La visión y el comportamiento político de las clases republicanas dominantes convergieron cuando se trataba de enfrentar las rebeliones y cimarrones de esclavos, juzgados con leyes implacables (al menos hasta las aboliciones de mediados del siglo XIX); se persiguió la “vagancia”, atribuida particularmente a los indios “libres” que andaban por pueblos o ciudades desempeñándose en múltiples oficios; las luchas campesinas fueron horrorosamente castigadas; las huelgas de los mineros ferozmente liquidadas y los “levantamientos” indígenas sangrientamente reprimidos. La “plebe” era vista como una masa de ignorantes, salvajes y miserables, a los que debía imponerse disciplina, orden, trabajo y, cuando más, atención caritativa o de asistencia pública.
Solo con el avance del siglo XX comenzaron a cambiar esas herencias. Sin duda tuvo mucho que ver el lento desarrollo capitalista, pero también las transformaciones del mundo. Al surgimiento de las burguesías latinoamericanas acompañó, inevitablemente, el despegue del movimiento de los trabajadores y, en forma progresiva, el afianzamiento de la conciencia popular, alentada incluso con el accionar de partidos, fuerzas, organizaciones y también intelectuales y profesionales con sensibilidad social. Gracias a las demandas populares la propia democracia avanzó y se conquistaron derechos laborales y sociales, así como se desarrollaron bienes y servicios públicos, con gobiernos que lograron inclinar las decisiones del Estado a favor de los intereses sociales más amplios y no exclusivamente al sentir de las élites tradicionales. En ese proceso incontenible, la conflictividad social en el presente histórico cada vez más ha adquirido la fisonomía de “lucha de clases” (Marx).
Bajo el contexto descrito, dos han sido los momentos históricos más agudos de esa lucha de clases: el primero, durante la Guerra Fría, que se introdujo en América Latina a raíz de la Revolución Cubana (1959). Contener al “comunismo” alteró la visualización sobre las realidades latinoamericanas. Es increíble -pero sucedió- que los movimientos sociales y populares pasaron a ser sospechosos de comunistas, sus líderes perseguidos, las fuerzas políticas identificadas con su causa fueron convertidas en “enemigos” de la democracia, y todos, incluyendo los intelectuales de izquierda, formaron parte de los ficheros policiales y vigilados por los servicios de inteligencia. Las dictaduras militares desde la década de 1960, todas nacidas de las consignas anticomunistas y de la injerencia de los EEUU para evitar el camino ruso o cubano, convencidas de semejante dogmatismo, orientaron sus acciones contra los pueblos, al mismo tiempo que defendieron el poder de las élites económicas y políticas, que aseguraron el flujo de su riqueza y la hegemonía en el poder del Estado. Las dictaduras del Cono Sur durante los setentas, obnubiladas con la “doctrina de seguridad nacional”, creyeron librar una “guerra interna” salvadora, sin tener límites en la violación de derechos humanos.
El segundo momento crucial ocurrió durante las décadas finales del siglo XX (Chile lo inició antes, con la prolongada dictadura del general Augusto Pinochet, 1973-1990), cuando las nuevas políticas económicas inauguradas por el gobierno de Ronald Reagan (1981-1989), junto con los condicionamientos del FMI, la imposición del Consenso de Washington y la orientación “neoliberal” de América Latina, en un contexto de derrumbe del socialismo de tipo soviético, garantizaron la globalización transnacional y la promoción exclusiva de los intereses empresariales privados en América Latina. Allí incubó la ideología de las consignas por mercados libres, tratados de libre comercio, desregulación estatal, achicamiento del Estado, debilitación de los sistemas tributarios directos, privatización de bienes y servicios públicos, extractivismo a gran escala, flexibilidad laboral y revisión de los “caducos” derechos sociales y laborales, considerados como obstáculos para la nueva era.
Abiertamente, los intereses populares, las demandas de los trabajadores, las luchas campesinas e indígenas, las movilizaciones de la sociedad civil y el posicionamiento de amplios sectores contra ese camino neoliberal-empresarial, pasaron a ser estigmatizados. Líderes, partidos, organizaciones y fuerzas populares, junto con profesionales, artistas e intelectuales vinculados a sus demandas, nuevamente merecieron ataques, inculpaciones y persecuciones. En plena democracia, Colombia vive la tragedia de la desaparición y asesinato de líderes sociales, que no se detiene. Paradójicamente, las causas populares maniqueamente se convirtieron en “riesgos” para la “democracia” y la institucionalidad. Y finalmente, la contención, criminalización y judicialización de las protestas sociales pasó a ser el instrumento inevitable de la imposición del modelo de economía basado en los supuestos ideales del mercado libre, con empresa privada garantizada.
Esa herencia, recuperada después del primer ciclo de gobiernos progresistas latinoamericanos que caracterizaron a los tres lustros iniciales del siglo XXI, ha relanzado la confrontación social en América Latina, de la mano de gobiernos conservadores. En Bolivia, el golpe de Estado de 2019, que impuso a Jeanine Áñez en la presidencia, fue acompañado por la insurgencia derechista, la humillación explícita y pública a poblaciones indígenas y las masacres de Sacaba y Senkata a supuestos “terroristas”. Como ocurriera en octubre de 2019, la movilización indígena y popular que ha estallado en Ecuador desde la semana pasada (13/jun/2022), también se explica bajo el telón de fondo histórico descrito. Y son contados los gobiernos que pueden identificarse con un segundo ciclo progresista. De manera que la cultura del privilegio (CEPAL), como excluye la valoración de los intereses populares y se vincula al modelo económico tradicional, acude, cada vez más, a reforzar el sui géneris Estado de democracia elitista, que sujeta los ciudadanos al dominio económico y político de grandes grupos empresariales y minorías ricas.
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