El tipo de militantes que
necesita la izquierda del siglo XXI debe estar modelado por la “voluntad de
sacrificio” (Benjamin). Es evidente que la frase suena fatal en periodos como
el actual, pero nada podemos conseguir sin deshacernos de esa tremenda fantasía
de que es posible cambiar el mundo votando cada cinco años y consumiendo el
resto del tiempo.
Raúl Zibechi / LA JORNADA
En los años 60 y 70 quien
se incorporaba a la militancia escuchaba a menudo una frase: “Ser como el Che”.
Con ella se sintetizaba una ética, una conducta, un modo de asumir la acción
colectiva inspirada en el personaje que –con la entrega de su vida– se había
convertido en brújula de una generación.
“Ser como el Che”
era un lema que no pretendía que los militantes siguieran punto por punto el
ejemplo de quien se había convertido en referencia ineludible. Era otra cosa.
No un modelo a seguir, sino inspiración ética que implicaba una serie de
renuncias, esas sí, a imagen y semejanza de la vida del Che.
Renunciar a las
comodidades, a los beneficios materiales, incluso al poder conquistado en la
revolución, estar dispuesto a arriesgar la vida, son valores centrales en esa
herencia que hemos dado en llamar “guevarismo”. Esos fueron durante buen tiempo
los ejes en torno a los que se organizó buena parte de la militancia de
izquierda, por lo menos en América Latina.
Esa izquierda fue
derrotada en un breve periodo que podemos situar entre los golpes de Estado de
la década de 1970 y la caída del socialismo real, una década después. No se
sale indemne de las grandes derrotas. Así como la caída de la comuna de París
fue un parteaguas, según Georges Haupt, que llevó a las izquierdas de la época
a introducir nuevos temas en sus agendas (la cuestión del partido pasó a ocupar
un lugar central), las derrotas de los movimientos revolucionarios
latinoamericanos parecen haber producido una hendidura en las izquierdas de
comienzos del siglo XXI.
Aún es muy pronto para
realizar una evaluación completa de ese viraje, ya que estamos encima del
mismo, sin la suficiente distancia crítica y, sobre todo, autocrítica. Sin
embargo, podemos adelantar algunas hipótesis que enhebren aquellas derrotas con
la coyuntura actual que vivimos.
La primera es que no se
trata de volver la historia atrás para repetir los viejos errores, que los
hubo, y muchos. El vanguardismo fue el más evidente, acompañado de un serio
voluntarismo que impidió comprender que la realidad que pretendimos transformar
era bien diferente a lo que pensábamos, lo que llevó a subestimar el poder de
las clases dominantes y, sobre todo, a creer que se vivía una situación
revolucionaria.
Pero el vanguardismo no
cede fácilmente. Está sólidamente arraigado en la cultura de las izquierdas y
aunque fue derrotado en su versión guerrillera, parece haber mutado y sigue
vivo tanto en los llamados movimientos sociales como en los partidos que
pretenden saber qué es lo que quiere la población sin necesidad de escucharla.
Gran parte de los gobiernos y los dirigentes progresistas son buen ejemplo de
la pervivencia de un vanguardismo sin vanguardia proclamada.
La segunda tiene relación
con el método, la lucha armada. Que la generación de los 60 y 70 hayamos cometido
gruesos errores en el uso y abuso de la violencia no quiere decir que tengamos
que tirarlo todo por la borda. Recordemos que por lo menos en Uruguay se
pensaba que “la acción genera conciencia”, otorgando un poder casi mágico a la
capacidad de la vanguardia armada para generar acción en las masas con su sola
actividad, como si la gente pudiera actuar por reflejos mecánicos sin necesidad
de organizarse y formarse.
Las organizaciones
armadas cometieron, además, atrocidades indefendibles, utilizando la violencia
no sólo contra los enemigos, sino a menudo contra el propio pueblo y también
contra aquellos compañeros que presentaban diferencias políticas con su
organización. Los asesinatos de Roque Dalton y la comandante Ana María, en El
Salvador, son dos de los hechos más graves dentro del campo rebelde.
Sin embargo, eso no
quiere decir que no haya que defenderse. No debemos pasar al extremo opuesto de
confiar en las fuerzas armadas del sistema (como señala el vicepresidente de
Bolivia), o despojar de su carácter de clase a las fuerzas represivas. Los
ejemplos del EZLN, del pueblo mapuche de Chile, de la Guardia Indígena nasa en
Colombia y de los indígenas amazónicos de Bagua en el Perú muestran que es
necesario y posible organizar la defensa comunitaria colectiva.
La tercera cuestión es la
más política y es la ética. En el legado del Che y en la práctica de
aquella generación, el poder ocupaba un lugar central, algo que no podemos ni
debemos negar. Pero la conquista del poder era para beneficio del pueblo, nunca
jamás para beneficio propio, ni siquiera del grupo o partido que tomaba el
poder estatal.
Sobre este tema hay una
discusión abierta, en vista del balance negativo del ejercicio del poder por
los partidos soviético y chino, entre otros. Pero más allá de los errores y
horrores cometidos por los poderes revolucionarios en el siglo XX, incluso más
allá de si es conveniente o no tomar el poder del Estado para cambiar el mundo,
es necesario recordar que el poder era considerado un medio para transformar la
sociedad, nunca un fin en sí mismo.
Sobre este asunto hay
mucha tela donde cortar, en vista de la brutal corrupción enquistada en algunos
gobiernos y partidos progresistas (en particular en Brasil y Venezuela),
cuestiones que ya pocos se atreven a negar.
La izquierda que
necesitamos para el siglo XXI no puede sino tener presente la historia de las
luchas revolucionarias del pasado. Es necesario incorporar aquel lema “ser como
el Che”, pero sin caer en vanguardismos. Una buena actualización de ese
espíritu puede ser “para todos todo, nada para nosotros”. Lo mismo puede
decirse del “mandar obedeciendo”, que parece un importante antídoto contra el
vanguardismo.
Hay algo fundamental que
no sería bueno dejar escapar. El tipo de militantes que necesita la izquierda
del siglo XXI debe estar modelado por la “voluntad de sacrificio” (Benjamin).
Es evidente que la frase suena fatal en periodos como el actual, pero nada
podemos conseguir sin deshacernos de esa tremenda fantasía de que es posible
cambiar el mundo votando cada cinco años y consumiendo el resto del tiempo.
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