Generación de protestas, manifestaciones y piquetes, persuadiendo a la población (léase: manipulándola) sobre la ilegitimidad del poder constituido, buscando la formación de un movimiento antigubernamental no violento, son parte de la estrategia de Gene Sharp. Así, un cambio de gobierno “se enmascararía como resultado de una protesta popular espontánea”.
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
¿Por qué decir eso? Porque el socialismo nació como una propuesta crítica al sistema capitalista: no es un paraíso, pero aún con las dificultades reales que pueda exhibir –y, sin dudas, las tiene– representa una la esperanza de algo mejor que el actual sistema dominante, que sigue matando de hambre y con guerras a la inmensa mayoría de la población mundial. Ante las terribles injusticias del modo de producción surgido en Europa hace ya varios siglos, globalizado a partir de la llegada europea a América y la posterior dominación de ese continente y del África, un par de intelectuales críticos como Carlos Marx y Federico Engels desarrollaron un esquema conceptual y una propuesta de acción para superar esas inequidades. Así surgió el socialismo científico en la segunda mitad del siglo XIX. Esa revolución teórica, que fue tratada de silenciar y vilipendiar por todos los medios posibles, y que aún sigue siéndolo en la actualidad (lo cual demuestra que no perdió vigencia) sirvió como guía para las primeras revoluciones político-sociales de la historia: Rusia en 1917, China en 1949, Cuba en 1959. Ese pensamiento radicalmente revolucionario continúa siendo una guía de acción para el cambio social.
Cuba, una isla de ensueño en el Mar Caribe, la “Perla de las Antillas”, lugar vacacional para muchos estadounidenses durante muchas décadas del siglo XX –playa, casino y lupanar de lujo– fue la primera revolución socialista en territorio americano. A partir de 1959, expulsada la dictadura que manejaba el país, se comenzó a construir una nueva sociedad. El ideario socialista se impuso, y los logros rápidamente estuvieron a la vista. La isla revolucionaria exhibe hoy los mejores índices socioeconómicos del Sur: salud, educación, seguridad ciudadana, reconocidos incluso por Naciones Unidas, nada sospechosa de ideas comunistas. “Hay 200 millones de niños de la calle en el mundo; ninguno de ellos vive en Cuba”, dijo en su momento Fidel Castro, líder histórico de la revolución. El capitalismo global, liderado por Estados Unidos, ve en esos logros un peligro: el pobrerío del mundo podría seguir ese ejemplo. Por eso desde Washington, por espacio de 60 años y por igual con administraciones republicanas o demócratas, se buscó desestabilizar el socialismo cubano por todos los medios posibles: atentados, bloqueo, sabotajes, infiltraciones. Sin embargo, la revolución se mantiene.
Últimamente la Casa Blanca, después de haber impulsado durante casi todo el siglo XX sangrientas dictaduras en Latinoamérica, África y Asia dócilmente favorables a su hegemonía planetaria, ha ideado nuevas formas de lucha política, supuestamente no violentas, tendientes a revertir procesos que no son de su agrado. Se abandonaron las dictaduras militares porque les resultaban muy caras a la Casa Blanca, económica y políticamente: “Invertimos en los ejércitos de Latinoamérica, y aunque sabemos que ese dinero en términos militares está tirado a la basura, esos ejércitos son nuestro mejor aliado político”, dijo John Kennedy siendo senador, en 1959. Hoy día, la estrategia ha variado. Se prefieren los “golpes suaves”, disfrazados de “explosiones cívico-democráticas” a los tanques en las calles.
El ideólogo que le dio forma a este nuevo tipo de intervenciones es Gene Sharp, escritor estadounidense visceralmente anticomunista, autor de los libros “La política de la acción no violenta” y “De la dictadura a la democracia”, quien fuera nominado en el 2015 al Premio Nobel de la Paz. Paradojas del destino: inspirándose en los métodos de lucha no-violenta de Mahatma Ghandi, este intelectual orgánico al statu quo estadounidense sentó las bases para que la CIA y otras agencias estatales norteamericanas (USAID, NED, algunas Fundaciones de fachada) desarrollen sus intervenciones en distintas partes del mundo, siempre en función de la geoestrategia de dominación de Washington (¡en modo alguno alejada de la violencia!). Las mismas, según Sharp, deben seguir este patrón:
Generación de protestas, manifestaciones y piquetes, persuadiendo a la población (léase: manipulándola) sobre la ilegitimidad del poder constituido, buscando la formación de un movimiento antigubernamental no violento. Así, un cambio de gobierno se enmascararía como resultado de una protesta popular espontánea.
Eso se complementa, como parte de estos golpes de Estado “suaves”, con el trabajo disuasivo realizado por la corporación mediática comercial, siempre alineada con los grandes capitales y posiciones conservadoras pro sistema. Trabajar sobre la corrupción, denunciando y magnificando hasta el hartazgo hechos corruptos por parte de los funcionarios “díscolos”, consigue resultados: dado que es un tema sensible, o incluso sensiblero, las poblaciones responden siempre visceralmente. Eso se probó en Guatemala en el 2015, lográndose sacar de en medio al por entonces binomio presidencial de Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti, implementándose luego en Brasil (mandando a la cárcel a Lula y a Dilma Roussef por presuntos hechos de corrupción) y en Argentina (magnificando exponencialmente malos manejos del kirchnerismo propiciando así el triunfo del neoliberal Mauricio Macri).
En esa lógica de “golpes blandos”, supuestamente amparados en una defensa de la democracia (democracia de mercado, por supuesto, donde interesa solo el mercado y no la democracia), también se puede apelar a perversos mecanismos como el decretar un gobierno paralelo a la administración vigente. Eso es lo que, por ejemplo, se hizo en Venezuela, desconociendo al legítimo presidente Nicolás Maduro, reconociendo en su lugar a ese engendro impresentable de un “presidente alterno” como Juan Guaidó. O lo que se intentó en Rusia, propiciando la candidatura de un agente de la CIA como Alexei Navalny, disfrazado de oposición democrática al legítimo mandatorio del Kremlin.
Esas estrategias, que dieron lugar a las llamadas “revoluciones de colores” en las ex repúblicas soviéticas y también en otros países, se intentan repetir ahora en Cuba. Esas revoluciones de colores (revolución de las rosas en Georgia, revolución naranja en Ucrania, revolución de los tulipanes en Kirguistán, revolución blanca en Bielorrusia, revolución verde en Irán, revolución Twitter en Moldavia, revolución azafrán en Birmania, revolución del Cedro en Líbano, revolución de los jazmines en Túnez, así como los “movimientos de estudiantes democráticos antichavistas” en la República Bolivariana de Venezuela, o las “Damas de blanco” en Cuba) están impulsadas por fuerzas aparentemente espontáneas, que tienen siempre como objeto principal oponerse a un gobierno o proyecto contrario a los intereses geoestratégicos de Estados Unidos. Su discurso –guión ya muy estudiado y manoseado por la Casa Blanca hasta el hartazgo– se basa en repetir altisonantes palabras como “democracia” y “libertad”. Pero sabemos que esas palabras se tornan vacías: Ronald Reagan en su momento –cuando la lucha antisoviética en Afganistán– recibió a los talibanes en la casa presidencial tratándolos de “luchadores por la libertad”, así como a la Contra nicaragüense que accionaba contra la Revolución Sandinista.
Inspirado de alguna manera en los sucesos de la Plaza de Tiananmen, de China en 1989, el primer laboratorio que sirvió a los estrategas estadounidenses para darle cuerpo y definición conceptual a estas operaciones de clara intervención injerencista, siempre disfrazados de revueltas populares pacíficas espontáneas, fue el derrocamiento del primer mandatario serbio Slobodan Milosevic, en Serbia y Montenegro en el año 2000.
Levantar la voz contra la corrupción, como pareciera ser actualmente la nueva cruzada universal (Papeles de Panamá o Pandora papers), o la manipulada reacción al desabastecimiento provocado por el infame bloqueo que mantiene Estados Unidos desde hace seis décadas sobre la isla –similar a lo que hace en Venezuela– busca provocar inestabilidad política. El guión preparado indica que, ante la desesperación de la población, el paso siguiente es la generación de protestas “espontáneas” que pidan la salida del gobierno.
En la república bolivariana la estrategia contrarrevolucionaria de Estados Unidos quedó plasmada en el Documento “Plan para intervenir a Venezuela del Comando Sur de Estados Unidos: Operación Venezuela Freedom-2”, de inicios del 2016, donde puede leerse como algunas de las acciones a seguir –similares a las de cualquier “revolución de color”, o lo que se está manipulando ahora en Cuba: “(…) c) Aislamiento internacional y descalificación como sistema democrático, ya que no respeta la autonomía y la separación de poderes. d) Generación de un clima propicio para la aplicación de la Carta Democrática de la OEA”. Ese “clima propicio” se logra mediante un embargo inhumano, que pone de rodillas a la población, haciendo faltar productos de primera necesidad, medicamentos, gasolina, complicando el día a día, esperándose así la reacción. El hambre, las necesidades insatisfechas, el malestar cotidiano enciende más las protestas que las denuncias de corrupción. Los embargos (Cuba, Venezuela, en su momento Nicaragua, cuando construía su revolución sandinista en la década de los 80 del siglo pasado) buscan eso: desesperar a la población.
En Cuba el plan consiste en azuzar malestares populares –que por supuesto, los hay, como pasa en todos los países, agravados en la isla por el infame bloqueo más largo de la historia, que ha ido complicando cada vez más su economía– con la idea de exasperar a la gente y así, a partir de sus “reacciones cívicas no violentas”, forzar un cambio de gobierno. Es sabido que esas concentraciones mueven algo de población, porque efectivamente hay malestar por las carencias en la vida diaria, pero la prensa comercial las exalta en forma monumental, intentando mostrar un gobierno de La Habana jaqueado y agónico. La realidad es muy otra. Pese a los tremendos problemas derivados del bloqueo, pueblo y gobierno cubanos siguen su camino socialista, como lo acaban de mostrar recientemente.
En Cuba no hay dictadura; hay un ejemplo de dignidad y soberanía nacional que, para el capitalismo global, significa un mal ejemplo, y por tanto, debe ser acallado.
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