Un gran historiador nos
decía hace poco: “¿Por qué no hay un tren rápido entre Bogotá y Tumaco?
Podríamos ir allá en cinco horas, comer una cazuela de mariscos junto a los
manglares, y volver aquí al anochecer”.
William Ospina / El Espectador
“¿Por qué, si es el
principal puerto del país sobre el Pacífico, no hay un vuelo directo entre
Buenaventura y Tokio?”. “¿Por qué no hay una gran ciudad verde, pionera de una
nueva relación con la naturaleza, en la altillanura?”.
¿Por qué, en un mundo
donde las proezas tecnológicas son hechos cotidianos y las soluciones de
infraestructura son posibles y admirables, a nosotros nos acostumbraron a
pensar que aquí todo es imposible? Ciudades con belleza, jóvenes con empleo,
pobres con dignidad, ricos con responsabilidad y un Estado eficiente resultan
inconcebibles en Colombia. ¿Por qué? Por una dirigencia que nos acostumbró a la
mendicidad, a la resignación, al odio y a no ver más allá de nuestras narices.
Desde hace mucho tiempo
esa dirigencia busca y busca las causas de nuestros males, y cada cierto tiempo
señala los sucesivos responsables de cada calamidad histórica. En los años 50
los bandoleros de la Violencia, en los 60 los estudiantes rebeldes y los
revolucionarios, en los 70 la multiplicación de las guerrillas, en los 80 Pablo
Escobar y los extraditables, en los 90 los paramilitares, en la primera década
del siglo XXI las Farc.
Esta semana Juan Manuel
Santos ha conseguido mostrarle al mundo, con gran cubrimiento mediático, que el
acuerdo sobre justicia transicional al que ha llegado con las Farc es el punto
clave de los diálogos de La Habana, quizá porque es el punto en el que las Farc
parecen admitir que son las responsables de la guerra de estas cinco décadas.
Al menos es el único punto que ha merecido ser presentado al mundo por los dos
comandantes de ambos ejércitos.
Pero aunque las Farc
admitan ser las principales responsables de los crímenes y las atrocidades de
esta guerra, yo tengo que repetir lo que tantas veces he dicho: que es la
dirigencia colombiana del último siglo la principal causa de los males de la
nación, que es su lectura del país y su manera de administrarlo la responsable
de todo. Responsable de los bandoleros de los 50, a los que ella armó y
fanatizó; de los rebeldes de los 60, a los que les restringió todos los
derechos; del M19, por el fraude en las elecciones de 1970; de las mafias de
los 80, por el cierre de oportunidades a la iniciativa empresarial y por el
desmonte progresivo y suicida de la economía legal; de las guerrillas, por su
abandono del campo, por la exclusión y la irresponsabilidad estatal; de los
paramilitares, que pretendían brindar a los propietarios la protección que el
Estado no les brindaba; responsable incluso de las Farc, por este medio siglo
de guerra inútil contra un enemigo anacrónico al que se pudo haber incluido en
el proyecto nacional 50 años antes, si ese proyecto existiera.
Me alegra que el
acuerdo entre Gobierno y Farc esté próximo, aunque no pienso que sea un regalo
que debamos agradecer de rodillas, sino algo que ambas partes nos debían desde
hace mucho tiempo. Tampoco creo que un mero pacto entre élites guerreras, siendo
tan necesario y tan útil, vaya a garantizarnos una paz verdadera.
Lo que me asombra es
que la astuta dirigencia de este país una vez más logre su propósito de mostrar
al mundo los responsables de la violencia, y pasar inadvertida como causante de
los males. A punta de estar siempre allí, en el centro del escenario, no sólo
consiguen ser invisibles, sino que hasta consiguen ser inocentes; no sólo
resultan absueltos de todas sus responsabilidades, sino que acaban siendo los
que absuelven y los que perdonan.
Una vez desaparecido
del horizonte de la historia el episodio de la insurgencia, volverá a ocurrir
lo que ocurrió cuando fueron abatidos los bandoleros de los 50 y sometidos los
rebeldes de los 60, cuando se desmovilizó el M19, cuando fueron extraditados
los extraditables y dado de baja Pablo Escobar, y cuando fueron desmovilizados
y extraditados y amnistiados los paramilitares: que el extraño mal de la
patria, del que todos ellos parecían los culpables, siguió vivo, y aún nos
tiene como nos tiene.
Pero tal vez esté
llegando la hora de que la causa verdadera, profunda, persistente y eficiente
de los males de Colombia se haga visible por fin. Tal vez Juan Manuel Santos
esté contribuyendo sin proponérselo a remover el último obstáculo que nos
impedía ver que la verdadera causa de todo es una dirigencia inepta, sin
responsabilidad y sin grandeza, que nos enseñó a pensar en pequeño y a
sentirnos mal por soñar que el país podía ser mejor y podía ser de todos.
El proceso de paz es
importante, los diálogos de La Habana son fundamentales, los acuerdos entre
guerreros son indispensables, pero la verdadera paz de Colombia exige una
dirigencia distinta, un relato más complejo del país, un horizonte de
propósitos más amplio y más patriótico.
No habrá paz sin un
proyecto urbano adecuado a la época, sin un proyecto de juventudes lúcido y
generoso, porque hoy los jóvenes son la guerra, sin un proyecto cultural de
creación, de afecto y de reconciliación, porque la cultura es nuestro mayor
escenario de conflictos y de necesidades.
Tal vez ya no podrán
impedir que el país se aplique a soñar y a construir una nueva época. Tal vez
ya no podrán llamar subversivo a todo el que pida un cambio, a todo el que
quiera reformar las instituciones, a todo el que quiera ser protagonista de la
historia.
Una paz sin enormes
cambios sociales, sin proyecto urbano, sin una estrategia económica generosa,
sin un proyecto ambicioso de juventudes, podrá ser una buena campaña de
comunicación, pero no llegará al corazón de millones de personas que necesitan
ser parte de ella.
Claro que ya es
ganancia que el discurso anacrónico de la guerra sin cuartel, al que las élites
recurrieron siempre, vaya quedando arrinconado. Nadie protesta tanto contra la
impunidad como el que se beneficia de la impunidad.
La dirigencia
colombiana, empeñada siempre en demostrar que sólo los otros son culpables, tal
vez no admita nunca su responsabilidad, pero será cada vez más visible en su
mezquindad y su ineptitud, y ya será bastante reparación que se haga a un lado
y deje pasar al país.
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