Panamá tiene que trascender 500 años de un modelo de país rentista ya
desfasado, obsesionado con extraer y concentrar riqueza del tránsito
de bienes finitos, a un país comprometido con crear y compartir
prosperidad con el único bien infinito que existe: el
conocimiento.
Richard Morales / TVN-Noticias
Panamá tiene una formación social transitista, que se basa en extraer rentas de la explotación de la posición geográfica, mediante la venta de servicios de tránsito a los capitales en el mercado mundial. Es un modelo histórico de larga duración, implantado en la época colonial y modernizado bajo el capitalismo, organizado como un monopolio sobre el corredor interoceánico entre Panamá y Colón, que ha definido por 500 años el papel de Panamá en la división internacional del trabajo.
La mayoría de los países latinoamericanos dependen de la exportación de
productos primarios a los países del centro, sea petróleo, gas, carbón,
minerales o alimentos. Panamá, en cambio, depende de la venta de su
territorio mismo, como un recurso natural estratégico. En las cadenas de
producción global, controladas por las transnacionales de las potencias,
nuestros países están entre los eslabones más débiles. Al no producir con
conocimiento, dependemos de las condiciones que imponga el capital
transnacional, condenando nuestras economías al atraso, extrayendo como
renta una porción mínima del valor creado por el trabajo en el mundo. Aunque
Panamá exporta servicios y no productos primarios, la relación de
subordinación es la misma. Rematamos la posición geográfica al mejor
postor.
En los años 70, con la implantación del centro financiero internacional, se
consolido una plataforma de servicios transnacionales. Fue la
financiarización del tránsito, incorporándose tempranamente Panamá a la
nueva fase de capitalismo neoliberal. Esa plataforma es la articulación de
los servicios logísticos, financieros y legales que ofrece el país a los
capitales extranjeros, lo que hoy en día llaman el hub.
El país atrae y capta capitales, ofreciéndole condiciones regulatorias
laxas para su paso por el territorio, acelerando el tiempo de rotación del
capital en el mundo. No competimos hacia arriba, con tecnología que aumenta
la productividad, sino hacia abajo, abaratando costos explotando a la
población y el medio ambiente. Los servicios que ofrece Panamá son el
equivalente terciario a las maquilas, donde los países venden a las
transnacionales la superexplotación de su fuerza de trabajo para
atraerlas.
Ese modelo transitista es sumamente vulnerable a cualquier disrupción en el
mercado mundial. De la misma forma como una caída en el precio del petróleo
hace colapsar a un país monoproductor petrolero, una caída en la demanda de
los servicios que ofrece Panamá hace sucumbir a toda la economía. La única
forma como estos servicios se mantienen competitivos en periodos de crisis
es abaratándolos, aumentando la explotación laboral y ambiental y reduciendo
los impuestos, con regulaciones que disminuyen el costo de acumular riqueza
usando el territorio, aunque sea a expensas de la población. Eso atrapa al
país en una espiral decreciente viciosa, donde hay que seguir rebajando los
estándares para atraer a los capitales ante la creciente turbulencia en los
mercados. En plena crisis del COVID-19, la reorganización de las cadenas de
producción global amenaza con acelerar esa espiral autodestructiva.
La organización del modelo explica las enormes injusticias que hay en
Panamá. La apropiación de la posición geográfica por una serie de grupos
empresariales rentistas crea una sociedad estratificada, que concentra la
riqueza en los dueños de los negocios que monopolizan el aprovechamiento del
corredor interoceánico, mientras empobrece a las masas que la rodean,
reducidas a vivir precariamente con las sobras de la renta transitista en
ambientes deteriorados. El Estado queda reducida a un entramado de
instituciones corrompidas por la disputa entre los grupos de poder por
capturarlas y usarlas para repartirse los recursos públicos. Ese Estado
descompuesto es crecientemente incapaz de mitigar los conflictos que generan
las contradicciones del modelo.
La pandemia encuentra a Panamá con ese modelo ya agotado, ante cambios en
el mercado mundial debido a la crisis financiera del 2008 que han hecho a la
plataforma de servicios obsoleta, agravado por la inevitable reorganización
del sistema capitalista por el COVID-19. La obsolescencia de la plataforma
se traduce en el estancamiento de la economía y el creciente deterioro de
las condiciones de vida de la población, sacrificada para mantener la tasa
de ganancia de la clase rentista, quienes a su vez emprenden un agresivo
asalto a las arcas del Estado, para convertir los recursos públicos en
beneficios privados garantizados, compensando cualquier perdida en sus
negocios. Con o sin Covid-19, el patrón de acumulación panameño ya no tiene
futuro. De la misma forma como Panamá sucumbió tras el desfase de las Ferias
de Portobelo a mediados del siglo 18, hoy enfrente un destino similar si no
actuamos ya.
Panamá tiene que trascender 500 años de un modelo de país rentista ya
desfasado, obsesionado con extraer y concentrar riqueza del tránsito de
bienes finitos, a un país comprometido con crear y compartir prosperidad con
el único bien infinito que existe: el conocimiento. Significa usar la
posición geográfica, no principalmente como lugar de tránsito para los
capitales, sino como espacio de encuentro humano, potenciando el intercambio
de conocimientos al servicio de un desarrollo equitativo y sostenible,
creando las condiciones para democratizar, dinamizar y diversificar las
fuerzas productivas del país. El horizonte es convertirnos en una sociedad
de los saberes para la vida.
Avanzar hacia un estadio superior de organización social requiere de un
Estado dispuesto a invertir en ciencia y tecnología, pero no de forma
aislada, sino estrechando lazos de cooperación con países vecinos, en igual
situación de dependencia, generando redes de intercambios en la
investigación y desarrollo que puedan ser canalizados como tecnologías hacia
las cadenas productivas de la región latinoamericana. Una intensificación de
los flujos de saberes, gestionados de forma colaborativa y descentralizada a
nivel nacional, regional y sectorial, intensificando las
complementariedades, y rompiendo con las estructuras empresariales
verticales que impiden la innovación, con empresas cooperativas que
organizan el trabajo social con humanidad e inteligencia.
Potenciar el conocimiento para la vida implica desarrollar tecnologías que
producen con crecientes eficiencias sociales y ambientales, permitiendo
convertir los aumentos en productividad en reducciones de las tasas de
explotación de la fuerza de trabajo y de los ecosistemas, distribuyendo de
esta forma los beneficios de la tecnología entre todos y no solo unos
cuantos. Es una nueva racionalidad de la vida como premisa fundante de la
economía del futuro.
Esto permite generar una mayor capacidad productiva, y, por ende, una mayor
base tributaria. Una política fiscal progresiva, con la cual materializar
los derechos humanos mediante servicios públicos universales, en salud,
educación, cuidados, vivienda, energía, transporte y alimentos, asegurando
que todo ser humano posea las condiciones para vivir libre y plenamente. Esa
justicia en el uso de los recursos requiere de la autogestión, donde es a
través de redes participativas como se organiza el trabajo de la sociedad,
una auténtica democratización de los procesos productivos. Eso exige una
institucionalidad transparente y adaptable, abierto a la vigilancia
ciudadana, donde nosotros mismos nos convertimos en los garantes del buen
uso de los recursos colectivos. Un nuevo modelo que permita poner las
potencialidades del país y su posición geográfica al servicio de la
satisfacción de las necesidades humanas en equilibrio con la naturaleza.
La conjugación de cambios tecnológicos acelerados, con la cuarta revolución
industrial, dentro de una profundización de las contradicciones sociales y
ambientales del sistema, ahora agravados por una pandemia, exigen repensar
la forma como organizamos nuestras sociedades. El futuro va a depender de la
capacidad de los pueblos de desarrollar conocimientos que les permitan
producir riqueza de una forma socialmente equitativa y ambientalmente
sostenible bajo el control de la propia sociedad, dentro de bloques
regionales que colaboran de forma activa para asegurar los niveles de
soberanía que permitan gestionar racionalmente los recursos para enfrentar
amenazas colectivas como el COVID-19.
El futuro pertenece a quienes cooperen con inteligencia para el bien común de la humanidad, y no a quienes compitan con egoísmo a costa de la vida humana y natural.
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