La pueblada de diciembre del 2001 se integró con personas que se representaban a sí mismas, que ejercían la democracia directa más directa que alguien se pudiera imaginar. Largamente humilladas, hartas de la traición contumaz de sus representantes, ganaron las calles de las ciudades argentinas como antes lo hicieron otras generaciones.
Mempo Giardinelli / Página12
Al empezar diciembre de 2001 –hace exactamente diez años– muchos analistas políticos sugerían que el único futuro era el abismo. El gobierno del presidente De la Rúa –que había llegado a tener una imagen positiva de hasta el 70 por ciento– había dilapidado en sólo dos años un enorme capital político. La incapacidad y las ambigüedades de este hombre irremediablemente gris definieron una rápida y peligrosa falta de liderazgo, contrastante con la decisión y osadía de su antecesor, a quien se le podían reprochar todas las decisiones que tomaba y sus innumerables defectos, menos, precisamente, el de la indecisión.
La catástrofe no era imprevisible. Era un desastre anunciado porque había múltiples evidencias de lo que se venía. Pero el cinismo negador de la casi totalidad de la dirigencia argentina de la época se sumaba a la creciente penuria económica de la sociedad, y así, de manera inesperada y original, algo se cocinaba con velocidad en las sombras.
Nunca se sabrá cuánto hubo de organización en los saqueos posteriores, en los días previos a la Navidad, pero cuando se produjeron los primeros cacerolazos en el Gran Buenos Aires y en algunas ciudades del interior, y Fernando de la Rúa no tuvo mejor idea que decretar el estado de sitio, el aluvión popular se lo llevó por delante.
En una contratapa que escribí en este diario por esos días, titulada “Padres saqueadores y algunas preguntas”, decía: “La situación no da para más y asistimos a un nuevo desastre político: Fernando de la Rúa firma el estado de sitio y se resiste a renunciar, apenas apuntalado por hijos y amigos y uno que otro funcionario. El radicalismo, el peronismo y el frepasismo han conducido al país a este abismo que reinaugura violencias. Entre todos saquearon al país. Se menemizaron y a coro lo fundieron. Y ahora no saben qué hacer cuando los que fueron saqueados empiezan a saquear las sobras”.
Domingo Felipe Cavallo era uno de los principales responsables del desastre, porque con su política económica terrorista había preparado el terreno. Y De la Rúa, su jefe y a la vez su rehén, era el otro. Las dirigencias en general, y no sólo “los políticos”, eran también responsables del caos porque pudiendo frenar no frenaron y porque antepusieron siempre sus intereses sectoriales por sobre los de la nación. Los dirigentes sindicales eran caricaturas vergonzosas de la historia del movimiento obrero y conspicuos menemistas, que durante diez años habían depredado y corrompido, era público que recorrían cuarteles azuzando una posible intervención militar de emergencia.
Parecía que a los golpistas, que estaban vivos y actuantes, sólo les faltaba apoderarse del Banco Nación, sepultar la educación pública y completar la revancha reivindicando a los militares asesinos. Para ello contaban también con una Corte Suprema y un Senado Automáticos, que parecían preparar el terreno modificando de hecho el orden de la sucesión presidencial.
El llamado Déficit Cero no cerraba ni a palos –literalmente– y el caos social y económico prefiguraba una salida como la de Alfonsín en 1989.
La situación era gravísima y las opciones políticas y económicas, que sí las había, no parecían en capacidad de imponerse. El Frenapo, la CTA, el Plan Fénix y muchas organizaciones sociales y políticas de la Argentina proponían alternativas superadoras. Pero la ceguera del gobierno y de la oposición partidaria parecían absolutas.
La noche del 19 de diciembre Héctor Timerman me invitó a su programa de cable, en el que hablamos de lo que estaba pasando, y cuando salimos a Callao y Corrientes, después de las diez de la noche, nos encontramos con una marea humana que marchaba hacia la Plaza de Mayo. Era una masa amorfa, desorganizada, o al menos sin conducción, pero que sabía lo que quería: rechazar activamente el estado de sitio que De la Rúa había decretado. Era un desafío popular abierto. Un viento, como diría Mario Benedetti, capaz de despeinar a la Historia.
El impresionante cacerolazo de ese miércoles anterior a la Navidad, iniciado en la medianoche y desafiando el estado de sitio instaurado horas antes, se integró con personas que se representaban a sí mismas, que ejercían la democracia directa más directa que alguien se pudiera imaginar. Largamente humilladas, hartas de la traición contumaz de sus representantes, ganaron las calles de las ciudades argentinas como antes lo hicieron otras generaciones. Así como el 17 de octubre de 1945 nació el peronismo de una manifestación del pobrerío marginal y la clase obrera, y en la Semana Santa de 1987 otra manifestación masiva y pluriclasista frenó el golpe de los militares “carapintadas”, así el 19 de diciembre de 2001 quedará en la historia, me parece, como el 17 de octubre de las clases medias urbanas que se resistían a morir.
Aunque algunos la esperábamos, nadie sabía cómo ni cuándo iba a ser esa pueblada. Y eso fue lo mejor: que surgió espontáneamente y por la única gran razón del hartazgo. Por fin la sociedad abandonó la queja y el lamento y se puso en marcha.
Lo importante era que a De la Rúa no lo echaban los acreedores externos ni los ataques desestabilizadores de sus adversarios. Lo expulsaba una mayoría hasta entonces silenciosa que dejaba de hacer silencio y batía las cacerolas no sólo para sacarlos a él y a Cavallo sino para protestar también contra Carlos Menem y la caterva de resucitados que buscaban encaramarse en el poder.
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