El ejército guatemalteco ganó la guerra pero perdió la historia, porque para ganar la guerra se involucró en el genocidio más grande de la América contemporánea. No se puede olvidar esto. Pero para no perder nuestra condición humana, para no equipararnos con los monstruos que engendró la contrainsurgencia, no podemos ser insensibles ante el dolor de la otra parte.
Carlos Figueroa Ibarra / Especial para Con Nuestra América
Desde Puebla, México
Las demandas de Avemilgua, de la Asociación de Viudas de Militares y Especialistas del Ejército de Guatemala y la presentada por Ricardo Méndez Ruiz Valdés, son movimientos políticos que buscan la defenestración de la Fiscal General de la Nación, la impunidad para los militares y civiles involucrados en el genocidio en Guatemala y echar el manto del olvido con respecto a dicho genocidio. Considero que el propósito de tales demandas no es la justicia sino el impacto mediático y los efectos políticos. La poca pulcritud jurídica de las demandas mencionadas me ha llevado a pensar en ello.
Pero es un ejercicio ético ineludible hacer lo que el sociólogo Max Weber recomendaba como método de su sociología comprehensiva: el practicar la empatía. Esto quiere decir el tratar de colocarse en el lugar del otro e imaginar sus raciocinios y sentimientos para poder entender su subjetividad y por tanto sus motivos. El que ahora los veteranos del ejército hayan propiciado el surgimiento del grupo denominado Familiares y que haya una estrategia para demostrar que la guerrilla cometió crímenes igualmente censurables a los cometidos por el ejército, me ha llevado a imaginar el dolor de la otra parte.
El dolor de las viudas de oficiales y soldados del ejército así como policías muertos durante el conflicto interno, los actos censurables cometidos por los insurgentes durante los largos años de violencia política en el país. No es posible comparar estos actos cometidos por unos cuantos miles de alzados, por más deleznables que hayan sido algunos de ellos, a los que realizaron sus enemigos: los cuarenta mil efectivos que llegó a tener el ejército guatemalteco y el casi millón de integrantes de las llamadas Patrullas de Autodefensa Civil. Aunque fuera solamente por razones cuantitativas los actos no se pueden equiparar y por ello el 95% de las ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas han sido atribuidas al Estado y a sus aparatos represivos.
No obstante si hemos procurar Memoria, Verdad y Justicia no podemos ignorar a la minoría de actos reprobables cometidos por los insurgentes. Enfrentados a un formidable aparato estatal apoyado financieramente por sectores de la clase dominante guatemalteca y por Washington, los insurgentes plantaron frentes rurales y organizaron comandos urbanos. En los frentes rurales en ocasiones se observaron actos reprobables contra la población civil, algunos de ellos casi tan cruentos como los que el ejército realizó. Y los comandos urbanos que se dedicaron a hacer atentados contra figuras emblemáticas de la ejecución extrajudicial y la tortura (Ranulfo González, Bernabé Linares, Jorge Córdova Molina, Máximo Zepeda, Rafael Arriaga Bosque entre otros) también ultimaron a policías de a pie, gente humilde que se ganaba el salario vistiendo uniforme. Hubo crímenes para mí inolvidables como el caso del pequeño hijo de un coronel Oliva quien murió a mediados de los sesenta porque iba en el auto con su padre en el momento en que éste fuera ejecutado. Muertes de civiles como el periodista Isidoro Zarco, quien era un activo opinante en contra de la guerrilla pero de quien no se podía decir que estuviera involucrado en actos de crueldad represiva. No olvido el relato que me hizo el embajador Fernando Sesenna del asesinato del dirigente liberacionista Mario López Villatoro ante los ojos de su hijo. Más aun, hubo muertes execrables cometidas por la insurgencia contra sus propios militantes como los que fueron ultimados en Nicaragua. Por razones de amistad tengo muy presente la ejecución de Julio Eduardo Fuentes Rosales, “El Chato”, quien fuera ejecutado en el marco de diferencias políticas por sus compañeros del Frente Comandante Ernesto Che Guevara en Huehuetenango.
El expresar esto no me hace compartir la “teoría de los dos demonios” que los publicistas y voceros de los militares involucrados en el conflicto han propalado. La misma teoría que ha explicitado el académico estadounidense David Stoll: la población civil tuvo terribles y similares verdugos tanto en el ejército como en la guerrilla. Por ello me ha llamado la atención un artículo (“Derrotados por la historia”), publicado en uno de los principales rotativos por Martín Rodríguez Pellecer. Martín nos hacer ver la paradoja de un ejército victorioso militarmente pero derrotado por la historia. Y esta derrota ante la historia tiene un motivo muy simple: si la guerrilla cometió actos repudiables el ejército los cometió en una escala incomparablemente mayor.
Los nazis en Alemania fueron derrotados militarmente por los aliados, pero sobre todo fueron derrotados por la historia. Hoy el nombre de Hitler y la svástica son la justa encarnación del mal. El ejército guatemalteco ganó la guerra pero perdió la historia, porque para ganar la guerra se involucró en el genocidio más grande de la América contemporánea. No se puede olvidar esto.
Pero para no perder nuestra condición humana, para no equipararnos con los monstruos que engendró la contrainsurgencia, no podemos ser insensibles ante el dolor de la otra parte.
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