Si es cierto que las guerras se
mantienen porque, en definitiva, son un buen negocio para algunos, esto debería
llevarnos a preguntar: ¿es entonces esa la esencia de lo humano? ¿La primera
piedra afilada del Homo habilis de dos millones y medio de años atrás, un arma,
es nuestro ineluctable destino?
Marcelo Colussi / Para Con
Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
“¿Existe algún medio que permita al ser humano librarse de la amenaza de
la guerra?”, preguntaba
angustiado Albert Einstein a Sigmund Freud en una famosa carta de 1932: ¿Por qué la guerra?, cuando arreciaba el nazismo y el odio contra los judíos en
Alemania y la posibilidad de un gran conflicto internacional ya se veía en el
horizonte. Pocos años más tarde estallaría la Segunda Guerra Mundial, con un
saldo de 60 millones de personas muertas, y el uso (innecesario en términos
bélicos) de armas atómicas por parte de Estados Unidos para dar fin al
enfrentamiento (en realidad: bravuconada para mostrar quién detentaba el mayor
poderío). “Todo lo que trabaja en favor
del desarrollo de la cultura trabaja también contra la guerra”, respondía
el fundador del Psicoanálisis en otra misiva igualmente famosa: ¿Por qué la guerra?
Sin dudas la preocupación en
torno a la guerra, a su origen y a su posible evitación, acompaña al ser humano
desde tiempos inmemoriales (de ahí la diplomacia, como forma civilizada de
arreglar diferendos). "Si quieres la paz prepárate para la guerra", decían los romanos del Imperium. No se equivocaron. El fenómeno
de la guerra es tan viejo como la humanidad, y según van las cosas nada indica
que esté por terminarse en lo inmediato. La paz, parece, es aún una buena aspiración,…..pero debe seguir
esperando.
Más
allá de pacifismos varios que hacen llamamientos a la evitación de la guerra,
la misma es una constante en toda la historia. Sus móviles desencadenantes pueden
ser variados (elementos económicos, guerras religiosas, problemas limítrofes,
diferencias ideológicas), pero siempre, en definitiva, se trata de choques en
torno al ejercicio de poderes. En otros términos, aunque la cultura (o
civilización) se ha desarrollado y, eventualmente, puede ser un freno a la
guerra, la dinámica humana se sigue desplegando en torno al ejercicio de la
violencia. ¿Quién pone las condiciones? o, si se prefiere, ¿quién manda?, es el
que detenta el mayor poderío (el garrote más grande ayer, las mejores armas
estratégicas hoy). La apelación a la fuerza bruta sigue siendo una constante.
Nos civilizamos… solo un poco. La fuerza bruta sigue mandando.
La
posibilidad de un órgano global que vele por la paz de todos los habitantes del
planeta, más allá de una buena intención, no ha dado resultados. Dejar librada
la paz a la “buena voluntad” no funciona. El mundo, ayer como hoy (la comunidad
primitiva o nuestra actual aldea global) se sigue manejando en función de quién
detenta la mayor cuota de poder (el garrote más grande). La Organización de
Naciones Unidas, que nació para asegurar la paz mundial luego del holocausto de
la Segunda Guerra Mundial, ha fracasado rotundamente, porque no dispone de la
fuerza necesaria para hacer cumplir su mandato. El ejército de paz de la ONU
(los Cascos Azules)…., dan risa, porque no constituyen un ejército. De hecho,
quienes toman las decisiones finales allí son los cinco miembros permanentes
del Consejo de Seguridad: Estados Unidos, Rusia, China, Gran Bretaña y Francia,
las cinco principales potencias atómicas y, casualmente, los cinco mayores
productores y vendedores de armas del mundo (¿“Astucias de la razón”? diría Hegel. ¿O patetismo descarnado?) Las
declaraciones pomposas sobre la paz son pisoteadas inmisericordes una y otra
vez.
“Tomamos las armas para abrir paso a un mundo en el que ya no sean
necesarios los ejércitos",
dijo el líder del movimiento zapatista en Chiapas, México, el Subcomandante
Marcos, en un intento de sentar bases para un futuro distinto al actual, donde
la violencia define todo finalmente (y la guerra es su expresión suprema).
Pero, más allá de lo hermoso de tal formulación, un mundo sin guerras, por
tanto, sin armas, sin tecnología de la muerte, un mundo que hace pensar en el
ideal comunista de una comunidad planetaria de “productores libres asociados”, como dijera Marx, donde ya no fuera
necesaria la fuerza coercitiva de un Estado, hoy por hoy eso no pasa de bella
aspiración. O de quimera utópica.
II
En
la actualidad, si bien ha terminado la Guerra Fría –escenario monstruoso que
sentó las bases para una posible y real eliminación de la especie humana en su
conjunto en cuestión de pocas horas– continúan en curso cantidad de procesos
bélicos, suficientes para producir muerte, destrucción y dolor en millones de
personas en todo el mundo. Al menos son 25 las guerras en
curso: Sudán del Sur, Siria, Afganistán,
Birmania, Turquía, Yemen, Somalia, República Centroafricana, República
Democrática del Congo, el conflicto israelí-palestino, Nigeria, Myanmar, la
guerra contra el narcotráfico en todo México, Irak, por nombrar algunas, más la
posibilidad siempre latente de nuevas guerras (Irán, Norcorea, Venezuela). La lista pareciera no tener fin. ¿Brasil y
Colombia declararán la guerra a Venezuela? Parecía impensable unos años atrás;
hoy día, no.
¿Por qué la guerra? ¿Es posible evitarla? Esta
pregunta viene acompañando al ser humano desde sus orígenes, con lo que se ve
que el problema es particularmente arduo y no existe una solución definitiva. “Usted se asombra de que sea tan fácil
incitar a los hombres a la guerra y supone que existe en los seres humanos un
principio activo, un instinto de odio y de destrucción dispuesto a acoger ese
tipo de estímulo. Creemos en la existencia de esa predisposición [pulsión
de muerte] en el ser humano y durante
estos últimos años nos hemos dedicado a estudiar sus manifestaciones”,
respondía Freud en su carta a Einstein. La
historia de la humanidad, o la simple observación de nuestra realidad global
actual, muestra fehacientemente que la guerra acompaña siempre al fenómeno
humano. Entre Honduras y El Salvador, hasta una guerra ¡por un partido de
fútbol! pudo declararse.
Alguien dijo mordazmente que nuestro destino como
especie está marcado por la violencia, pues lo primero que hizo el primer
humano al bajar de los árboles fue, nada más y nada menos, que producir una
piedra afilada: ¡un arma! De ahí a los misiles intercontinentales con ojiva
nuclear múltiple con capacidad de barrer una ciudad completa pareciera seguirse
siempre el mismo hilo conductor. ¿Será realmente nuestro destino?
Se podría pensar, quizá amparándose en un
pretendido darwinismo social, que esta recurrencia casi perpetua es connatural
a nuestra especie, genética quizá. De hecho, el ser humano es el único
espécimen animal que hace la guerra; ningún animal, por sanguinario que sea,
tiene un comportamiento similar. Los grandes depredadores matan para comer,
continua y vorazmente…, pero no declaran guerras. Y las peleas entre machos por
territorio y por las hembras, no terminan con la muerte del rival y su
sometimiento. Como toda conducta humana, también la violencia –y la guerra en
tanto su expresión más descarnada– pasan por el tamiz de lo social, del proceso
simbólico. La guerra no llena ninguna necesidad fisiológica: no se ataca a un
enemigo para comérselo. En su dinámica hay otras causas, otras búsquedas en
juego. Se vincula con el poder, que es siempre una construcción social; quizá
la más humana de todas las construcciones. Ningún animal hace la guerra a
partir del poder; nosotros sí.
A partir de esto, se ha dicho entonces que si la
guerra es una "creación" humana, si su génesis anida en las "mentes", perfectamente se podría evitar. En esta línea, para pensar en la posible
evitabilidad de la guerra y de la violencia cruel y gratuita, puede partirse de
las conclusiones a que llegaron varios científicos sociales y Premios Nobel de
la Paz congregados en Sevilla (España) en 1989 para analizar con todo el rigor
del caso qué había de verdad y de mentira en relación a la violencia. El Manifiesto de Sevilla que redactaron
afirma que la paz es posible, dado que la
guerra no es una fatalidad biológica. La guerra es una invención social.
"Se puede inventar la paz, porque si nuestros antepasados
inventaron la guerra, nosotros podemos inventar la paz", expresaron en el documento.
No puede dejar de situarse el momento en que tuvo lugar tal
acontecimiento: fue contemporáneo de la desintegración del campo socialista
soviético y de la caída del Muro de Berlín, cuando el mundo quedó unipolarmente
establecido, con Estados Unidos a la cabeza, y la Guerra Fría llegaba a su fin.
Pudo pensarse en ese momento que el conflicto (¿conflicto de clases?)
terminaba. De ahí la elucubración (quizá ingenua) respecto a que se podían
sentar bases para terminar con las guerras (sin la molestia de un campo
socialista. Pero ¿acaso desaparecían las contradicciones sociales, más allá de
la pomposa declaración de Fukuyama de haber alcanzado el “fin de la historia
y de las ideologías”?)
Si hubiese
sido cierto que con la extinción del socialismo europeo (y la conversión de
China a un “socialismo de mercado”, un socialismo light para la visión occidental) terminaban las tensiones, ¿por qué
el fenómeno de la guerra no decae, sino que, por el contrario, aumenta? ¿Por
qué sigue en ascenso la inversión en armamentos a nivel global? (más de un
billón de dólares anuales), –armas que, indefectiblemente, son usadas en contra
de otros humanos, y por tanto continuamente renovadas, mejoradas, ampliadas–.
¿Por qué, pese a que en muchísimos países en estas últimas décadas han
aumentado la información, la participación ciudadana en la toma de decisiones,
la cultura democrática, se decide con valentía intelectual acerca de temas
candentes como la eutanasia, el aborto o los matrimonios homosexuales, por qué
pese a todo ese avance civilizatorio las posibilidades reales de desaparición
de las guerras se ven como algo tan quimérico? Hay en todo esto una relación
paradójica: de liberarse toda la
energía de las armas atómicas acumuladas hoy día sobre la faz del planeta, se
generaría una explosión tan monumental que su onda expansiva llegaría a la
órbita de Plutón. ¡Proeza técnica!, sin dudas. Pero ello no impide que el
hambre siga siendo la primera causa de muerte de la humanidad. Pareciera más
importante hacer la guerra que la paz. Se invierte más en armas que en
procedimientos para terminar con el hambre. ¿Nuestro ineluctable destino: la
destrucción de la especie?
Dígase, por otro lado,
que esa quimera ilusoria de un mundo “pacífico” con Washington a la cabeza en
forma unipolar, duró muy poco. Con el retorno de Rusia y China al primer plano
de la política internacional, quedó más que demostrado que las guerras siguen.
Siria marcó el retorno de Rusia como superpotencia militar, disputándole la
supremacía global a Estados Unidos de igual a igual (derrotándolo en el país
medioriental). Y Venezuela, con la posibilidad de una conflagración de
características impredecibles dado el total compromiso en este pretendido
“patio trasero” estadounidense de las dos potencias euroasiáticas ahora
intocables, Rusia y China, el espectro de una guerra total (con armamento
nuclear) está más cerca que cuando la crisis de los misiles en Cuba en 1962.
Aunque
vivimos el fin de un período especialmente bélico como fue la llamada "Guerra
Fría" (una
virtual Tercera Guerra Mundial), la virulencia del actual marco guerrerista es
infinitamente mayor a aquél. Con el actual tablero político internacional puede
decirse sin temor a equivocarse que hoy se viven días de tanta tensión como en
los peores momentos de aquel enfrentamiento Este-Oeste. Quizá la marca de dicho
conflicto no está dado, básicamente, por una pugna ideológica (como lo fue la
Guerra Fría: pugna capitalismo-socialismo) sino por enormes intereses
económicos de las actuales superpotencias, disputa por supremacías
geoestratégicas. Pero, independientemente de los motivos finales, la tensión
sigue estando. Y también las armas más letales, cada vez más mortíferas y
eficaces. ¿Qué garantía real existe de que no se usarán? Incluso, puede haber errores fatales.
Si bien es
cierto que, aparentemente, la humanidad ha pasado el peor momento respecto al
holocausto termonuclear a cuyo borde vivió por varias décadas, la paz hoy está
muy lejos de avizorarse. Nuevas y más maquiavélicas formas de violencia se van
imponiendo. La guerra, la muerte, la tortura pasaron a ser "juego
de niños", literalmente. Cualquier menor de edad, en cualquier parte del
mundo, se ve sometido a un bombardeo mediático tan fenomenal que lo prepara
para aceptar con la mayor naturalidad la cultura de la guerra y de la muerte.
Sus juegos, cada vez más, se basan en esos pilares. Los íconos de la post
modernidad chorrean sangre, y pasó a ser un juego en cualquier
"inocente" pantalla la decapitación de alguien, su desmembramiento,
el bombardeo de ciudades completas, el triunfador "bueno" que aniquila "malos" de cualquier calaña.
La cultura de la militarización lo invade todo. Parece que la máxima latina sigue más que
vigente: la paz se consigue con
preparativos bélicos. Dicho sea de paso, la industria armamentista es el
renglón más redituable a escala planetaria: unos 35.000 dólares por segundo,
más que el petróleo, las comunicaciones o las drogas ilícitas. Y la mayor
inteligencia creativa, paradójicamente, está puesta en este sector, el sector
de la destrucción.
Si es
cierto que las guerras se mantienen porque, en definitiva, son un buen negocio
para algunos, esto debería llevarnos a preguntar: ¿es entonces esa la esencia
de lo humano? ¿La primera piedra afilada del Homo habilis de dos millones y medio de años atrás, un arma, es
nuestro ineluctable destino? La pulsión de autodestrucción que invocaba Freud
en su "mitología" conceptual para entender la dinámica humana, la pulsión de muerte (Todestrieb), no parece nada
descabellada.
III
Retomando
entonces el esperanzado y optimista Manifiesto de Sevilla formulado por la
UNESCO: ¿es cierto que la guerra puede desaparecer? Si no es un destino
ineluctable de nuestra especie, si la clave es preparar y educar a la gente
para la paz, ¿por qué cada vez hay más guerras pese a los supuestos esfuerzos
por construir un mundo libre de este cáncer?
Es curioso:
nunca antes en la historia se habían destinado tantos esfuerzos a educar para
la paz, para la no-violencia; nunca antes se había legislado tan profusamente
acerca de todos los aspectos vinculados a la muerte y la agresividad. Nunca
antes se había intentado poner fin a los tormentos de la guerra, la violación
sexual, la tortura como lo que vemos actualmente, con tratados y convenciones
por doquier, con combates frontales al machismo, al racismo, a la homofobia.
Pero las guerras se mantienen inalterables, violentas, crueles y brutales. La
actual tecnología militar nos hace ver las hachas, las flechas o las bombardas
como inocentes juegos de niños, no sólo por el poder letal de las actuales
armas de destrucción masiva, sino por la criminalidad de la doctrina bélica en
juego: golpear poblaciones civiles, desaparición forzada de personas, concepto
de guerra sucia, grupos élites preparados como "máquinas de matar", y
como un ingrediente descomunalmente importante: guerra psicológica. Es decir:
como parte de la guerra, mantener embobada a las poblaciones, desinformada,
anestesiada. Hay una larga lista de operaciones de psicología militar que, cada
vez más, se afinan y perfeccionan, teniendo efectos más devastadores que las
bombas.
Crecen los
esfuerzos por la paz, pero también crecen las guerras. Lo cual lleva a pensar
si crecen realmente esos esfuerzos preventivos, si están bien direccionados, o
si quizá hay que plantear la cuestión en otros términos. Las guerras, en
definitiva, se hacen a partir del ejercicio de poderes, y la defensa a muerte
de la propiedad es el eje común que los aglutina. Todo indica que vale más la
defensa de la propiedad privada que la de una vida humana (si mato al ladrón
que me robó el teléfono celular, no soy un asesino. ¿Interesa más la propiedad
privada que la vida?) La esperanza que nos queda es que si se cambian las
relaciones en torno a la propiedad, podría cambiar también la civilización
basada en la guerra. La cita anterior del Subcomandante Marcos va en esa línea.
Por lo pronto, dato importantísimo soslayado por la academia y los medios de
comunicación capitalistas: jamás un país socialista inició una guerra.
Para
conseguir la paz (lo cual suena bastante grande por cierto, ampuloso incluso):
¿alcanza "educar para la paz"?
¿Se pueden cambiar las crudamente reales relaciones de poder apelando a una
transformación moral? ¿Cómo conseguir efectivamente reducir la violencia,
reinventar la solidaridad y liberar la generosidad, tal como piden las
declaraciones de Naciones Unidas? Obviamente están planteados ahí enormes
desafíos: está demostrado que no hay un destino genético en juego que nos lleva
a la guerra como nuestro sino inexorable. Hay grupos humanos actuales, en pleno
siglo XXI, aún en la fase neolítica de desarrollo, pueblos nómades sin
agricultura ni ganadería, recolectores y cazadores primarios, sin concepto de
propiedad privada, que no hacen la guerra. ¿Podremos llegar a imitarlos pese a
toda la parafernalia técnica que desarrollamos? El comunismo, como fase
superior del socialismo, sería esa comunidad. En principio, nada justificaría
ahí las guerras, porque el grado civilizatorio alcanzado sería maravilloso.
Pero sin pensar en utopías, la realidad actual nos muestra 25 guerras
simultáneas, con desplazados, muertos, desmembrados, odio y mucho miedo.
La educación no termina de
transformar la ética; por tanto, no es el mejor camino para transformar la
realidad socioeconómica. Un persona con mucha educación formal –con todos los
post grados universitarios que se quiera, maestrías y doctorados– no es
necesariamente un agente de cambio; por el contrario, puede ser de lo más
conservador, y por tanto defender a muerte el actual orden de cosas
justificando la guerra ("A veces la guerra está justificada para conseguir la paz", dijo el educado afrodescendiente Barack Obama, cuando era presidente
de la principal potencia bélica del mundo al recibir el Nobel de la Paz). Las guerras, por cierto, no las
deciden las poblaciones, el ciudadano común de a pie, sino unos pocos
encumbrados en algún lobby de hotel
lujoso, plagados de títulos universitarios.
Una transformación social implica
básicamente cambios en las relaciones de poder. Y esto último nos lleva
–círculo vicioso– a un cambio que se resiste a ser operado si no es desde una
acción violenta, como han sido hasta ahora todos los cambios en las relaciones
de poder habidos en la historia. "La violencia es la partera de la
historia", dedujo Marx, analizando con otros términos la
máxima latina. Si hay cambios posibles entonces, ¿más guerra todavía? La Revolución Francesa,
paradigma primero de nuestra actual sociedad planetaria democrática y
¿civilizada?, triunfó cortando la cabeza de los monarcas. Es radicalmente
cierto lo dicho por los zapatistas entonces: hoy por hoy, para conseguir un
mundo futuro sin ejércitos, es necesario triunfar, imponerse sobre el mundo
actual, defendido a capa y espada por las armas de la clase dominante. Y ese
triunfo tendrá que apelar a la violencia revolucionaria. ¿Quién cede el poder
alegremente, sin resistencia? Absolutamente nadie.
Hoy, desde
las ciencias sociales de los poderes que marcan el ritmo global (la historia la
escriben los que ganan, no olvidar), se habla insistentemente de resolución
pacífica de conflictos. Acción violenta y lucha armada quieren hacerse pasar
como rémoras que quedaron en la historia, como un pecado del que no hay que
hablar, que cayeron junto con el muro de Berlín, y la línea en juego
actualmente nos lleva a desarrollar una educación para la convivencia armónica.
Lo curioso, lo fatal y tristemente curioso es que pese al Decenio para la Paz
que fija la Organización de Naciones Unidas (que pasó sin pena ni gloria, y del
que nadie se enteró prácticamente), estamos cada vez más inundados de guerras.
Y todavía no empezaron todas las que están en lista de espera de la actual
administración de Washington. Claro que… quien juega con fuego se puede
terminar quemando. ¿Empezará la guerra de invasión en Venezuela? Allí hay
estacionado armamento nuclear para uso del gobierno venezolano, con más
potencia que los misiles de Cuba en 1962. ¿Se juega con fuego?
Con el "pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad"
que la situación requiere, como reclamaba Gramsci, creamos firmemente y hagamos
lo imposible para que ese supuesto destino ineluctable de la violencia y las
guerras no se termine concretando. Hoy, con los armamentos atómicos de que se
dispone (17,000 misiles nucleares), el fin de la especie humana está
garantizado si se desata una gran guerra total. Venezuela, no lo dudemos, puede
ser el disparador. Nadie, absolutamente nadie es una “santa paloma” (¡los
humanos no somos eso!, ni la Madre Teresa lo es); pero, una vez más: nunca un
país socialista inició una guerra.
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