El tiempo pasa rápido y
los gobiernos posneoliberales (por llamarles de alguna manera) surgidos en la
década pasada experimentan su primera gran crisis. Sería un acto de simpleza
suponer que lo que sigue es una recaída sin esperanzas en el neoliberalismo, y
los tradicionales yugos políticos, financieros y tecnológicos.
Pedro Miguel / LA
JORNADA
Un retrato de época: Kirchner, Evo, Lula y Chávez. |
Pasa rápido el tiempo.
Aquella novedosa y sorprendente transformación continental que tenía como
emblema la constelación de los rostros sonrientes de Lula, Chávez y Kirchner –a
la que se unieron los de Evo y Correa, y en la que aparecieron después los
relevos Cristina y Dilma– ha llegado a un punto crítico. El kirchnerismo
recibió en las elecciones del pasado domingo un golpe demoledor y ahora lo que
está en cuestión es si será conducido a un viraje hacia el centro por el
oficialista Scioli o enterrado por el neoliberal Macri. El gobierno del PT en
Brasil está a la defensiva, acosado por conjuras políticas y por condiciones económicas
adversas, pero también por descontentos sociales inocultables y por la
descomposición institucional. En Venezuela el gobierno chavista enfrenta el
escenario electoral más peligroso de su historia el próximo 6 de diciembre,
como lo ha reconocido el propio Nicolás Maduro, cuyo respaldo social se
erosiona por el desabasto y la inflación y por los impactos en la economía de
la caída de los precios petroleros. Evo Morales y Rafael Correa se mueven en
panoramas nacionales más holgados, pero no exentos de amenazas.
Con las diferencias
lógicas, todos los casos tienen tres denominadores comunes: el desgaste del
poder –corrupción incluida–, el adverso panorama económico mundial y la activa
hostilidad del norte hacia gobiernos que desvincularon a sus respectivos países
de los dictados de los organismos financieros internacionales, emprendieron la
recuperación de sus soberanías, imprimeron al manejo económico un sentido
social y construyeron organismos regionales independientes de Washington, en la
perspectiva de conformar un bloque económico regional y fortalecer la lógica
multipolar en el planeta.
La intervención
desestabilizadora de la superpotencia está documentada tanto en los discursos
oficiales del poder estadunidense como en las acciones abiertamente hostiles y
en las revelaciones sobre la intensa y permanente tarea de espionaje que la
administración de Obama ha mantenido en contra de sus homólogos
latinoamericanos: los que le son sumisos –como Peña Nieto y el ahora
defenestrado y preso Pérez Molina–, aquellos con los que hay que guardar las
formas –como Dilma– y los que han sido declarados “enemigos”, como el régimen
chavista. A lo anterior hay que sumar viejas tácticas de desestabilización como
los sabotajes económicos de los que Washington echaba mano en contra del
gobierno de Salvador Allende y que ahora ha vuelto a poner en práctica en
Venezuela.
El accionar estadunidense
está estrechamente articulado y coordinado con las oligarquías locales que se
han visto perjudicadas por las políticas redistributivas de los gobiernos en
cuestión. Una faceta particularmente virulenta de la resistencia oligárquica es
su control de medios informativos, desde los cuales se han lanzado exitosas
campañas de desinformación y adulteración de la realidad, particularmente en
los casos argentino, venezolano y ecuatoriano.
No debe ignorarse que el
PT brasileño, el chavismo y el kirchnerismo han extraviado, en lustros de
ejercicio del poder, el pathos original que les permitió llegar al
gobierno por la vía electoral y mantenerse en él con el refrendo de las urnas.
Ha perdido filo su capacidad de comunicar a las sociedades su propio
protagonismo histórico y de articular los enormes logros regionales y
nacionales a una conciencia política a la vez ciudadana y de masas orientada a
defenderlos, expandirlos y profundizarlos. Ha faltado, acaso, recuperar el
sentido primigenio de la democracia –el poder del pueblo– y se ha claudicado
ante la definición liberal y desadjetivada del término, que se reduce –a
conveniencia de los ponentes– a alternancia entre partidos en el campo común de
un consenso económico: el de Washington.
El tiempo pasa rápido y
los gobiernos posneoliberales (por llamarles de alguna manera) surgidos en la
década pasada experimentan su primera gran crisis. Sería un acto de simpleza
suponer que lo que sigue es una recaída sin esperanzas en el neoliberalismo, y
los tradicionales yugos políticos, financieros y tecnológicos.
Los gerentes con
pretensiones de presidentes pensarán tal vez que estamos ante el inminente
desplome del populismo. Desde su posición es natural que ignoren la diferencia
entre formas particulares de hacer política y maneras de hacer historia. Los
gobiernos posneoliberales de nuestro tiempo y nuestra región son lo segundo y,
lógicamente, nada puede garantizar que no resulten barridos por los procesos
históricos que han echado a andar. En todo caso, más profunda e irreversible es
la crisis de las gestiones gubernamentales que siguen ancladas a la
dependencia, la corrupción, la privatización y el saqueo.
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