Joe Biden hace el esfuerzo, pero se nota que le cuesta. Quiere aparecer como el guerrero invicto que puede dirigir a sus huestes en el campo de batalla, pero es solo lo que es y no engaña a nadie. Lo que lo demerita ante los ojos de sus compatriotas no es algo que, eventualmente, podría superarse, como sucede con Donald Trump quien tal vez con un poco de educación y cultura podría no ser tan lo que es, es decir, tan limitado de mollera. No, lo que a Biden le hace aparecer disminuido es algo natural, inevitable, propio de la vida de cualquier ser vivo, la decrepitud que viene con la edad avanzada, cuando el organismo humano envejece y se deterioran sus funciones y sus facultades.
En una sociedad en la que estar en la etapa de la vida en la que el cuerpo no muestra aún las huellas del envejecimiento se ha transformado en un valor, el presidente Biden intenta mostrarse como tal o, por lo menos, como que no ha perdido (del todo, diríamos nosotros) rasgos característicos del joven fitness, alerta de mente y cuerpo que está para comerse el mundo.
Uno hasta puede imaginarlo desinflándose entre bambalinas después de bajar de un saltito del estrado y salir, atravesando el escenario con paso que intenta ser brioso sin arrastrar los pies (que es lo que le pide su cuerpo apolillado). Seguro que ahí lo espera una batería de asistentes con toallas, paños tibios y una silla para que pueda soltar el aliento contenido para que se le hunda el abdomen y se le resalte el pectoral enclenque, para que descansen sus piernas adoloridas con el esfuerzo de los brinquitos y el paso de urgencia.
Qué difícil ha de ser para el emperador anciano estar al frente de un imperio decadente que hace lo posible por apuntalar lo que se le desmorona por todos lados. Tener que parecer el invicto, el guía, el todopoderoso mientras todos saben que lo que pavonea se le está quedando hueco por dentro y va siendo más un holograma de deseos y angustias proyectado en el escenario.
Así Joe Biden, presidente número 46 de los Estados Unidos en la desteñida Cumbre de las Américas que convocó en Los Ángeles, dirigiéndose a un auditorio que lo aplaude, pero que ve con el rabillo del ojo y le hace guiños de complicidad al gigante que viene con paso imparable y al que él, como orador principal en el estrado, como anfitrión en jefe, como comandante imbatible le lanza admoniciones y advertencias.
Del otro lado del mundo, sentado en su trono dorado, el emperador del Celeste Imperio lo mira a través de sus rasgados ojos y sonríe. Desde su colina que domina todo el campo de batalla ve las bravuconadas que lanza al aire el señor presidente, los fuegos de artificio que acompañan cada amenaza, los aplausos de los que lo ven a él con el rabillo del ojo mientras se les insinúa una sonrisa en la comisura de los labios. Lo ve llevar a cabo su performance guerrero, el esfuerzo que hace por parecer amenazante y regresa, lentamente, a la carpa que, en el campo de batalla, alberga a los ingenieros que están trazando los caminos de la ruta de la seda.
3 comentarios:
Muy bueno
se puede abordar el fenómeno de la artificialidad psicomotriz del caso tratado, claro. Mejor si por aquello de lo psico (indivisible) se hace a salvo de las metáforas cargadas de descalificación - por aquello de lo "moda" que también es. ¿no?
Buenísimo el abordaje; de verdad que remite a el "look" de Churchill por ejemplo que era el de un estadista con panza papada pero dedicado a ser estadista, una devoción sin la cual, un pueblo no tiene en dónde colocar sus confianzas, las de sus roles más básicos, las de su morada, país y comunidad. No considero entrañable a Churchill, sí estaría (mos) mejor con ese espacio más conceptual y menos invadido por las artificialidades, del estadismo como espacio para la confianza popular y la representatividad. Su ausencia si que es crisis pura.
Qué diferencia con el gran Fidel Castro, que cumplió los noventa en plenitud.
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