El régimen presidencialista y
centralista, arquitecto del Estado nacional,
debe ser sustituido por uno semiparlamentario, que abra paso a una
democracia directa y participativa.
Arnoldo Mora Rodríguez / Especial para
Con Nuestra América
Finales de año y
comienzo de año; de diciembre a enero. Entre el vacilón y la reflexión; entre el
bullicio de las fiestas en la calle y el regocijo de las familias en torno al
tamal y las angustias porque agota el presupuesto y ya nos cayó “la cuesta” de enero…Tal parece
ser el destino inexorable de los ticos. Sin embargo, detrás de esta anodina
rutina, se esconde una dimensión de nuestra existencia que es la mas seria de
todas: debemos tomar decisiones que conciernen nuestra vida individual y familiar
y nuestra responsabilidad como miembros de una sociedad nacional y mundial.
Debemos tomar decisiones: a eso lo llamamos POLITICA.
El siglo XXI será el
siglo de la prioridad absoluta de la política, pues es el siglo en que la humanidad
debe decidir si la especie sapiens debe seguir viendo o no. Y esto que es válido
para la humanidad, lo es para las naciones y las personas individuales. Todo lo
cual implica asumir responsabilidades. Y esto no le gusta a casi nadie.
Preferimos seguir siendo niños política
y psicológicamente porque odiamos asumir responsabilidades de adultos. Freud y
Sartre sostienen que el hombre huye de la libertad porque la teme; prefiere la
irresponsablidad del niño, como afirma Gûnter Grass en su célebre novela “El tambor de hojalata”, para
explicar cómo la gran mayoría de su pueblo, Alemania, apoyó frenéticamente a
Hitler. Esto explica por qué las “masas” (Ortega y Gasset) prefieren el despotismo
como forma de gobierno y el totalitarismo como ideología. Me pregunto con mal
disimulada preocupación si no es eso lo que está pasando en Estados Unidos, cuando
veo el delirio que rodea al “evitable ascenso” de la candidatura de Trump, o el
clamor de algunos comentaristas nacionales que claman por un líder fuerte. No es
allí donde se debe buscar la causa de la “debilidad” que se endilga a Obama
para liderar la potencia del Norte, o la “indecisión” a Luis Guillermo al
frente del Ejecutivo en Tiquicia. Las causas son estructurales y no personales,
son políticas y no psicológicas.
Gobernar, decía Hegel, es crear instituciones que
se adecúen a nuestros ideales. Lo decía tratando de explicar el fracaso del
jacobinismo en la Francia revolucionaria de finales del s. XVIII. Los jacobinos
forjaron grandes ideales pero no crearon las instituciones para hacerlos realidad,
con lo que generaron un vacío de poder que solo el despotismo ilustrado de un
general convertido en emperador, pudo llenar. Proponer un despotismo a la tica
(o a la gringa) podría ser una solapada
invitación a que surja un Führer acá y allá. Si queremos asumir para bien los
retos que la historia nos depara en estas primeras décadas del s. XXI es tomar
conciencia de que en la elecciones pasadas, con detrás del golpe al bipartidismo,
hubo el inicio de un cambio estructural del Estado nacional. El régimen
presidencialista y centralista, herencia de Braulio Carrillo (1835-1837 y
1838-1842), arquitecto del Estado nacional, debe ser sustituido por uno semiparlamentario,
que abra paso a una democracia directa y participativa. En cuanto a las potencias
mundiales, solo a través del diálogo político podrán evitar la destrucción de
la Naturaleza y la guerra nuclear, como paso previo a la trasformación de las Naciones
Unidas en un Estado planetario.
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