La recordación en torno a Martí sigue aportando estímulos para
acometer empeños necesarios. Una vida y una obra como las suyas están llenas de
motivos para el recuento aleccionador.
Luis
Toledo Sande / Bohemia Digital
Vistos en términos
estrictamente cronológicos, son ya “cosa del pasado” el aniversario 160 del
nacimiento de José Martí y el 60 de los sucesos que el 26 de julio de 1953 le
rindieron tributo en la estela de su centenario. Pero aquel medular homenaje
tuvo su base en la lealtad histórica, política y moral a su legado, no en la
eventualidad de las conmemoraciones, aunque estas tuvieran el prestigio
adicional de llamarse redondas, por sumar lustros o decenios enteros.
En el texto donde encarnó
el Programa del Moncada, La historia me absolverá, Fidel Castro proclamó
a Martí autor intelectual de los hechos insurreccionales por los que él y sus
compañeros sobrevivientes eran juzgados. La proclamación no hizo fortuna como
frase laudatoria en busca de prestigiar la acción armada, sino porque fue un
acto de justicia histórica y moral de valor para el futuro.
La muerte de Martí,
recién iniciada la guerra de liberación nacional en cuyos preparativos y
orientación él había sido determinante, contribuyó a la frustración causada a
Cuba por la intervención de los Estados Unidos en la contienda que el pueblo
cubano merecía ganar contra el colonialismo español. Para impedir a tiempo esa
intervención, concibió y organizó el patriota fundador un proyecto
revolucionario que tenía su núcleo visible en la independencia de Cuba, e
incluía asegurar la de las Antillas y la de nuestra América toda, para frenar
la expansión del emergente poderío imperialista, presto a dominar el mundo.
Conciencia
de una misión múltiple
El 25 de marzo de 1895,
cuando se desplazaba por tierras y mares del Caribe hacia Cuba en guerra,
escribió varias despedidas. Se sabía “en vísperas de un largo viaje”, dijo en
la carta a la madre, y a su amigo dominicano Federico Henríquez y Carvajal le
expresó que se hallaba “en el pórtico de un gran deber” y le aseguró: “Yo
alzaré el mundo”.
El fundamento del aserto
—sin vanidad ni egolatría— lo confirmaría por contraste lo que le costó a Cuba
la intervención estadounidense, que generó o reforzó a su vez otros males
asociados a la dependencia política y económica. Uno de ellos fue la
continuación del espíritu corrupto y despótico de la colonia. Las calamidades,
contra las que el dirigente patriota había enfilado previsoramente su plan
revolucionario, reforzaron las injustas desigualdades, que en la herencia de la
esclavitud se agravaban para quienes sufrían la desventaja asociada al color de
la piel. Los prejuicios arreciaron bajo el dominio de la potencia que, al decir
de Martí, había firmado su independencia sobre los hombros de los esclavos.
Hay quienes especulan si
la Revolución Cubana pudo haber evitado tener con los Estados Unidos la
contradicción que llega a nuestros días. No se debe pasar por alto que, para
los gobernantes de aquel país, Cuba era un territorio cuya dominación
incluyeron tempranamente entre sus ambiciones. No salió del aire en 1823 la
doctrina de la “fruta madura”, atribuida a uno de los primeros presidentes de
aquella nación, James Monroe. Faltaban entonces 30 años para que naciera Martí,
y 103 para que naciera Fidel Castro.
A la Revolución Cubana
correspondería cumplir una tarea cuya dificultad había previsto Martí al
plantearse impedir que ocurriese. Hechos, sabiduría y observación le mostraron
que el país de Monroe y de James G. Blaine —artífice de la Conferencia
Internacional Americana que entre 1889 y 1890 fue cuna del panamericanismo
imperialista institucionalizado— pretendía apoderarse de Cuba.
En carta a Gonzalo de
Quesada Aróstegui del 29 octubre de 1889 expresó con respecto a maniobras que
podían servir a los ardides imperialistas: “una vez en Cuba los Estados Unidos
¿quién los saca de ella? Ni ¿por qué ha de quedar Cuba en América, como según
este precedente quedaría, a manera,—no del pueblo que es, propio y capaz,—sino
como una nacionalidad artificial, creada por razones estratégicas? Base más
segura quiero para mi pueblo”.
En 1959 hacía algo más de
seis décadas que los Estados Unidos habían intervenido en Cuba, a la que en
1902 le impusieron una república atada a sus intereses. Revertir esa realidad
era impensable sin tropezar con la potencia injerencista. En el empeño no cabía
contar con los sucesores de aquellos a quienes en carta a Manuel Mercado, el
día antes de caer en combate, Martí llamó “prohombres, desdeñosos de la masa
pujante,—la masa mestiza, hábil y conmovedora, del país,—la masa inteligente y
creadora de blancos y de negros”.
Hacer lo
necesario
Entre dichos “prohombres”
se hallaba la base “de la actividad anexionista” —¿ignoraban que a los Estados
Unidos no les interesaba anexarse Cuba, sino someterla?—, y “de la especie
curial, sin cintura ni creación, que por disfraz cómodo de su complacencia o
sumisión a España, le pide sin fe la autonomía de Cuba, contenta solo de que
haya un amo, yanqui o español, que les mantenga, o les cree” sus privilegios,
“en premio de oficios de celestinos”.
En la perspectiva de Martí,
cimentada en identificación con los pobres, con los trabajadores, la Revolución
Cubana halló cimientos para su carácter popular. Cuando en el mundo los ideales
de la justicia social parecen alejarse, resulta valioso o insoslayable mantener
vivo en la conciencia colectiva el ideario martiano, fuente de luz para la
acción.
La guerra, como él la
concebía, era necesaria para derrotar al colonialismo español y contener el
expansionismo imperialista. Pero lo más importante y arduo vendría con la
República justiciera que debía lograrse. Las Bases del Partido
Revolucionario Cubano establecían el propósito de fundar “un pueblo nuevo y de
sincera democracia”.
No es fortuito que, al
morir en combate, Martí llevara consigo varios apuntes, tomados a mano por él
mismo, del libro con que Anténor Firmin —“haitiano extraordinario”, lo llamó en
1893— había refutado macizamente las falacias racistas expuestas por el conde
de Gobineau en su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas. Es
también relevante que, ya rumbo a Cuba —como testimonió el 3 de marzo de 1895
en su Diario de Montecristi a Cabo Haitiano—, se detuviera a reflexionar
sobre un libro en cuyo contenido veía un retrato “de la sociedad, ya hueca, que
se acaba”.
Centró su comentario en
“Las carreras liberales”, uno de los temas del volumen, y luego de abogar por
la equidad y por la ética del trabajo, sostuvo acerca de aquellas: “como aún se
las entiende, son odioso, y pernicioso, residuo de la trama de complicidades
con que, desviada por los intereses propios de su primitiva y justa potencia
unificadora, se mantuvo, y mantiene aún, la sociedad autoritaria:—sociedad
autoritaria es, por supuesto, aquella basada en el concepto, sincero o fingido,
de la desigualdad humana, en la que se exige el cumplimiento de los deberes
sociales a aquellos a quienes se niegan los derechos, en beneficio principal
del poder y placer de los que se los niegan: mero resto del estado bárbaro”.
Contra esa realidad
buscaba ejemplos que abonaran la justicia. El 26 de agosto de 1893 publicó en Patria su
semblanza del general Máximo Gómez, en quien admiraba, más aún que la maestría
militar, su pensamiento justiciero. Llamó la atención sobre su hogar, donde se
cultivaba la hermandad con los pobres, y enfatizó la condición de trabajador
del bravo dominicano, a quien quiso “ir a saludar junto a su arado”.
Hallándose ambos en un
salón festivo, Gómez dice al ver por la ventana “el gentío descalzo” que se
apiñaba afuera: “Para estos trabajo yo”; y él, al rememorar en la semblanza el
hecho, añade: “Sí: para ellos: para los que llevan en su corazón desamparado el
agua del desierto y la sal de la vida: para los que le sacan con sus manos a la
tierra el sustento del país, y le estancan el paso con su sangre al invasor que
se lo viola: para los desvalidos que cargan, en su espalda de americanos, el
señorío y pernada de las sociedades europeas: para los creadores fuertes y
sencillos que levantarán en el continente nuevo los pueblos de la abundancia
común y de la libertad real: para desatar a América, y desuncir el hombre. Para
que el pobre, en la plenitud de su derecho, no llame, con el machete enojado, a
las puertas de los desdeñosos que se lo nieguen”.
Por brújula
el deber, la justicia
Martí habría preferido
encontrar una vía no violenta para alcanzar la independencia de Cuba, pero
acudió resueltamente a la guerra inevitable. También hubiera querido que no se
necesitara la violencia para conjurar la injusticia social. Pero a propósito
del aporte de obreros a los fondos de la guerra escribió otro artículo igualmente
publicado en Patria, el 24 de octubre de 1894, y titulado “Los pobres de
la tierra”. Allí elogió a los obreros cubanos que el 10 de aquel mes habían
trabajado para entregar su salario a “la patria, ingrata acaso, que abandonan
al sacrificio de los humildes los que mañana querrán, astutos, sentarse sobre
ellos”.
El 14 de marzo de 1893,
en el mismo periódico, había publicado “¡Vengo a darte patria!”, donde estampó
una previsión inseparable del deseo de que la guerra, bien hecha, no diese
margen a la intervención estadounidense: “Desde los mismos umbrales de la
guerra de independencia, que ha de ser breve y directa como el rayo, habrá
quien muera—¡dígase desde hoy!—por conciliar la energía de la acción con la
pureza de la república. Volverá a haber, en Cuba y en Puerto Rico, hombres que
mueran puramente, sin mancha de interés, en la defensa del derecho de los demás
hombres”.
Para el éxito de la
guerra de liberación se requería la mayor unidad nacional posible. Pero él no
ocultaba sus preocupaciones de índole social. No era un iluso que flotaba en la
atmósfera. En el discurso del 26 de noviembre de 1891, conocido precisamente
con el título de Con todos, y para el bien de todos, no vaciló en
señalar las fuerzas que se autoexcluían de la deseada totalidad.
En 1883, dentro de un
artículo sobre temas varios dedicó a Carlos Marx, recién muerto, un obituario
elogioso, porque “se puso del lado de los débiles”, y discrepante, porque, en
cuanto a lo social, “anduvo de prisa, y un tanto en la sombra”. Pero en el Martí
de los textos de Patria ya citados, y de otros, se percibe la
comprensión de que en la república aún por lograr sería necesario defender la
justicia, luchar por ella.
En el año de su
valoración de Marx mostró interés en el tema, a propósito de un libro del
compatriota Rafael de Castro Palomino: “De todos los problemas que pasan hoy
por capitales, solo lo es uno: y de tan tremendo modo que todo tiempo y celo
fueran pocos para conjurarlo: la ignorancia de las clases que tienen de su lado
la justicia. La mente humana, artística y aristocrática de suyo, rechaza a la
larga y sin gran demora, a poco que se la cultive, cuanta reforma contiene
elementos brutales e injustos”. Consciente de que era necesario poner en marcha
un pensamiento que sirviera verdaderamente a la justicia, reclamó una nueva
educación, “más sana y fecunda, no intentada apenas por los hombres”.
En el cuaderno de apuntes
que en sus Obras completas se identifica con el número 18 y se ubica en
1894 —aunque determinados indicios textuales parecen ser de algunos años antes—
refutó criterios que, afincados en posiciones positivistas de entones que aún
hoy no han desaparecido, apoyaban la discriminación racial. Su juicio,
terminante, desborda el tema: “se va, por la ciencia verdadera, a la equidad humana:
mientras que lo otro es ir, por la ciencia superficial, a la justificación de
la desigualdad, que en el gobierno de los hombres es la de la tiranía”.
La vanguardia de la
generación del centenario de Martí tenía en sus ideas y su ejemplo bases sobre
las cuales erguirse para transformar a Cuba. Memorar cómo esa vocación de
continuidad se expresó en torno al 26 de julio de 1953, es un acto de justicia
y lealtad que solo se completa cuando se prolonga cotidianamente en los
esfuerzos por dar el merecido bienestar a quien Martí, refutando explícitamente
a “los déspotas”, en 1880 llamó “el verdadero jefe de las revoluciones”: “el
pueblo, la masa adolorida”.
Más que
recordar
La recordación en torno a
Martí sigue aportando estímulos para acometer empeños necesarios. Una vida y
una obra como las suyas están llenas de motivos para el recuento aleccionador,
aunque se mire solamente a las llamadas conmemoraciones redondas. Dígase, sin
afán de exhaustividad, que en 2014 se cumplen 145 años de la publicación del
periódico estudiantil El Diablo Cojuelo, cuyo artículo de fondo él
escribió; de su poema dramático “Abdala!, en La Patria Libre; y del
soneto “¡10 de Octubre!”, con el cual saludó en Siboney, periódico
estudiantil manuscrito, la lucha independentista que se extendía “Del ancho
Cauto a la Escambraica Sierra”.
Si las dos primeras de
esas publicaciones datan de enero de 1869, y hacia febrero pudiera ubicarse tal
vez la tercera, en octubre ocurrieron los hechos que lo llevaron al presidio
político, del cual salió forjado su carácter, por lo que 2014 traerá también el
aniversario 145 de su encarcelamiento. Será asimismo el 140 de su graduación en
la Universidad de Zaragoza —licenciado en Derecho Civil y Canónico (junio) y en
Filosofía y Letras (octubre)—; el 135 de significativas actividades que tuvo en
La Habana, como el discurso —que se ha considerado una especie de Protesta de
Baraguá en las fauces del régimen colonial— en el banquete ofrecido a Adolfo
Márquez Sterling, y su participación en preparativos de la que se denominaría
Guerra Chiquita, y de su arresto en septiembre de 1879, tras el cual se le
remitió a su segunda deportación en España, adonde llegó en octubre.
Igualmente será el
aniversario 130 del inicio de su desempeño como cónsul general interino de Uruguay
en Nueva York; y de sus primeros contactos personales, ocurridos en esa urbe,
con Máximo Gómez y Antonio Maceo. De los encuentros que tuvo con ellos nació la
carta que él le cursó a Gómez y no debe recordarse solamente por la célebre
máxima que la nutre y la desborda: “Un pueblo no se funda, General, como se
manda un campamento”.
Serán los 125 años de su Vindicación
de Cuba contra opiniones insultantes propaladas en periódicos
estadounidenses; de la publicación de La Edad de Oro, redactada por él,
y del pronto inicio de su rotundo rechazo —expresado en crónicas y, en el
propio 1889, en el discurso conocido como Madre América— a la
Conferencia Internacional Americana, concebida en los Estados Unidos al
servicio de la creciente voracidad imperial de esa nación.
Una búsqueda somera traería al tema otras conmemoraciones redondas de hitos relevantes en su trayectoria. Baste pensar en el aniversario 120 de numerosos hechos que fueron parte de su vertiginosa labor al frente del Partido Revolucionario Cubano. Pero siempre el mayor reclamo será, más que memorar su legado, honrarlo con permanente lealtad.
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