El asesinato de mis padres se inscribía en la ola de terror estatal a la que la clase dominante guatemalteca necesitaba acudir ante el estallido revolucionario observado en aquel entonces en toda Centroamérica.
Carlos Figueroa Ibarra / Especial para Con Nuestra América
Desde Puebla, México
El viernes 6 de junio de 1980 fue un día aciago para mi familia y para mí. Poco después de las diez de la mañana, un comando de sicarios de la dictadura militar encabezada por el general Romeo Lucas García montó una persecución contra el auto en el que se conducían mis padres, Carlos Alberto Figueroa y Edna Ibarra de Figueroa. Logró darles alcance en una colonia aledaña a la suya y los acribilló a balazos. La vida de mis hermanos, la mía propia, la de nuestros hijos, sus nietos -aun de los que no los conocieron-, quedó marcada para siempre. Miles y miles de familiares de víctimas de la dictadura guatemalteca, hemos visto transcurrir nuestras vidas lidiando con la tragedia, tratando de volver a ser felices y agradeciendo el ser sobrevivientes.
En lo que a mí se refiere, he podido vivir estos cuarenta años sin odio ni ánimos de venganza. Me he dedicado a estudiar desde el ámbito de las ciencias sociales la lógica de la violencia. Y ese estudio, mis propias investigaciones acerca de lo sucedido en Guatemala, me ayudaron a entender que en política (y la violencia es la otra cara de la política) raras veces hay algo personal. En medio de la estupefacción y el dolor que me ocasionó aquella mañana, la noticia que de manera valerosa me dieron Gabriel Aguilera Peralta y Jorge Arriaga, pude recordar la sabia máxima que mi propio padre me había inculcado: “el enemigo es social, que no personal”. El asesinato de mis padres se inscribía en la ola de terror estatal a la que la clase dominante guatemalteca necesitaba acudir ante el estallido revolucionario observado en aquel entonces en toda Centroamérica. El asesinato de mis padres se fraguó en el alto mando militar y fue ejecutada a través del ministerio de gobernación en aquel entonces a cargo de Donaldo Álvarez Ruiz. Semanalmente altos oficiales militares (después vinculados al grupo criminal llamado La Cofradía), acudían a la oficina de Álvarez Ruiz a darle indicaciones acerca de quiénes deberían ser ejecutados o desparecidos.
A lo largo de estos cuarenta años he presenciado reiteradamente cómo la clase dominante y la ultraderecha ejercen esa voluntad necropolítica en otras circunstancias y por otras causas. Se trata de dejar vivir a los que son funcionales a sus intereses y hacer morir a los que son un peligro para los mismos. También el dejar morir a los que no son útiles a dichos intereses. Así, se hace morir a los que defienden territorio y medio ambiente ante la voracidad extractivista. A los que denuncian el cáncer de la corrupción que corroe al gobierno y al empresariado. Se deja morir a la mitad de los niños de Guatemala que padecen desnutrición y a los miles de jóvenes engarzados en la violencia delincuencial que genera la misma sociedad. Y ahora con la pandemia, se apuesta a la inmunidad de rebaño que eleva exponencialmente la tasa de letalidad del virus con tal de no sacrificar las ganancias.
A mis padres los asesinó la cúpula represiva político-militar. Pero vistas bien las cosas, realmente fueron asesinados por el orden injusto y expoliador que continúa en Guatemala. Nada personal, estrictamente social.
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