El pasado 16 de junio se cumplieron 65 años del bombardeo de Plaza de Mayo. Un hecho atroz, descabellado y sangriento que barrió con la vida de cientos de civiles, entre ellos muchos niños de una escuela del interior que venían de visita a la Casa Rosada.
Roberto Utrero Guerra / Especial para Con Nuestra América
Desde Mendoza, Argentina
Durante décadas esta matanza, como otras tantas que arrasaron con los pueblos originarios, con los obreros y sus interminables luchas, fue silenciada y dejada de lado en los planes de estudio. El relato edulcorado de la historia escrita por los ganadores trató de borrar estos horrendos y oscuros sucesos, como el fusilamiento del general Juan José Valle y los asesinatos ocurridos en los basurales de José León Suárez en 1956, reconstruidos en ese maravilloso libro Operación Masacre de Rodolfo Walsh.
De eso no se habla ha sido y es el mandato de las burguesías acomodadas que dirigen las distintas organizaciones de la sociedad moldeando desde los primeros años de vida la mentalidad de los niños para transformarlos en dóciles ciudadanos y ávidos consumidores del mercado, para que todo siga siempre como está.
De allí que la revolución social emprendida aquel lejano 17 de octubre de 1945 y diera vuelta la torta en las elecciones del año siguiente, fue un suceso imposible de soportar tanto por las clases dominantes nativas como para el embajador norteamericano Spruille Braden que apoyó abiertamente a la Unión Democrática, o Winston Churchill, líder de los aliados ganadores de la reciente guerra mundial finalizada. El mismo primer ministro inglés dirá luego de la caída del presidente Perón que no había tenido otra alegría mayor luego del triunfo de los aliados.
Tanto era el odio y bronca generados por el líder de los trabajadores tanto interna como externamente, al romper con las condiciones de vida esclavista de millones de trabajadores, para lo cual es necesario recordar que, en aquella Argentina de apenas 20 millones de habitantes, la CGT contaba con 6 millones de afiliados, una fuerza aliada y nada desdeñable a la que Perón se negó a armar por miedo al sangriento enfrentamiento con los soldados que esto hubiera acarreado. Idéntica razón por la que renunció y terminó en un exilio que duró 18 años.
Esa es la historia pocas veces contada y que viví en mis primeros años de vida escolar, cuando en la cuadra del barrio obrero en que alquilábamos aquellos años con mi madre y madrina, enfermera, que me trajo a estudiar del campo a la ciudad, se nos hizo la noche, cuando los gorilas comenzaron a perseguir dirigentes sociales y laburantes reconocidos como peronistas. Allí cayó preso el padre de mi amigo Alfredo y otros tantos que fueron silenciados y nunca se supo si aparecieron o no.
Agachamos la cabeza entonces y después, sabiéndonos perdedores, los eternos perdedores, pero sabiendo también que nos levantaríamos tantas veces como nos mandaran al pozo. Identidad de clase que le dicen o clase de identidad que profundiza su pertenencia a las raíces pretéritas que ligan a la tierra y al grupo que nos vio nacer y que luego hará decir a los estudiosos: pensamos lo que pensamos porque somos los que somos. Y no es un eslogan sino una meditada convicción filosófica ligada a la socrática indagación, quién soy. De allí su peligrosidad subversiva, mucho más cuando cobra su inmensa dimensión gregaria, social, porque su fuerza política será indestructible.
Los milicos de la “Libertadora”, vaya nombre paradojal que adoptaron, liberó al liberalismo más voraz, ese que corrió a adherir al Fondo Monetario Internacional en marzo del ’56 y quiso erradicar de la faz de la tierra a Perón y a todo que nombrara esa palabra y sus derivados, a través del Decreto 4161 del día 5 de marzo del mismo fatídico año. Vaya estupidez. No se puede prohibir el agua porque no se puede prohibir la sed. Hasta recuerdo que la policía allanó la casa de una vecina porque su loro gritaba “¡Viva Perón!”.
El odio y la necedad vienen de lejos y reverdece porque ha sido abonado con la bosta de las vacas, esas, cuyas mejores carnes comían los ingleses y ahora son parte de ese manjar exquisito denominado “carne de exportación” y que se expone en las vidrieras de los restaurantes porteños, custodiados por gauchos asadores. Cultura argentina que gustan decir orgullosos compatriotas, para que nos identifiquen los turistas.
No contentos con los objetivos del decreto de erradicación del peronismo aquel remoto año, se lanzaron con la misma furia a destruir cuanta obra pública se había realizado en su gobierno. Escuelas, monumentos, edificios e instalaciones quedaron en el suelo, como también infinidad de instituciones novedosas y proyectos paralizados indefinidamente, por el simple hecho de haber sido peronistas.
Endeudados desde aquel momento, caímos en las redes de las petroleras y otras multinacionales, quedamos sometidos férreamente al imperio luego del triunfo de la Revolución cubana, que observaba desconfiado el despliegue de misiles rusos desde Miami. Situación que se puso de manifiesto cuando el presidente Arturo Frondizi – ganador en 1958 por los votos del peronismo proscripto – fue obligado a renunciar por haberse entrevistado en Montevideo con el ministro de educación de Cuba, Ernesto Che Guevara. A ese grado de sumisión a EEUU estaban ligadas las FFAA nativas que bravuconeaban contra un pueblo indefenso. Estudiantes y profesores de la Universidad de Buenos Aires las recordarán en “la noche de los lápices”, bajo la dictadura de Juan Carlos Onganía.
La misma persecuta la tiene la derecha que sigue enarbolando a la “república y las instituciones democráticas” para definir sus pasos políticos tendientes a preservar sus sacrosantos privilegios de clase. Les viene desde aquella contradictoria coalición formada en las elecciones de 1946: Unión Democrática que reunía a conservadores, radicales, socialistas y comunistas, apoyados por la Unión Industrial Argentina abiertamente y la Sociedad Rural discretamente.
Fueron tan democráticos que derogaron la Reforma de la Constitución social de 1949 y restauraron la de 1953/60 de neto corte liberal. Luego, urgidos por todos los cambios ocurridos en la década desde 1945 en adelante, corrieron a convocar una Constituyente que tuvo la novedad de concentrar los cambios en el famoso Artículo 14 Bis. Originales los muchachos, tan originales que corrieron a los claustros a borrar todo vestigio de aquella revolución, la mayor emprendida en el país desde su independencia.
Así como hacía falta tanta agua para apagar tanto fuego para eliminar al revolucionario Mariano Moreno en plena mar en 1812, hicieron falta varios golpes y asonadas militares para eliminar al peronismo que volvería en 1973.
Luego vino la dictadura más sangrienta y represora, cuyas marcas sociales engrosan las filas de esos 40% de pobres que rodean los conglomerados urbanos y son las principales víctimas de la pandemia, que si no mueren del virus, mueren de hambre.
Como van a querer recordar nuestro Guernica, bombardeado 18 años después del homónimo pueblo vasco arrasado por la aviación alemana y recordado por Picasso en su célebre cuadro.
Forzadamente quieren ser “derechos y humanos” como exponía el dictador Videla en el Mundial ’78. Por eso se llenan la boca con adjetivos de convivencia democrática cuando debilitaron y extinguieron todos los organismos y estatutos que hacen efectiva la distribución de la riqueza de un país y brindan idénticas oportunidades a todos los ciudadanos a lo largo y ancho de su territorio a través de derechos adquiridos. Mucho más, reclaman respeto como oposición.
Recordar un suceso tan descabellado y sangriento, un hecho tan atroz capaz de abrir grietas en el sólido cemento de las estaciones de subte de entonces con las bombas, supone establecer las bases de una nación que en algún momento enarboló las banderas de independencia económica, soberanía política y justicia social. Objetivos permanentes como la construcción de la Patria Grande soñada por los libertadores.
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