A finales del mes de
noviembre, en la Conferencia de las Partes sobre Cambio Climático en París,
asistiremos a otro episodio de la gran batalla cultural y ambiental de nuestro
siglo. ¿Triunfará, una vez más, el afán irracional de exhibición de fuerza de
los poderosos, o por fin la comunidad internacional le dará una oportunidad al
planeta, a la naturaleza y a la vida que sostiene?
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa
Rica
Decir que el cambio
climático constituye una de las principales amenazas que se ciernen sobre la
humanidad en el siglo XXI es ya una tesis políticamente correcta que, con
seguridad, encontrará pocos detractores en los foros internacionales, en los
medios de comunicación o la academia. Casi se ha convertido en un lugar común
que apacigua conciencias y, por ejemplo, le permite a la clase política
dominante exhibir una cierta preocupación ecológica que encubra sus
inclinaciones hacia el neoliberalismo que hoy campea en el planeta,
caracterizado por su lógica de acumulación de capital por la vía de la
desposesión de bienes y recursos.
Algo muy diferente
ocurre, sin embargo, cuando se argumenta que uno de los principales detonantes
del fenómeno ambiental del cambio climático es el capitalismo depredador de
nuestros días, con sus desarrollos y sus expresiones más exacerbadas –cuando no
demenciales- en todos los órdenes de la vida social: desde la organización de
la producción económica, la división y creciente especialización del trabajo o
la imposición de patrones de extracción de recursos y energía, hasta la
reconfiguración del mundo de la cultura y las relaciones humanas. Entonces,
aparecen las contradicciones, los
obstáculos en la búsqueda de consensos mínimos para el diseño de políticas
públicas nacionales, regionales y globales, y en definitiva, la conjura de los
poderes políticos y económicos hegemónicos, empeñados en que nada cambie en el
mundo.
Como bien lo explica el
teórico marxista inglés David Harvey, no se trata de un asunto de conocer o no
las consecuencias del cambio climático, “el problema es la arrogancia desmedida
y los intereses creados de ciertas facciones del capital (y de ciertos
Gobiernos y aparatos de Estados capitalistas) que tienen el poder de impugnar,
desbaratar y evitar aquellas acciones que amenazan su rentabilidad, su posición
competitiva y su poder económico”[1].
En este escenario de
alta complejidad y tensiones políticas, se efectuó la II Cumbre Mundial de los
Pueblos contra el Cambio Climático en Tiquipaya, Bolivia, entre el 10 y el 12
de octubre. Fueron numerosas las voces de pueblos indígenas, movimientos
sociales, ambientalistas y ecologistas, líderes políticos e investigadores que se expresaron en esta reunión. Sus
principales conclusiones, propuestas y demandas quedaron plasmadas en una
extensa declaración, de tono anticapitalista y anticolonialista, que llama a “poner
en marcha un nuevo modelo civilizatorio que valore la cultura de la vida y la
cultura de la paz, que es el Vivir Bien”. El texto también señala un conjunto
de ámbitos de acción para avanzar en ese propósito: el de las luchas “contra
las amenazas a la vida, guerras y geopolíticas de los imperios para
distribuirse la Madre Tierra”, el de las búsquedas de caminos alternativos al capitalismo,
el del reconocimiento de los derechos de
la naturaleza, el fortalecimiento de los conocimientos prácticas y tecnologías
sobre el cambio climático y para la vida, la defensa del patrimonio común, la
creación de un Tribunal Internacional de Justicia Climática y de la Madre
Tierra, la lucha contra la no mercantilización de la naturaleza, la exigencia
del pago de las deudas climática, social y ecológica del capitalismo, la
promoción del diálogo interreligioso, y en lo más inmediato, la presencia activa
en la Conferencia de las Partes sobre Cambio Climático (COP21) a celebrarse en
París a finales de noviembre próximo.
Esta amplia agenda que
se perfila a partir de las inquietudes, propuestas y demandas de los pueblos
del mundo necesariamente entra en conflicto con lo que Harvey llama
“capitalismo del desastre”: ese que encuentra oportunidades de profundizar los
procesos de acumulación del capital “en medio de catástrofes medioambientales”,
y que, en el clímax de la deshumanización, obtiene beneficios incluso a costa
de la muerte por hambre de poblaciones vulnerables o de la destrucción masiva
de hábitats, “precisamente porque buena parte de la población mundial es ahora
superflua [para el capital] y desechable en cualquier caso y el capital nunca
se ha arredrado a la hora de destruir a las personas en su afán de lucro”[2].
En esa terrible
disyuntiva se inscribe el gran debate de nuestro tiempo, en el que se disputa
el futuro y las posibilidades de reproducción de la vida para toda la
humanidad, o su continua opresión bajo el capitalismo y sus formas de
dominación. De su resolución a favor del bienestar de las mayorías, podrían
surgir las alternativas contrahegemónicas de transformación y construcción de
nuevas formas de convivencia que nos permitan superar la crisis civilizatoria
en que estamos inmersos.
A finales del mes de
noviembre, en la COP21, asistiremos a otro episodio de la gran batalla cultural
y ambiental de nuestro siglo. ¿Triunfará, una vez más, el afán irracional de
exhibición de fuerza de los poderosos, o por fin la comunidad internacional le
dará una oportunidad al planeta, a la naturaleza y a la vida que sostiene? Eso está por verse.
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