Es difícil escribir sobre las elecciones nicaragüenses. Nicaragua se encuentra entre los centroamericanos que se reivindican de izquierda, en el centro de sus amores, y también en el de muchos otros que, en todo el mundo, pusieron en ella sus esperanzas y mucho más, apoyando solidariamente en lo que pudieron en aquellos años en los que los nicaragüenses, en medio de una agresión despiadada, intentaba construir una “nueva Nicaragua”.
Rafael Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica
Lo que sí es cierto es que el apoyo casi unánime que tuvo de las izquierdas, los progresismos y los hombres y mujeres “de buena voluntad” (y no uso lenguaje de referencia bíblica casualmente) se ha ido desgranando con el tiempo. Hace menos de una semana, por ejemplo, una carta de condena a los encarcelamientos de opositores, con referencias condenatorias a la forma como el gobierno encaró los acontecimientos de abril de 2018, fue firmada por más de 500 intelectuales y activistas estadounidenses encabezados por Noam Chomsky; y presidentes y expresidentes del progresismo latinoamericano, entre otras figuras políticas relevantes y atendibles, se han distanciado del modus operandi político que prevalece en Nicaragua en la ruta hacia estas elecciones. Lula da Silva, por ejemplo, dijo hace tres meses, tal vez evadiendo una respuesta abiertamente condenatoria, que no se podía referir a este proceso porque hacía más de diez años que no tenía noticias de Nicaragua, y el presidente argentino se hizo eco de sus palabras en un twitter. Un distanciamiento, que ha llegado a tener más aspereza, también se dio con México, y tomando en cuenta que López Obrador y Alberto Fernández son hoy por hoy dos de las figuras más destacables de la segunda ola de gobiernos progresistas del continente, es pertinente tomar nota del aislamiento en el que ha caído el gobierno nicaragüense de quienes deberían ser su sustento natural en el exterior.
Por otra parte, del otro lado de la barrera tenemos una oposición en la que muchos de sus más conspicuos representantes se encuentran ligados a lo más rancio de la reacción latinoamericana: congresistas y senadores cubanoamericanos, fuentes de financiamiento vinculadas al gobierno estadounidense, y un ecosistema de entrenamiento de “activistas” con estrategias y tácticas derivadas del conocido manual de Gene Sharp, que en América Latina han sido utilizados como grupos de choque en Venezuela y ahora en Cuba.
Se trata, además, de una oposición conformada por tribus engarzadas en guerras interminables que, por separado, tienen apenas remotas posibilidades de derrotar al candidato del FSLN, que sigue contando con un núcleo duro de apoyo cercano al 30%. Pero estas son sus limitaciones, y con ellas o sin ellas tienen derecho a participar en cualquier justa electoral. Siendo, como son, débiles, más razón aún para que el gobierno de Ortega los dejara entrar al ruedo para derrotarlos en justa lid, y así conseguir legitimación a su ya de por sí cuestionada reelección.
Quienes se oponen al gobierno de Daniel Ortega se congracian de las sanciones, las condenas y, en general, el aislamiento en el que paulatinamente va cayendo, pero quien sufre las consecuencias es el pueblo nicaragüense, tan eternamente vilipendiado.
Nicaragua, a pesar de los pesares, de todo de lo que se dice de Ortega y su esposa, del cerco financiero que le tienden los Estados Unidos y la Unión Europea, del retiro de la cooperación internacional y de las consecuencias de la devastación de las llamadas Jornadas de Abril de 2018, tiene pronosticado un ritmo de crecimiento de su economía para el año entrante que rebasa al del resto de Centroamérica y al de muchos otros países latinoamericanos. Eso es bueno para el país, para los nicaragüenses, a quienes les deseamos lo mejor, y es también motivo de incredulidad para todos aquellos que están convencidos de que en Nicaragua todo es retroceso y oscuridad.
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