El Acuerdo de San José, inventado y promovido por el presidente costarricense, Óscar Arias, desde un inicio torpedeó la posibilidad de que los gobiernos del continente presentaran un frente unido de rechazo total y exigieran, en vez de la inclusión de los subversivos en un gobierno de “unidad nacional”, su castigo legal por todos los delitos cometidos durante y después del golpe de Estado.
Editorial de LA JORNADA (24 de agosto de 2009)
Ayer [domingo], al rechazar de manera terminante cualquier posibilidad de un retorno negociado del mandatario constitucional, Manuel Zelaya, a la presidencia de Honduras, la Corte Suprema de ese país ratificó su afiliación al gorilato que se ha entronizado en esa nación centroamericana y puso el último clavo en el ataúd del llamado Plan Arias, una propuesta de por sí obsequiosa con los golpistas que detentan el poder en Tegucigalpa.
Cuando están a punto de cumplirse dos meses de la interrupción del orden democrático hondureño y de las ilegales captura y deportación de Zelaya, parece haber quedado claro que el esfuerzo de la diplomacia internacional por restaurar la institucionalidad en Honduras ha desembocado en un callejón sin salida: el repudio universal generado por los golpistas y su empeño de conformar un régimen civil no ha sido suficiente para restablecer la democracia. Por el contrario, entre los gestores de ese trabajo se abrió paso la postura de que los golpistas merecían concesiones en la composición del gobierno; no otra cosa es el Acuerdo de San José, inventado y promovido por el presidente costarricense, Óscar Arias, quien desde un inicio torpedeó la posibilidad de que los gobiernos del continente presentaran un frente unido de rechazo total y exigieran, en vez de la inclusión de los subversivos en un gobierno de “unidad nacional”, su castigo legal por todos los delitos cometidos durante y después del golpe de Estado, pasando por los actos de brutalidad represiva que han cobrado ya varias vidas de zelayistas.
Ciertamente, Arias no habría podido realizar ese trabajo de zapa si no hubiese dispuesto del margen de maniobra que le ofreció la ambigüedad y la falta de coherencia del gobierno estadunidense ante el golpe; porque, si bien el presidente Barack Obama manifestó desde un principio su rechazo a los militares y civiles que participaron en la asonada y su respaldo a la legitimidad de Zelaya, en los días siguientes fue evidente que en Washington, dentro y fuera de la administración Obama, había sectores que no veían con malos ojos a los nuevos gorilas hondureños, particularmente en los ámbitos castrenses, en la llamada “comunidad de inteligencia” –es decir, el mundillo de las agencias de espionaje e injerencia externa del aparato gubernamental de Estados Unidos– y en el propio Departamento de Estado, encabezado por Hillary Clinton.
Obama, por su parte, encontró una salida a su propia ambigüedad al afirmar, hace unos días, la supuesta incongruencia de quienes tradicionalmente han pedido el fin del intervencionismo de Estados Unidos en América Latina y ahora demandan que Washington adopte un papel más activo contra los golpistas hondureños. Se trata, por supuesto, de un razonamiento falso: bastaría con que el habitante de la Casa Blanca refrenara las acciones y las inercias injerencistas de quienes respaldan en forma activa o pasiva a los integrantes del régimen espurio para que éste se volviera inviable en cuestión de días.
En esta circunstancia internacional, parece probable la perspectiva de que la camarilla que se hizo del poder en Tegucigalpa logre su propósito de mantenerse en él hasta noviembre próximo, cuando están programados los próximos comicios presidenciales, y organizar una simulación electoral que garantice el triunfo de un candidato a modo. Si esa posibilidad llega a concretarse, se habrá consumado la destrucción de la incipiente democracia hondureña y la imposición de un gobierno oligárquico carente de legitimidad.
Para los sectores que han mantenido una resistencia a todas luces heroica, pero carente de la cohesión y la organización que se requiere para desalojar por sí sola a los gorilas, se trata de una perspectiva amarga, pero tal vez inevitable, en la que los demócratas de Honduras tendrían que desarrollar un trabajo político y organizativo de largo aliento con el fin de restaurar la institucionalidad quebrantada.
Para la institucionalidad y la democracia de las naciones latinoamericanas en su conjunto, la mera posibilidad enunciada es un agravio y un precedente peligrosísimo: la perpetuación del golpismo hondureño por medio de una simulación electoral sería un mensaje de aliento al militarismo autoritario, represivo y criminal que devastó la región hasta hace un par de décadas.
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