No perder de vista esta nueva dimensión de la lucha política, a saber, "la guerra mediática" o el "terrorismo mediático", es una condición necesaria para comprender la naturaleza y tendencias de muchos de los conflictos y disputas -culturales e ideológicas- que se desarrollan hoy en América Latina.
Recientemente, el Grupo Nación S.A. de Costa Rica, a través de su diario insignia La Nación, lanzó una furiosa diatriba –una vez más- contra la Revolución Bolivariana y el gobierno del presidente Hugo Chávez, por lo que consideran un tratamiento lesivo que se da a los medios de comunicación “independientes” en Venezuela. Pero esta vez incluyó una variante. En su editorial del 11 de agosto, entre los ya oficiosos y recurrentes argumentos de las derechas latinoamericanas, La Nación dio cátedra de ciencia política cuando sentenció que “la democracia es mucho más que el voto y solo brilla a plenitud cuando se preocupa por la protección de las minorías”.
Por supuesto, se trata de una definición de la democracia manejada a conveniencia, pues los editorialistas de ese diario no la aplican por igual para juzgar y “formar opinión pública”, por ejemplo, sobre al golpe de Estado contra el presidente legítimo de Honduras, Manuel Zelaya: desde el día 28 de junio, cuando se rompió el orden constitucional, ese grupo de empresarios del periodismo no ha dedicado uno solo de sus editoriales a condenar y atacar -con la misma virulencia con la que se refiere a los gobiernos de Venezuela, Ecuador, Bolivia, Nicaragua o Cuba- la brutal represión contra el pueblo hondureño, los asesinatos y las numerosas violaciones a los derechos humanos cometidas por los golpistas que lidera Roberto Micheletti, y que han sido documentadas por organizaciones no gubernamentales, la comisión especial de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la Relatoría de Libertad de Expresión de la ONU.
Este peculiar concepto de la democracia, usado a conveniencia, también se aplica a lo que ocurre, por mencionar otro ejemplo, en el para-estado colombiano. La Nación guarda silencio absoluto sobre el secuestro del Dr. Miguel Ángel Beltrán en México y su traslado ilegal a Bogotá, y ni siquiera chista por la persecución de estudiantes, intelectuales, dirigentes sindicales y activistas de la sociedad civil en Colombia: minorías indefensas frente al poder político, judicial y mediático concentrado en la figura de Álvaro Uribe, y los factores nacionales y extranjeros que lo sostienen en el Palacio de Nariño.
El problema no solo es que un medio –La Nación o cualquier otro- omita, deliberadamente, informar a sus lectores sobre estos hechos, sino que lo haga con evidentes objetivos políticos, mientras se viste con el disfraz de la defensa de la libertad de expresión y la democracia. Aquí, el silencio del medio deja de ser simple expresión de su ideología e intereses específicos (realidad con la que debemos lidiar en democracia), para adoptar la forma de una abierta manipulación de la opinión pública por la vía de la desinformación.
Esta situación a la que nos referimos, se presenta en Costa Rica y en toda la región latinoamericana. En un reportaje publicado a finales del 2002 por Le Monde Diplomatique, el periodista Luis Bilbao analizó el papel de los más poderosos diarios, televisoras y radioemisoras venezolanas en el golpe de Estado cometido contra el presidente Chávez, en abril de ese año, y concluyó que “los medios de comunicación en Venezuela dejaron de reflejar e interpretar los acontecimientos para pasar a diseñarlos según su voluntad, imponerlos como realidad virtual y luego conducirlos. La osada operación ha fallado. Pero deja hondas y peligrosas heridas en la sociedad venezolana e inaugura una fase singular de la lucha política, más allá de aquel país y del presidente Hugo Chávez”.
No perder de vista esta nueva dimensión de la lucha política, a saber, la guerra mediática o el terrorismo mediático, es una condición necesaria para comprender la naturaleza y tendencias de muchos de los conflictos y disputas -culturales e ideológicas- que se desarrollan hoy en América Latina.
En el contexto de la globalización neoliberal, los medios de comunicación hegemónicos constituyen uno de los principales “aparatos” de producción de consenso y de reproducción del “sentido común” dominante y de la cultura de masas. Ahora, además, ante el fracaso y la deriva de muchos de los anquilosados partidos políticos latinoamericanos (devenidos en maquinarias electorales y “feudales”), se han convertido en bastiones de la oposición a los procesos de cambio social, político y cultural.
Conglomerados como Televisa, de México; O’ Globo, de Brasil; Clarín, de Argentina; el Grupo Cisneros, de Venezuela; la Casa Editorial El Tiempo, de Colombia; y hasta el español Grupo Prisa, son algunos de los principales portaestandartes de la contraofensiva de la derecha. Sus “contenidos informativos independientes” inundan los noticiarios, revistas, diarios, programas televisivos y radiofónicos de sus empresas de comunicación aliadas (satélites) en nuestros países.
Se trata de un fenómeno que profundiza rasgos históricos del desarrollo de la comunicación social, y particularmente del espacio audiovisual, en América Latina, que desde mediados del siglo XX se fue configurando como una estructura oligopólica, asociada al capital extranjero e íntimamente ligada al sistema político (incluso bajo las dictaduras militares), pero que no era representativa de la población, ni expresaba las aspiraciones más profundas y la diversidad cultural de nuestros pueblos. Como bien lo dijo una vez Jesús Martín Barbero, destacado teórico de la comunicación, estos grupos económicos pretendían –y pretenden- “hacer soñar a los pobres el mismo sueño de los ricos”.
Oligarquías decimonónicas, racistas y antidemocráticas; banqueros, financistas, cámaras patronales y empresas transnacionales que aguardan la oportunidad de dar el zarpazo a los recursos naturales de la región; y junto a ellos, una infaltable constelación de figuras de eso que Atilio Borón llama la intelectualidad bienpensante, se acuerpan tras los grandes medios de comunicación y sus modernos sistemas tecnológicos de difusión electrónica, televisiva, radial e impresa.
Una pantagruélica maquinaria que se alimenta de inmensas cantidades de dinero provenientes del jugoso pastel de la publicidad (los negocios que sirven para hacer más negocios) y, especialmente, del miedo: miedo de los opresores que ven levantarse a los oprimidos de ayer, reclamando el derecho de construir su destino; y miedo de los dueños de todo, frente a los olvidados y excluidos de siempre, dueños de nada, que con sus luchas van haciendo cada vez más fuerte aquella gran humanidad que ha dicho: ¡basta!, y que ahora marcha por nuestra América.
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