Se nos
encima la hora de reconocer que la educación no nos plantea hoy un problema
técnico ni económico, sino político, esto es, de fines, antes que de medios.
Así habrá que encararlo, porque estamos llegando al fondo del callejón, con un
sistema educativo que ni forma ni se deja transformar.
Guillermo Castro H. / Especial
para Con Nuestra América
Desde
Ciudad Panamá
El
debate sobre la educación es, entre nosotros, una de las expresiones más
visibles de la crisis de identidad de una sociedad que cambia sin terminar de
transformarse. Esa peculiar parálisis histórica tiene dos causas visibles. Una
consiste en la resistencia a todo cambio social verdadero por parte de los
grupos dominantes. Otra, en la creciente resistencia a los sucedáneos de cambio
entre los grupos subordinados, que en una importante medida quisieran regresar
a un pasado crecientemente mitificado, en el que la educación ofreció a sus
ancestros oportunidades de movilidad social ascendente que fueron, entonces,
una gran novedad. Porque de eso se trata, a fin de cuentas.
La
educación, en efecto, es un medio entre otros para unos fines socialmente
determinados. Nuestra educación - pública y privada - funcionó más o menos bien
cuando esa relación fue más o menos clara, digamos entre las décadas de 1930 y
1970. Lo que se hizo bastó entonces para crear un sentido de identidad
nacional, dotar al joven Estado nacional de los funcionarios que requería, y a
una economía atrasada y sencilla de los profesionales y técnicos que demandaba.
Todo
eso empezó a dejar de funcionar cuando el consenso en torno a los fines dejó de
ser posible, debido a las transformaciones en curso en la sociedad, y quedó
paralizado a partir de la derogación de la Reforma Educativa en 1979. Esa
parálisis se hizo evidente, por ejemplo, en el deterioro del sistema nacional
de educación que se expresó en la evolución divergente de sus subsistemas
público y privado.
Así,
mientras el subsistema público pasó a funcionar de manera cada vez más evidente
movido por la mera inercia burocrática, el privado experimentó un crecimiento
que cabría calificar de tumoral a partir de la década de 1990, y empezó a
deteriorarse después, entre otras cosas por su dependencia de educadores
formados en el sistema público.
La
solución de los grupos dominantes consistió en una doble evasión. Por un lado,
trasladaron a sus hijos y sus esperanzas al pequeño subsistema de escuelas
internacionales de alta calidad y altísimo costo, en desarrollo desde mediados
de la década de 1990. Por el otro, asumieron como problema fundamental del
sistema público la mala administración, el atraso tecnológico y los altos
costos de su operación - en lo formal -, agregando en lo no formal la
existencia de organizaciones magisteriales - y ya no de las estudiantiles,
desde hace mucho borradas del mapa.
Así
caracterizado el problema, se ha intentado encararlo mediante programas
aislados, inconexos entre sí en el tiempo y el espacio, y manipulación
burocrática, cuyas consecuencias se han ido acumulando durante veinte años.
Entre esas consecuencias se incluye la incapacidad del sistema para proveer
mano de obra calificada para el crecimiento económico, paliada en esta década
por la migración legal e ilegal de trabajadores extranjeros a Panamá.
Pero
aun eso tiene un límite. Se nos encima la hora de reconocer que la educación no
nos plantea hoy un problema técnico ni económico, sino político, esto es, de
fines, antes que de medios. Así habrá que encararlo, porque estamos llegando al
fondo del callejón, con un sistema educativo que ni forma ni se deja
transformar.
Es
una mera ilusión que un sistema educativo en estas condiciones esté en
capacidad de producir ni siquiera trabajadores calificados de mediana calidad.
El que no sabe para dónde va, nunca sabrá qué camino escoger. Los países
asiáticos que se convirtieron en economías emergentes en las décadas de 1980 y
1990 sí sabían a dónde querían ir - al menos, sus grupos dominantes estaban de
acuerdo en eso, aunque divergieran en otros temas - y crearon un esquema de
gran sencillez:
1.
Una educación básica organizada en torno a cuatro ejes fundamentales: lengua,
historia, ciencias y matemáticas, con las dos primeras entendidas como
formadoras de un sentido de identidad, y las otras dos como formadoras de
capacidades indispensables para participar en una economía moderna.
2.
Una oferta amplia, diversa y de buena calidad de formación técnica para
estudiantes egresados de educación básica, y
3.
Una oferta de educación superior de muy alta calidad, y de acceso restringido
por requisitos de rendimiento previo y exámenes de ingreso muy exigentes, en
universidades muy vinculadas además al sector productivo, sobre todo mediante
programas de I+D financiados por este último.
Ese
esquema permitió hacer competitivas ventajas comparativas como la de una
abundante población joven, y permitió el paso a un crecimiento sostenido sin
graves perturbaciones sociales. Pero lo primero fue el acuerdo político, basado
en una clara identificación de propósitos y prioridades de interés general para
toda la sociedad.
Ese acuerdo es el que falta aquí.
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