Hace un año que estoy preso
injustamente, acusado y condenado por un crimen que nunca existió. Cada día que
pasé aquí hizo aumentar mi indignación, pero mantengo la fe en un juicio justo
en que la verdad va a prevalecer. Puedo dormir con la conciencia tranquila de
mi inocencia. Dudo que tengan sueño leve los que me condenaron en una farsa
judicial.
Luiz Inácio
Lula da Silva / Folha de Sao Paulo
Lo que más me angustia, sin embargo, es lo que pasa con
Brasil y el sufrimiento de nuestro pueblo. Para imponer un juicio de excepción,
rompieron los límites de la ley y de la Constitución, debilitando la
democracia. Los derechos del pueblo y de la ciudadanía han sido revocados,
mientras imponen el recorte de los salarios, la precarización del empleo y el
alza del costo de vida. Entregamos la soberanía nacional, nuestras riquezas,
nuestras empresas y hasta nuestro territorio para satisfacer intereses
extranjeros.
Hoy, está claro que mi condena fue parte de un movimiento
político a partir de la reelección de la presidenta Dilma Rousseff en 2014.
Derrotada en las urnas por cuarta vez consecutiva, la oposición eligió el
camino del golpe para volver al poder, retomando el vicio autoritario de las
clases dominantes brasileñas.
El golpe del impeachment sin crimen de responsabilidad
fue contra el modelo de desarrollo con inclusión social que el país venía
construyendo desde 2003. En 12 años, creamos 20 millones de empleos, sacamos a
32 millones de personas de la miseria, multiplicamos el PIB por cinco. Abrimos
la universidad para millones de excluidos. Vencimos el hambre.
Aquel modelo era y es intolerable para una capa
privilegiada y preconcebida de la sociedad. Ha herido poderosos intereses
económicos fuera del país. Mientras el Pre-sal despertó la codicia de las
petroleras extranjeras, empresas brasileñas pasaron a disputar mercados con
exportadores tradicionales de otros países.
El impeachment vino para traer de vuelta el
neoliberalismo, en versión aún más radical. Para ello, sabotearon los esfuerzos
del gobierno de Rousseff para enfrentar la crisis económica y corregir sus
propios errores. Se hundió el país en un colapso fiscal y en una recesión que
aún perdura. Prometieron que bastaba con sacar al PT del gobierno para que los
problemas del país se acabaran.
El pueblo pronto percibió que había sido engañado. El
desempleo aumentó, los programas sociales fueron vaciados, escuelas y
hospitales perdieron dinero. Una política suicida implantada por Petrobras hizo
el precio del gas de cocina prohibitivo para los pobres y llevó a la paralización
de los camioneros. Quieren acabar con la jubilación de los ancianos y de los
trabajadores rurales.
En las caravanas por el país, vi en los ojos de nuestra
gente la esperanza y el deseo de retomar aquel modelo que empezó a corregir las
desigualdades y dio oportunidades a quienes nunca las tuvieron. Ya a principios
de 2018 las encuestas señalaban que yo vencería las elecciones en primera
vuelta.
Era necesario impedir mi candidatura a toda costa. La
Lava Jato, que fue telón de fondo en el golpe del impeachment, atropelló plazos
y prerrogativas de la defensa para condenarme antes de las elecciones. Habían
grabado ilegalmente mis conversaciones, los teléfonos de mis abogados y hasta
el de la presidenta de la República. He sido objeto de una conducción coercitiva
ilegal, verdadero secuestro. Me volcaron mi casa, voltearon mi colchón, tomaron
celulares y hasta tablets de mis nietos.
Nada han encontrado para incriminarme: ni conversaciones
de bandidos, ni maletas de dinero, ni cuentas en el exterior. A pesar de todo,
fui condenado en un plazo récord, por Sergio Moro y el TRF-4, por “actos
indeterminados” sin que encontraran ninguna conexión entre el apartamento que
nunca fue mío y supuestos desvíos de Petrobras. El Supremo me negó una justa
petición de habeas corpus, bajo presión de los medios, del mercado y hasta de
las Fuerzas Armadas, como confirmó recientemente Jair Bolsonaro, el mayor
beneficiario de aquella persecución.
Mi candidatura fue prohibida contrariando la ley
electoral, la jurisprudencia y una determinación del Comité de Derechos Humanos
de la ONU para garantizar mis derechos políticos. Y, aún así, nuestro candidato
Fernando Haddad tuvo expresivas votaciones y sólo fue derrotado por la
industria de mentiras de Bolsonaro en las redes sociales, financiada por una
caja 2 hasta con dinero extranjero, según la prensa.
Los más renombrados juristas de Brasil y de otros países
consideran absurda mi condena y apuntan a la parcialidad de Sergio Moro,
confirmada en la práctica cuando aceptó ser ministro de Justicia del presidente
que él ayudó a elegir con mi condena. Todo lo que quiero es que apunte una
prueba siquiera contra mí.
¿Por qué tienen tanto miedo de Lula libre, si ya
alcanzaron el objetivo que era impedir mi elección, si no hay nada que sostenga
esa prisión? En realidad, lo que temen es a la organización del pueblo que se
identifica con nuestro proyecto de país. Temen tener que reconocer las
arbitrariedades que cometieron para elegir a un presidente incapaz y que nos
llena de vergüenza.
Ellos saben que mi liberación es parte importante de la
reanudación de la democracia en Brasil. Pero son incapaces de convivir con el
proceso democrático.
Luiz Inacio Lula da Silva
Ex presidente de la República
(2003-2010)
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