Los acontecimientos
recientes permiten afirmar que, más que nunca, el interés nacional es el móvil
de la actuación de los países en el contexto internacional actual. De otra
manera, no podría explicarse que ante la entronización de un gobierno anti
semita en Ucrania que ha favorecido los ataques contra las comunidades judías
de ese país, el gobierno de Israel haya mantenido absoluto silencio.
Sergio Rodríguez Gelfenstein / Especial para Con Nuestra
América
Desde Caracas,
Venezuela
En los últimos días,
durante mis visitas a Lima y Santiago, en reuniones de trabajo formales o en
tertulias más íntimas con amigos y colegas, tanto en Perú como en Chile, ha sido
recurrente la pregunta acerca de cómo veo su país. En uno y otro caso he
revelado mi propensión a aceptar que cada vez resulta más difícil hacer
análisis locales si se elude la realidad regional o global.
En todas las
conversaciones, así como en mis escritos he reiterado que me parece que no se
ha dimensionado a profundidad la reflexión del Presidente de Ecuador Rafael
Correa que lo lleva a afirmar que “no estamos viviendo una época de cambios
sino un cambio de época”. Aunque repetida muchas veces, es importante valorar que dicha frase encara
una situación que engloba transformaciones de carácter estructural tanto en el
sistema internacional como en la sociedad y el gobierno aún no evaluadas en su
justa medida. No estudiar los alcances que significa vivir un cambio de época
impide justipreciar a profundidad el alcance de las innovaciones y alternativas
que se están presentando en el quehacer de la política a nivel nacional e internacional, y por
tanto, hace cada vez más difícil apreciar con certeza las implicaciones de los
hechos que ocurren en la vida de una región, un país o un ciudadano.
En ese marco, valorar
la situación política de países como Chile y Perú deviene espinosa tarea si antes no se aprecian las
condiciones cambiantes del sistema internacional, su estructura y las variables
que se están poniendo en juego para desarrollar acciones y tomar decisiones por
parte de los actores que influyen de manera determinante en el escenario
internacional.
Eso nos lleva de manera
prioritaria a estudiar los acontecimientos en Ucrania y Crimea que así como los
hechos en Estados Unidos del 11 de septiembre de 2001, marcan un punto de
inflexión en las relaciones internacionales, en particular en la estructuración
del sistema internacional y los vínculos que están estableciendo los poderes
mundiales para manejar los conflictos.
Desde mi punto de
vista, el conflicto en Ucrania y la respuesta rusa en Crimea, termina de
consolidar el sistema de balanza de poder como nueva forma de estructura de
poder en el planeta. Los argumentos utilizados por Occidente y, en particular
por Estados Unidos para rechazar las acciones llevadas a cabo por Rusia para
incorporar Crimea a su soberanía no tienen asidero cuando se observa el
comportamiento de las potencias occidentales en casi todos los conflictos
ocurridos durante este siglo. En cualquiera de ellos tales aseveraciones
podrían ser utilizadas en contra de las potencias participantes en esas
aventuras intervencionistas. Fácilmente se puede concluir que si tales
argumentos utilizados por una potencia para impugnar a otra pueden ser
utilizados por la afectada para refutar a su oponente, están aconteciendo
eventos que generalizan la actuación de los poderes mundiales sin que haya contrapeso
suficiente para evitarlos, impedirlos o minimizarlos. Una y otra potencia están
actuando en sus regiones de influencia, estableciendo pautas y comportamientos
que aunque reciben el rechazo de los adversarios, ello no significa un
enfrentamiento frontal, mucho menos bélico, sino que se limita a la
confrontación retórica y, en algunos casos, a medidas de carácter económico que
no afectan en lo sustancial al país sujeto de las acciones de respuesta.
Esto, que parece un
banal debate teórico, es mucho más que eso, sobre todo para los países del sur.
Actuar en estas condiciones de imposición de medidas de fuerza en el sistema
internacional, deja a los países de Asia, África y América Latina y el Caribe,
en condiciones de minusvalía si pretendieran actuar aisladamente en el
escenario internacional. Esto, por supuesto debe influir en el establecimiento
de la agenda, las prioridades y objetivos de política exterior. En lo que a
nuestra región respecta, quien suponga que por ser amigo o tener buenas relaciones
con una u otra potencia está cubierto de sufrir alguna situación desagradable
está muy equivocado. Gadafi pagó muy caro la suposición de que su acercamiento
a Occidente le iba significar resguardo frente a los conflictos. A su vez, los
líderes de varios países deben aprender a vivir con la afrenta que significa
que Estados Unidos a quien consideran un aliado, los espíe a través de sus
agencias de seguridad. Se podría sistematizar diciendo que hoy las potencias se
mueven a partir de aquella idea enunciada por
Lord Palmerston quien fuera primer ministro de Gran Bretaña cuando dijo
que “Inglaterra no tiene amigos permanentes ni enemigos permanentes. Inglaterra
tiene intereses permanentes”.
Así, los
acontecimientos recientes permiten afirmar que, más que nunca, el interés
nacional es el móvil de la actuación de los países en el contexto internacional
actual. De otra manera, no podría explicarse que ante la entronización de un
gobierno anti semita en Ucrania que ha favorecido los ataques contra las comunidades
judías de ese país, el gobierno de Israel haya mantenido absoluto silencio. En
esa misma lógica podría entenderse el voto de Argentina junto al de Gran
Bretaña y Estados Unidos en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas
rechazando la validez jurídica del referéndum realizado en Crimea. La
diplomacia argentina debe haber entendido erróneamente que se podría establecer
un paralelo entre esta consulta y la que hizo Gran Bretaña en Malvinas unos
meses atrás.
Cuando el 26 de marzo
pasado en un discurso en Bruselas el presidente Obama hizo afirmaciones como
que “Durante más de 60 años Estados Unidos ha colaborado con la OTAN no para
reclamar otras tierras, sino para mantener a las naciones en libertad” o que
“Ni Estados Unidos ni Europa tienen ningún interés en el control de Ucrania”,
así como que “Nosotros no pretendemos anexar el territorio de Irak. No les
arrebatamos sus recursos para nuestro propio beneficio. En vez de esto,
terminamos nuestra guerra y dejamos Irak a su pueblo, en un Estado iraquí plenamente
soberano que puede tomar decisiones sobre su propio futuro”, cualquier
observador imparcial no podría menos que sorprenderse y algunos hasta
indignarse. Y cuando la política genera sorpresas o indignación, la política no
anda bien, máxime cuando dichos enunciados provienen del presidente de la
nación más poderosa del planeta.
Con la misma
desfachatez que se emiten estos anuncios en el plano internacional, se han
comenzado a manifestar respecto a la política interna de los países. En esa
medida, los conceptos tradicionales que establecen las normas para el
funcionamiento de la democracia empiezan a quedar obsoletos. Hoy, se cuestiona
que la realización de elecciones sea el termómetro que mida la estabilidad de
un sistema democrático. Así mismo, la noción de mayoría ha comenzado a ser
puesta en entredicho como lo develan las acciones de la oposición derrotada en
las elecciones en abril de 2013 en Venezuela y marzo de 2014 en El Salvador.
Esta situación está
conduciendo a que se manifiesten expresiones de agotamiento de la credibilidad
de los ciudadanos en la política y en la democracia, lo cual podría ser muy
peligroso de no encontrarse medidas que ayuden a quitarle presión a las
tensiones que con cada vez mayor continuidad se están produciendo en nuestra
región.
Esto interviene en
mayor o menor medida en todos los países e influye en cada uno con diferentes
ritmos y prioridades de acuerdo a características nacionales, grado de
consolidación democrática, fortaleza del tejido social y solidez de los partidos
y organizaciones políticas.
Con distinta medida, me parece que eso es lo que sucede tanto en Perú como en Chile. En el primero, los 4 últimos presidentes: Alberto Fujimori, Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala de diferentes tendencias políticas, tienen en común haber hecho campaña electoral con un programa y haber gobernado con otro. En Chile, la transición no finalizada de la dictadura a la democracia en un país cuyos destinos institucionales siguen regidos por una constitución antidemocrática que consagra el modelo neoliberal y con ello la exclusión social, actúan como una olla a la que se le puede quitar presión para que no estalle, pero que su permanente estado de ebullición genera riesgos en el mediano y largo plazo que deben ser solventados si se quiere mantener el sistema democrático, incluso con sus imperfecciones, evitando la violencia que solo le interesa a aquellas potencias que siempre “pescan en río revuelto”.
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