Si la idea de la unidad nuestroamericana inicia su trayectoria, en primera instancia, como respuesta original al problema del colonialismo español en los albores del siglo XIX, desde el último cuarto de esa centuria y a lo largo del siglo XX, la idea de la unión alcanza su madurez en el conjunto del pensamiento latinoamericano bajo el signo triple del latinoamericanismo, el humanismo y el antiimperialimo.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
No es posible comprender la importancia y la trascendencia de la creación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), nuevo organismo continental que excluye por primera vez a Estados Unidos y Canadá, si se la desliga de la historia de las luchas por la emancipación social y política, por la liberación y la unidad de los pueblos, libradas a lo largo de más dos siglos en nuestra América.
De la política a la literatura, de la economía a las artes, de las filosofía a la lucha revolucionaria, el proyecto de unidad nuestroamericana define una dimensión importantísima de nuestra identidad cultural, a saber, aquella que remite al largo proceso de construcción y forja de una nacionalidad nueva. Sus protagonistas, inmensos y complejos en su actuar, dejaron para siempre hechos y palabras que no pueden pasarse por alto en esta hora.
En 1815, en su exilio en Jamaica, Simón Bolívar oteaba en el horizonte la América posible y en una epístola dirigida a un ciudadano de la isla, señalaba el curso emancipatorio de los años por venir: “Yo diré a Ud. lo que puede ponernos en actitud de expulsar a los españoles y de fundar un gobierno libre: es la unión, ciertamente; mas esta unión no nos vendrá por prodigios divinos, sino por efectos sensibles y esfuerzos bien dirigidos”.
Con los instrumentos de la estrategia y la previsión de la complejidad de factores en disputa en las provincias hispanoamericanas, Bolívar explicaba en su Carta de Jamaica: “Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vinculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse; mas no es posible, porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América. (…) Esta especie de corporación podrá tener lugar en alguna época dichosa de nuestra regeneración”.
Si la idea de la unidad nuestroamericana inicia su trayectoria, en primera instancia, como respuesta original al problema del colonialismo español en los albores del siglo XIX, desde el último cuarto de esa centuria y a lo largo del siglo XX, la idea de la unión alcanza su madurez en el conjunto del pensamiento latinoamericano bajo el signo triple del latinoamericanismo, el humanismo y el antiimperialimo.
Desde 1879, el colombiano José María Torres Caicedo fue uno de los principales promotores de la Unión Latinoamericana, que plantaba cara al panamericanismo naciente en los Estados Unidos. “Congresos para la Unión Latinoamericana, todos los que se quiera: la idea de la Unión será un día un hecho histórico; pero que esos Congresos tengan lugar en el territorio latinoamericano, a fin de buscar los medios de resistir, de unirnos y de hacer frente a todos aquellos –europeos y americanos- que tengan la pretensión de subyugarnos”, escribe Torres Caicedo en un ensayo de 1882, titulado “La América Anglosajona y la América Latina”.
Continuador de ese latinoamericanismo, y a la vista del gigante que se levantaba en el Norte, en 1891 José Martí advertía en su ensayo Nuestra América: “Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades: ¡los árboles se han de poner de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas! Es hora de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes”.
Y en 1929, desde las montañas de Las Segovias en la Nicaragua ocupada por los marines norteamericanos, el general de hombres libres, Augusto César Sandino, lanzó su Plan de realización del supremo sueño de Bolívar: “Hondamente convencidos como estamos de que el capitalismo norteamericano ha llegado a la última etapa de su desarrollo, transformándose como consecuencia, en imperialismo, y que ya no atiende a teorías de derecho y de justicia pasando sin respeto alguno por sobre los inconmovibles principios de independencia de las fracciones de la NACIONALIDAD LATINOAMERICANA, consideramos indispensable, más aún inaplazable, la alianza de nuestros Estados Latinoamericanos para mantener incólume esa independencia frente a las pretensiones del imperialismo de los Estados Unidos de Norteamérica, o frente al de cualquiera otra potencia a cuyos intereses se nos pretenda someter”.
El eco de esas palabras resonó también la Plaza de la Revolución, en Cuba, cuando Fidel Castro dio a conocer en 1962 la Segunda Declaración de La Habana: “Ningún pueblo de América Latina es débil, porque forma parte de una familia de 200 millones de hermanos, que padecen las mismas miserias, albergan los mismos sentimientos, tienen el mismo enemigo, sueñan todos con un mismo mejor destino, y cuentan con la solidaridad de todos los hombres y mujeres honrados del mundo”.
A inicios del siglo XXI, nuevamente en nuestra América hemos conocido empeños originales y audaces a favor de la unidad y la integración: desde el ALBA y la UNASUR, a la recién fundada CELAC. Todas estas iniciativas, como hemos planteado en otro artículo, emergen del contexto regional de las luchas antineoliberales, del ascenso de lo nacional-popular y de un giro político progresista –más o menos marcado en cada subregión-, que coincide, a nivel internacional, con la configuración de un nuevo orden multipolar y una crisis del capitalismo que deshace los arreglos geopolíticos e institucionales que emergieron de la segunda posguerra en el siglo XX.
En ese gran escenario, la CELAC puede ser mucho y puede no ser nada: el destino de este organismo y la dimensión que logre alcanzar como hecho histórico –al decir de Torres Caicedo-, dependerá de la lucidez y capacidad de nuestros dirigentes para construir, bajo su marco, un proyecto político viable que tome en cuenta las nuevas aliazas y configuraciones de fuerzas progresistas en la región, los resultados diversos de las búsquedas y ensayo de alternativas democráticas posneoliberales, sin perder de vista la persistencia de tendencias oligárquicas, proimperialistas y neoliberales en algunos gobiernos. No será una tarea sencilla pero, por ahora, la exitosa cumbre de Caracas ha sido un buen primer paso en esa dirección.
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