Un TLC mesoamericano y una academia militar en Panamá. El mensaje es claro: aunque América del Sur se organice y emprenda proyectos de unidad e integración, Estados Unidos no renunciará a la defensa de “sus intereses” en lo más inmediato de su zona de influencia.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
Fotografía: Cumbre de presidentes Grupo de Tuxtla y de la Alianza del Pacífico en Mérida, Yucatán
México y América Central constituyen un espacio geográfico y sociocultural de intensa disputa (geo)política, económica e ideológica, donde convergen –a las buenas y a las malas- dos de las principales tendencias en los procesos políticos regionales: una, la opción de los grupos dominantes por el “libre comercio” y los negocios del gran capital (transnacional y transregional) como motores de un “estilo de desarrollo” atado a la suerte de la economía estadounidense; y otra, impulsada básicamente por grupo no hegemónicos, que intenta la construcción de una nueva arquitectura de la integración, la cooperación y la complementariedad entre los países latinoamericanos. Si fuese necesario identificarlas, diríamos que la primera posición la representa el Mecanismo de Tuxtla, bajo el liderazgo mexicano, y la segunda el ALBA, que gira básicamente en torno a las iniciativas de política exterior de la Revolución Bolivariana.
Aunque esta disputa ha tenido avances y retrocesos en cada uno de los dos frentes en los últimos años, lo cierto es que Mesoamérica, en virtud del balance de fuerzas políticas que se inclina a la derecha, desempeña un rol clave como bloque de contención al servicio de los intereses norteamericanos en América Latina. Precisamente, dos acontecimientos de la última semana dan cuenta de cómo ese alineamiento con los Estados Unidos define condiciones concretas de vida de los países y pueblos ubicados al norte del Darién.
El primero: el pasado 5 de diciembre, en la reunión del Grupo Tuxtla en Mérida, Yucatán, los presidentes y representantes de gobiernos de México y América Central, escoltados a su vez por los mandatarios de Chile, Sebastián Piñera, y de Colombia, Juan Manuel Santos, firmaron lo que la prensa internacional se ha apresurado a definir como el Tratado de Libre Comercio Mesoamericano. Con este mega-tratado, que unifica los acuerdos bilaterales ya existentes en esta área, se completa el armazón neoliberal-panamericanista articulado por los Estados Unidos a través de sus TLC estratégicos, a saber, el de América del Norte (NAFTA), el de Centroamérica y República Dominicana (CAFTA) y los tendidos a lo largo del eje Pacífico latinoamericano (con Panamá, Colombia, Perú y Chile).
El segundo acontecimiento: el 6 de diciembre, el Ministro de Seguridad panameño, José Raúl Mulino, anunció que los gobiernos de Estados Unidos, Panamá y Colombia pactaron la creación de una nueva academia militar y policial en territorio istmeño, para adiestrar a fuerzas especiales de seguridad centroamericanas y panameñas en el patrullaje y vigilancia de fronteras, en el marco de la llamada guerra al narcotráfico.
Esta academia, que evoca el macabro recuerdo de la Escuela de las Américas, fábrica de dictadores que ensangretaron a nuestra América en el siglo XX, se uniría a las maniobras militares conjuntas (ejercicios Panamax) que realiza el Comando Sur en el Canal de Panamá, las dos bases militares instaladas en Honduras luego del golpe de Estado del 2009, o la militarización del acuerdo de patrullaje conjunto entre Estados Unidos y Costa Rica (que flexibiliza el ingreso de marines, buques y naves de guerra al territorio nacional), como ejemplos representativos del andamiaje militar desplegado en la región por el gobierno de Barack Obama. Es decir, una continuación de los planes de militarización de Mesoamérica iniciados por el expresidente George W. Bush con la Iniciativa Mérida.
Que los anuncios del TLC mesoamericano y la academia militar en Panamá se dieran a conocer tan solo un par de días después de concluida la cumbre de la CELAC en Caracas no es una simple casualidad. A su manera, estos dos hechos que reseñamos expresan gestos de fuerza del gobierno norteamericano que, a través de sus aliados, envía una señal clara: aunque América del Sur se organice y emprenda proyectos de unidad e integración, Estados Unidos no renunciará a la defensa de “sus intereses” en lo más inmediato de su zona de influencia.
El entusiasmo y las esperanzas depositadas en el actual rumbo de unidad de nuestra América, no deben hacernos perder de vista esta amenaza todavía latente.
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