Las ideas que expresan el pensar de nuestras raíces no son a fin de cuentas excluyentes. Por el contrario, ellas se subsumen unas en otras a lo largo del tiempo – como Tonantzin en la Virgen de Guadalupe -, y son indispensables para comprender el conjunto del proceso.
Guillermo Castro H./ Especial para Con Nuestra América
Desde Alto Boquete, Panamá
“A la raíz va el hombre verdadero. Radical no es más que eso: el que va a las raíces. No se llame radical quien no vea las cosas en su fondo. Ni hombre, quien no ayude a la seguridad y dicha de los demás hombres.”
José Martí, 1893[1]
Treinta años más tarde, cuando la revolución bolchevique triunfante en 1917 ingresaba en los procesos de dogmatización y autoritarismo que culminarían en la desintegración de la Unión Soviética en 1989, Antonio Gramsci retomaba el problema en una perspectiva aún más amplia. La filosofía de la praxis, decía, “ha sido un momento de la cultura moderna”, que presupone todo el pasado cultural que conduce a su formación: “el Renacimiento y la Reforma, la filosofía alemana y la Revolución francesa, el calvinismo y la economía clásica inglesa, el liberalismo laico y el historicismo que se encuentra en la base de toda la concepción moderna de la vida.”
Al respecto, añadía, esa filosofía coronaba “todo este movimiento de reforma intelectual y moral, cuya dialéctica es el contraste entre cultura popular y alta cultura”, abriendo paso al desarrollo de “una filosofía que es también política y una política que es también filosofía.” Ese desarrollo, añadía, demandaba “un largo proceso, con acciones y reacciones, con adhesiones y disoluciones y nuevas formaciones muy numerosas y complejas”, que requería encarar dos tareas. Una, “combatir las ideologías modernas en su forma más refinada, para poder constituir su propio grupo de intelectuales independientes”; la otra, en “educar las masas populares, cuya cultura era medieval.” Con ello,
la nueva filosofía se combinó con una forma de cultura algo superior a la media popular [pero] absolutamente inadecuada para combatir las ideologías de las clases cultas, cuando la nueva filosofía había nacido precisamente para superar la más alta manifestación cultural de la época, la filosofía clásica alemana, y para suscitar un grupo de intelectuales propios del nuevo grupo social.
Con todo, para Gramsci la filosofía de la praxis era ya “independiente y original”, y contenía los elementos de un ulterior desarrollo para pasar de una interpretación de la historia “a la categoría de filosofía general.” Ella constituía, así, “un momento de la historia de la cultura moderna”, cuyo curso ciertamente no se ha interrumpido, sino que renace con vigor en nuestro tiempo, cuando la bancarrota teórica, cultural y moral del neoliberalismo lo lleva a derivar de manera cada vez más evidente hacia el fascismo.
Para nuestra América, esto significa que ha llegado -otra vez- su hora de participar con sus pares del sistema mundial entero en la tarea de “hacer la historia de la cultura moderna después de la actividad de los fundadores de la filosofía de la praxis.” Y una tarea tal solo puede ser llevada a cabo desde sí, justamente en la medida en que no se limita a indagar en el pasado, sino y sobre todo a crear las condiciones culturales y morales que demanda la construcción del futuro.
Las fuentes mayores de nuestra cultura moderna, aquellas que a un tiempo recogen y trascienden la experiencia de veinte mil años de desarrollo en nuestra América son tres. La primera consiste en la reformulación de nuestra identidad como problema y como esperanza, que alcanza su más precisa y preciosa expresión en el ensayo Nuestra América, publicado por José Martí en México y Estados Unidos en enero de 1891.
La segunda fuente está en el desafío que nos legara José Carlos Mariátegui en 1927, cuando en sus Siete Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana planteó la necesidad de entender al socialismo en nuestras tierras como creación heroica, y nunca como copia ni calco. Y la tercera es la Teología de la Liberación – de Gustavo Gutierrez en 1968 acá – nos facilitó ir a lo real de nuestras sociedades, abriendo espacios inéditos de encuentro entre todas las tradiciones del pensar que en nuestra América comparten la misma fe martiana en el mejoramiento humano, en la utilidad de la virtud, y en el poder transformador del amor triunfante.
Desde esa modernidad nuestra, y en el desarrollo de sus consecuencias, hoy podemos por ejemplo hacer más y mejor uso de lo que nos enseñara en 2013 el argentino Jorge Bergoglio, como papa Francisco, en su Evangelii Gaudium, acerca del dialogar, de la construcción de consensos y del carácter poliédrico de la verdad. Y es que ante una batalla de ideas en la cual necesitamos vencernos para para trascender las nieblas del sentido común, es imprescindible co-laborar en la construcción del buen sentido que nuestro tiempo reclama.
Las ideas que expresan el pensar de nuestras raíces no son a fin de cuentas excluyentes. Por el contrario, ellas se subsumen unas en otras a lo largo del tiempo – como Tonantzin en la Virgen de Guadalupe -, y son indispensables para comprender el conjunto del proceso. Sin embargo, no permiten por sí mismas prever las opciones que surgen de la incesante transformación de lo real, acelerada ahora por la crisis.
La mano está sin duda en la pared del palacio de Belsasar.[2] Hoy, sin embargo, aquel “pesado, medido, juzgado” no se refiere a ningún déspota en particular, sino al desempeño – para bien o para mal –de los humanos en su propio desarrollo como especie, que viene a desembocar en la crisis general del sistema mundial creado por el capitalismo.
Y en ese juicio, hoy, aquí, lo fundamental está en el hecho de que ha llegado el momento de comprender que, si deseamos un ambiente distinto, tendremos que construir sociedades que se integren en un sistema mundial diferente. Así las cosas, el verdadero reto intelectual, cultural y político consiste en identificar esa diferencia y los modos de construirla de la manera más inclusiva posible.
Hoy, quienes hemos tenido el privilegio de aprender a pensar por cuenta propia, tenemos el deber de contribuir a que los pobres de la tierra a quienes se dirigía José Martí puedan convertir en conocimiento sus propias experiencias de vida, para juntos contribuir a la formación de una cultura nueva. No es fácil imaginar con claridad la forma más adecuada de hacer algo así. Sí cabe, en cambio, señalar el camino que nos lleve en la dirección más adecuada para crecer con nuestra gente para ayudarla a crecer, de modo que juntos lleguemos a una verdad que siga caminando hasta que deje de serlo.
Alto Boquete, Panamá, 10 de noviembre de 2021
[1] “A la raíz”. Patria, Nueva York, 26 de agosto de 1893. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. II: 380.
[2] Libro de Daniel: “Banquete de Belsasar”, 5:1-30, p 946-947. Biblia Latinoamericana. San Pablo, Madrid; Verbo Divino, Estella (Navarra), 2005.
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