual, sino también ofuscar valores fundamentales que pertenecen al patrimonio común de la humanidad”. De ahí el encendido llamado que hace a los gobiernos de los distintos países a no promover leyes que acepten estos casamientos.
Saliendo del closet
No hay sexualidad “normal”. El apareamiento entre un macho y una hembra de la especie humana en vistas a dejar descendencia es algo que sucede a veces, ocasionalmente. Pero las relaciones amorosas que unen los géneros, o las relaciones amorosas en general, no tienen como fin último “normal” la búsqueda de establecer nuevas crías; si no, por cierto, no se hubieran ideado todos los dispositivos de contracepción que existen. Por el contrario, la sexualidad da para todo: la genitalidad es parte, pero no la agota; y de hecho es tan sexual el llamado “coito normal” (¿posición del misionero?) como el uso de un vibromasajeador, un beso, acariciar una prenda interior, buscar una muñeca inflable o la posición más absurda, o erótica, que propone el Kamasutra.
Los prejuicios regulan la vida. Es más: quizá no pueda vivirse sin ellos, en el sentido que son las matrices culturales, los moldes ideológicos que nos preparan nuestras respuestas. Pero más que modelos arquetípicos que nos orientan, a veces son un estorbo para las relaciones abiertas y solidarias. Si vemos el mundo desde ellos, en buena medida ya está acotada nuestra actuación; de ahí la necesidad perpetua de desarmarlos, de no quedar atrapados en ellos.
Todos tenemos prejuicios, esquemas previos que nos marcan, indefectiblemente. ¿Por qué, en lengua española, llamar “gay” al movimiento homosexual si ese término no es español? ¿Habla ello de la preeminencia del inglés dado el imperialismo cultural que los anglosajones imponen hoy por hoy? Seguramente. Si el actual matrimonio “normal” –heterosexual y monogámico– es una institución en crisis que lenta pero inexorablemente muestra una tendencia o a su desaparición, o al menos a su transformación radical, ¿por qué los homosexuales lo buscan tan afanosamente? No hay dudas, más allá de lo justo como derecho civil de esa reivindicación, que anida allí también un prejuicio. ¿Qué se espera de un matrimonio?
Lo que está claro con este paso legislativo de la oficialización de las alianzas de parejas homosexuales es que las sociedades van mostrando, no sin dificultades ni tropiezos, una mayor cuota de tolerancia, de respeto a la diversidad.
Una cuestión que inmediatamente se plantea en relación a esto es el tema de las adopciones de hijos por parte de estos nuevos matrimonios. En más de un caso se ha dicho, incluso gente progresista que intenta ir más allá de sus prejuicios y sin ánimo de ser irrespetuosos, que “entre homosexuales casarse es una cosa, tener hijos ya es más discutible”.
Definitivamente es muy difícil, quizá imposible, prescindir de la carga de prejuicios que nos constituye. Que la homosexualidad, o más aún: la bisexualidad de varones y mujeres, está presente en la historia de todas las culturas, es un hecho incontrastable. De todos modos, hasta ahora al menos, la edificación cultural se ha hecho siempre sobre la base de la célula familiar –mono o poligámica, en general más patriarcal que matriarcal– con la presencia de los progenitores de cada uno de los dos géneros: masculino y femenino. ¿Qué pasa si eso cambia?
Una vez más: hablamos desde nuestros condicionantes, desde nuestros códigos más interiorizados, desde una historia que nos sobredetermina. Por ello es tan “normal” y “esperable” esta reacción, casi de espanto a veces, con respecto a la crianza dentro de otros patrones, para el caso: con dos figuras parentales del mismo sexo.
Para ser absolutamente rigurosos con un discurso analítico que se quiere serio, objetivo, certero, no podemos afirmar en forma categórica qué puede deparar este nuevo modelo de familia homosexual. Quitando los epítetos más viscerales, que no son sino expresión de los ancestrales prejuicios (“es anormal”, “es degenerado”, “vamos hacia la desintegración familiar y social”, “no está bien”, “¡qué asco!”) lo mínimo que habría que pedir es rigor científico para abrir juicios.
Las ciencias sociales (la psicología, la sociología, la semiótica) nos hablan de la constitución del sujeto humano a partir de lo que se puede encontrar en la actualidad, y del estudio de la historia. Pero es un tanto aventurado hacer hipótesis de futuro sin bases ciertas. Quedarse con valoraciones éticas que estigmatizan a priori esos nuevos seres humanos criados en estos nuevos contextos, es discutible.
¿Qué hubiera opinado un pedagogo del siglo XIX si se le decía que la principal fuente de socialización y transmisión de valores del siglo siguiente no iba a ser un ser humano sino una máquina, un aparato que emite sonidos y que reproduce imágenes y que no falta en casi ningún hogar, rico o pobre? Probablemente hubiera reaccionado escandalizado. ¿Cómo reaccionaríamos ahora si nos dijeran que las tres cuartas partes de los futuros seres humanos serán producto de inseminación artificial, y el otro cuarto, producto de clonaciones? ¿Y si nos dijeran que dentro de varias generaciones sería muy raro que la población quisiera tener más de un hijo por pareja, que muchas parejas incluso optarían por no dejar descendencia, y que ya nadie se casaría sino que conviviría unos años en unión libre? ¿Y qué pensaríamos si nos dicen que el sexo cibernético, individual y sin la contraparte de carne y hueso, va tomando cada vez más preeminencia? Esto se asemeja más al escenario actual, que para muchos inquieta, por cierto, pero que, al mismo tiempo, es una tendencia real. ¿Descalificaríamos de antemano a esa sociedad porque no es como la nuestra actual? ¿La tildaríamos de “anormal”?
En todo caso, para ser rigurosos en lo que se plantea y no hablar sólo desde la mediocre cotidianeidad prejuiciosa y superficial (eso es la “normalidad” en definitiva), ¿qué elementos reales tenemos para afirmar que los niños de matrimonios homosexuales serían “anormales”?
Hoy por hoy, acorde a los cambios que, nos gusten o no, van dándose en las sociedades –la humanidad cambia, para bien o para mal, y en general cambia para democratizar más los beneficios del desarrollo social– las uniones matrimoniales homosexuales indican que la moral, aunque muy lentamente, también va cambiando. Siendo rigurosos con la verdad, no podemos caer en la simpleza de decir que una moral es mejor que otra. Los seres humanos necesitamos ordenamientos axiológicos, códigos de ética, y no hay sociedad que no los tenga. Lo que sí podemos saludar hoy como un paso importante en el progreso social es que, no sin tropiezos ni dificultades, vamos comprendiendo que todos por igual tenemos derechos, que todos somos iguales, que el mundo no es de nadie sino de todos y para todos. Que nadie vale más que nadie. Lo contrario justifica los campos de concentración.
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