Hoy, la “lucha de clases” lanzada por los empresarios más
oligárquicos está a la orden del día y los trabajadores se hallan en
condiciones adversas si se las compara con lo que ocurrió en la década pasada.
En
Ecuador contamos con una larga historia sobre los trabajadores y la legislación
laboral. Jornadas extenuantes y salarios miserables fueron las características
usuales de las relaciones laborales hasta bien entrado el siglo XX, porque la
jornada de 8 horas diarias recién fue introducida en 1916 -aunque
sistemáticamente fue incumplida-, y el salario mínimo quedó en manos de la
negociación entre patronos y trabajadores.
El
gobierno de Isidro Ayora, nacido de la Revolución Juliana, fue pionero e
innovador de la legislación laboral con la expedición de varias leyes: en 1927,
Ley de Prevención de Accidentes de Trabajo; en 1928, Ley sobre Contrato
Individual de Trabajo; Ley de Desahucio del Trabajo; Ley de Duración Máxima de
la Jornada de Trabajo y de Descanso Semanal (8 horas diarias y 48 semanales);
Ley de Jubilación, Montepío Civil, Ahorro y Cooperativa; Ley de Jubilación
Obligatoria para los Empleados de Banco; Ley sobre Responsabilidad por
Accidentes del Trabajo; Ley de Procedimiento para las Acciones Provenientes del
Trabajo; Ley sobre el Trabajo de Mujeres y Menores y de Protección a la
Maternidad; y el Estatuto de la Caja de Pensiones.
La
Constitución de 1929 consagró, por primera vez, el principio pro-operario (las
leyes y la administración se inclinan a favor de los trabajadores, por ser el
sector más débil frente al capital) y reconoció los derechos fundamentales para
los trabajadores, que quedaron ampliados, especificados y pormenorizados en el
Código del Trabajo de 1938, que, sin embargo, mantuvo a los trabajadores
rurales bajo las normas del “concertaje”, sujeto al Código Civil.
La
legislación laboral, siempre acusada de “comunista”, ha avanzado lentamente
desde aquellos años. Y el país está lejos de alcanzar beneficios laborales y
sociales más amplios como los que tienen los países europeos (particularmente
los nórdicos), Canadá e incluso Uruguay y Bolivia.
Durante
las décadas finales del siglo XX, conforme avanzó el modelo empresarial de
desarrollo inspirado en la ideología neoliberal, tanto el principio
pro-operario como los derechos laborales fueron seriamente afectados. Las
cámaras de la producción, convertidas en agentes determinantes de las políticas
económicas y sociales del Estado, clamaban por una serie de reformas: suprimir
el reparto de utilidades, así como los pagos por horas extras y, desde luego,
las indemnizaciones por despidos; aumentar la jornada hasta 44 o 48 horas
semanales y más de las 8 diarias; introducir el trabajo por horas y el
tercerizado; congelar o restringir alzas salariales y unificar salarios; sujetar
el salario a la productividad o eficiencia de los trabajadores; debilitar el
sindicalismo, restringir la huelga y los contratos colectivos; sujetar el
contrato individual y el salario a la voluntad de las partes; acabar con la
jubilación patronal y privatizar la seguridad social. Aunque solo faltaba
revivir la esclavitud, consiguieron varias de sus iniciativas, pero no lograron
todas.
Durante
el gobierno de Rafael Correa (2007-2017) las galopantes propuestas
empresariales por la flexibilidad laboral quedaron frenadas, no solo porque la
Constitución de 2008 brindó protección a los trabajadores, sino porque el
Estado no estuvo determinado por los intereses de las cámaras, ni guiado por el
neoliberalismo. A pesar de la confrontación presidencial con una serie de
organizaciones sociales y dirigentes laborales e incluso pese a que Correa
introdujo varias normas flexibilizadoras de derechos laborales, no es cierto
que “acabó” con los movimientos sociales y peor aún con las organizaciones de
los trabajadores. La investigación histórica, los datos estadísticos y varios
estudios académicos niegan esa opinión originada en simples posicionamientos
políticos y reacciones particulares.
El
alto empresariado siempre consideró al “correísmo” como un enemigo de clase, de
modo que, con el gobierno de Lenín Moreno, ha tenido la oportunidad tanto de
apuntalar la descorreización, como de retomar sus viejas ideas de
flexibilización del trabajo. Hoy incluso cuenta con el marco favorable que le
brinda el reciente acuerdo con el FMI (aboga por la flexibilidad laboral, el
retiro del Estado y la reducción de impuestos directos), y se lanza con nuevas
ideas, como la de cumplir la jornada de 40 horas semanales en tres días y medio
o prolongarla hasta los sábados, o no pagar por horas extras dentro de las
jornadas prolongadas, y otros disparates de igual calibre.
A
aquellos empresarios que todavía mantienen ideas oligárquicas del pasado,
exclusivamente les mueve el afán de ganancia y calculan sus rentabilidades
sobre la base de reducir los costos variables de producción (salarios y
remuneraciones). En consecuencia, interpretan la legislación laboral como
atentado a sus rentabilidades, sin considerar, para nada, su responsabilidad en
el mejoramiento de las condiciones de vida y de trabajo de la población. Dicen
que al flexibilizar las relaciones laborales, el país tendrá la oportunidad de
incorporar a más trabajadores, considerando que un 60% de la población activa
no tiene empleo remunerado, algo que históricamente no ha ocurrido, pues la
ineficiencia y el conservadorismo social de esos empresarios pretende
incrementar el empleo a costa de derrumbar derechos laborales, con lo cual
también los nuevos empleados verán disminuidas sus garantías.
Hoy,
la “lucha de clases” lanzada por los empresarios más oligárquicos está a la
orden del día y los trabajadores se hallan en condiciones adversas si se las
compara con lo que ocurrió en la década pasada.
En
consecuencia, también las organizaciones de los trabajadores deben incorporar
en sus reivindicaciones, nuevas propuestas para enfrentar la arremetida del
capitalismo más salvaje. Entre ellas bien puede considerarse algunas: demandas
fiscales por “infracción penal” a los empresarios que no afilian sus
trabajadores al IESS (se aprobó en la pregunta 10 del plebiscito constitucional
de 2011); demanda por estafa al Estado y arbitrario uso de fondos públicos
(peculado) contra los empresarios que, habiendo descontado pensiones para el
IESS a sus trabajadores, no han pagado a la institución (hay más de 1.000
millones de deuda privada al IESS); escalonamiento en el sistema de reparto de
utilidades en proporción a las empresas, con incremento sustancial de ese
reparto para las empresas más grandes; obligatoria inversión social de grandes
utilidades; cumplimiento de la seguridad social universal (establecida por la
Constitución), que debe financiarse con más impuestos directos a las capas
ricas; salario básico universal financiado con iguales impuestos; incremento
del pago por horas extras y suplementarias; aumento de indemnizaciones por
despido intempestivo; cobro compulsivo de los impuestos adeudados por los 215
grupos económicos, que según estadísticas del SRI ascienden a 4.700 millones de
dólares, más 2.100 millones en facturas falsas y unos 30.000 millones en
paraísos fiscales.
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