Más de diez años después de la crisis financiera global de 2008, la fe
en las capacidades de autorregulación de los mercados está hecha añicos. El
capitalismo está volviendo a su tendencia natural: el estancamiento. La crisis
del sistema tiene claros correlatos políticos.
Yanis Varoufakis / Nueva
Sociedad
Tras la Gran Depresión que siguió a la debacle bursátil de 1929, casi
todos reconocieron que el capitalismo era inestable, poco fiable y propenso al
estancamiento. Pero en las décadas posteriores, la imagen cambió. El
renacimiento del capitalismo en la posguerra, y en particular el ímpetu hacia
la globalización financierizada después de la Guerra Fría, resucitaron la fe en
las capacidades autorreguladoras de los mercados.
Hoy, más de diez años después de la crisis financiera global de 2008,
esta fe conmovedora está otra vez hecha añicos, ahora que vuelve a afirmarse la
tendencia natural del capitalismo al estancamiento. El ascenso de la derecha
racista, la fragmentación del centro político y el aumento de tensiones
geopolíticas son meros síntomas de la descomposición del capitalismo.
El equilibrio de una economía capitalista depende de un número mágico,
que se presenta en la forma del tipo de interés real (tras descontar la
inflación) predominante. Es mágico porque tiene que matar de un solo tiro dos
pájaros muy diferentes, que vuelan en dos cielos muy diferentes. En primer
lugar, debe equilibrar la demanda de empleo asalariado de los empleadores con
la oferta de mano de obra disponible. En segundo lugar, debe equiparar ahorros
e inversión. Si el tipo de interés real predominante no equilibra el mercado
laboral, el resultado es desempleo, precariedad, potencial humano
desaprovechado y pobreza. Si no consigue llevar la inversión al nivel de los
ahorros, se produce la deflación, y esto desincentiva todavía más la inversión.
Se necesita mucho coraje para dar por sentado que este número mágico
existe o que, de existir, nuestras acciones colectivas darán lugar en la
práctica a un tipo de interés real cercano a esa cifra. ¿Cómo pueden los
libremercadistas estar tan seguros de que existe un único tipo de interés real
(digamos, 2%) que inspirará a los inversores a canalizar todo el ahorro
existente hacia inversiones productivas y alentará a los empleadores a
contratar a todo aquel que quiera trabajar por el salario predominante?
La fe en la capacidad del capitalismo para generar este número mágico
deriva de una perogrullada. Milton Friedman decía que si una mercancía no es
escasa, entonces no tiene valor, y su precio ha de ser cero. De modo que si su
precio es distinto de cero, tiene que ser escasa y, por tanto, debe haber un precio
al cual no queden unidades de esa mercancía sin vender. Del mismo modo, si el
salario predominante no es cero, entonces todos los que quieran trabajar por
ese salario hallarán empleo.
Aplicando el mismo razonamiento a los ahorros, en la medida en que el
dinero pueda financiar la producción de máquinas que produzcan artículos
valiosos, tiene que haber un tipo de interés suficientemente bajo al cual
alguien tomará prestado en forma rentable todo el ahorro disponible para
construir esas máquinas. Por definición, concluía Friedman, el tipo de interés
real convergerá en forma casi automática a ese nivel mágico que elimina a la
vez el desempleo y el exceso de ahorro.
Si eso fuera cierto, el capitalismo nunca se estancaría, a menos que un
gobierno entrometido o un sindicato egoísta dañen su fabulosa maquinaria. Pero
por supuesto, no es cierto, por tres razones. En primer lugar, el número mágico
no existe. En segundo lugar, incluso si existiera, no hay un mecanismo por el
cual el tipo de interés real converja hacia esa cifra. Y en tercer lugar, el
capitalismo tiene una tendencia natural a permitir el fortalecimiento de un
sistema gerencial cuasicartelizado que suplanta a los mercados y al que John
Kenneth Galbraith denomina «tecnoestructura».
La situación actual de Europa da pruebas abundantes de la inexistencia
de ese valor mágico del tipo de interés real. El sistema financiero de la Unión
Europea tiene retenidos hasta tres billones de euros (3,4 billones de dólares)
en ahorros que se niegan a ser invertidos productivamente, aun cuando el tipo
de interés del Banco Central Europeo sobre los depósitos es –0,4%. En tanto, el
superávit de cuenta corriente de la UE en 2018 llegó a la monstruosa cifra de
450 000 millones de dólares. Para que el tipo de cambio del euro se debilite lo
suficiente como para eliminar el superávit de cuenta corriente y al mismo
tiempo el excedente de ahorro, el tipo de interés del BCE debería caer al menos
hasta –5%, un número que destruiría al instante los bancos y fondos de
pensiones europeos.
Dejando a un lado la inexistencia del tipo de interés mágico, la
tendencia natural del capitalismo al estancamiento también se debe a que no es
verdad que los mercados de dinero tiendan al equilibrio. Los libremercadistas
dan por sentado que todos los precios se ajustan mágicamente de modo de
reflejar la escasez relativa de las mercancías. Pero en realidad no es así. En
cuanto surgen noticias de que la Reserva Federal o el BCE están pensando
cancelar una suba prevista de tasas, los inversores temen que la decisión
obedezca a pronósticos pesimistas en relación con la demanda general; por
consiguiente, no aumentan la inversión, sino que la reducen.
En vez de invertir, se lanzan a concretar más fusiones y adquisiciones,
que fortalecen la capacidad de la tecnoestructura para fijar precios, bajar
salarios y gastar dinero en la recompra de acciones propias para mejorar las
bonificaciones de los ejecutivos. Eso lleva a que aumente todavía más el
excedente de ahorro y a que los precios no reflejen la escasez relativa; o,
para ser más precisos, la única escasez que los precios, salarios y tipos de
interés terminan reflejando es la escasez de demanda agregada de bienes, mano
de obra y ahorro.
Lo notable es la imperturbabilidad de los libremercadistas ante los
hechos. En cuanto sus dogmas chocan con la realidad, se defienden con el
epíteto «natural». En los setenta predijeron que una vez controlada la
inflación, el desempleo desaparecería. Pero en los ochenta el desempleo se
mantuvo pertinazmente alto a pesar de la baja inflación, así que proclamaron
que el nivel de desempleo que quedara había de ser «natural».
Asimismo, los libremercadistas actuales atribuyen la falta de inflación
(pese al crecimiento salarial y al bajo desempleo) a que hay una nueva
normalidad, una nueva tasa de inflación «natural». Con sus anteojeras
panglossianas, dan por sentado que lo que sea que observen es el resultado más
natural en el más natural de todos los sistemas económicos posibles.
Pero el capitalismo tiene una única tendencia natural: al estancamiento.
Y como todas las tendencias, es posible superarla por medio de estímulos. Uno
es la financierización exuberante, que produce un enorme crecimiento a mediano
plazo a costa de sufrimiento en el largo plazo. Otro es la inyección y administración
de un tónico más sostenible por parte de un mecanismo político de reciclado de
excedentes, como ocurrió con la economía de tiempos de la Segunda Guerra
Mundial o su extensión de posguerra, el sistema de Bretton Woods. Pero ahora
que la política está tan maltrecha como la financierización, el mundo necesita
más que nunca una visión post‑capitalista.
Tal vez la mayor contribución de la automatización que hoy se suma a la
desgracia del estancamiento sea inspirar esa visión.
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