El poder mediático, que emerge y se consolida a partir de esta comunión entre el poder político y el poder económico, no busca más que un solo objetivo: garantizarse que la democracia –con todas sus limitaciones en la región- siga siendo manipulada desde arriba.
“La historia política de América Latina es la historia de la usurpación del poder por pequeñas elites que, aunque reivindican las ideas constitucionalistas y democráticas, hacen escarnio tanto de las constituciones como de la soberanía popular que invocan”. La contundente frase del politólogo mexicano Gustavo E. Emmerich ofrece un sugestivo punto de partida para la reflexión sobre la actualidad (geo)política de la región, y la magnitud de los desafíos que se advierten en su horizonte inmediato.
Desde hace un poco más de diez años, en la que ha sido llamada la década progresista o del cambio de época, nuestra América experimenta una importante recomposición de su mapa político y de los equilibrios de poder, lo que es visible en distintos aspectos como la democratización de los procesos electorales, con resultados favorables a movimientos y partidos de izquierda y centro-izquierda en un importante número de países; la fractura de la hegemonía estadounidense, cuyo momento simbólico fue la derrota del ALCA en la Cumbre de las Américas de 2005, en Mar del Plata; el protagonismo de los movimientos sociales y el ascenso de las ideas latinoamericanistas, antiimperialistas y bolivarianas, que reivindican la soberanía de nuestros pueblos sobre su destino; y finalmente, el impulso dado por distintos líderes regionales a dos proyectos clave de integración: la Alianza Bolivariana y la Unión de Naciones del Sur.
Sin embargo, estos fenómenos han encontrado una furiosa oposición entre algunos sectores de las sociedades latinoamericanas –y por supuesto, en la norteamericana-, precisamente en esas pequeñas elites a las que se refiere Emmerich: grupos que no han escatimado esfuerzos desestabilizadores para frenar los procesos de cambio político, social y cultural, especialmente en Guatemala, Honduras, Nicaragua, Venezuela, Ecuador, Bolivia y Paraguay.
En cada uno de estos casos, las pequeñas pero poderosas élites reaccionarias se aliaron a los grupos de comunicación hegemónicos, locales y regionales, siendo uno de los casos más visibles el del Grupo de Diarios de América –con sede en Florida, Estados Unidos- y sus empresas afines en Centro y Suramérica.
Los medios de comunicación se han convertido, de facto, en el nuevo espacio de confrontación y deliberación, más virtual que real, sobre lo público. De esta forma, asistimos a una tensa disputa por la hegemonía del sentido común dominante y la legitimación de los procesos de cambio entre, por un lado, los nuevos sujetos sociales y actores populares que reclaman justicia y solidaridad desde lo nuestro, y por el otro, el desprecio de las élites ante el reordenamiento de las fuerzas políticas en América Latina.
Esta situación hace cada vez más necesario el estudio de las relaciones entre los poderes político y económico y los medios, no solo en la academia sino también en los distintos movimientos y organizaciones sociales, como parte de las estrategias de lucha.
En las actuales condiciones, esas relaciones se manifiestan de dos maneras: una, en el ataque sistemático a las democracias participativas –allí donde empiezan a construirse, como Bolivia, Ecuador o Venezuela-; y otra, la instauración, en la práctica, de democracias mediáticas, donde los medios “producen” consensos sobre decisiones de orden público, pero que se resuelven fuera de las instituciones democráticas y se ocultan a la ciudadanía.
Este riesgo es particularmente alto en muchos de nuestros países, donde los medios de comunicación y los partidos políticos tradicionales se convierten en simples extensiones del poder de unos y otros, y en voceros de sus propios intereses.
El poder mediático, que emerge y se consolida a partir de esta comunión entre el poder político y el poder económico, no busca más que un solo objetivo: garantizarse que la democracia –con todas sus limitaciones en la región- siga siendo manipulada desde arriba.
Es sintomática y característica de esta pretensión la doble moral con la que los grandes medios juzgan la realidad latinoamericana: denuncian como atropellos a la libertad de expresión el hecho de que la Asamblea Nacional de Venezuela legisle para regular el espectro radioeléctrico, pero no cuestionan “la dictadura duopólica mediática” que ejercen Televisa y TV Azteca en México, y cuya alianza contra Andrés Manuel López Obrador “ocultó” el fraude electoral del 2006 y permitió el espurio ascenso a la presidencia de Felipe Calderón.
Ejemplos como el anterior abundan, y una lectura crítica de la prensa escrita, la radio y la televisión nos permitiría encontrar, a diario, muchos otros.
Es por eso que mientras en nuestra América, la América de los de abajo, las voces de los pobres y los excluidos, de las mujeres, los pueblos indígenas y afroamericanos, o de aquellos que cometen el “pecado” de desafiar el pensamiento único, sigan siendo nada más que tenues murmullos, datos estadísticos que deglute el sistema, o presencias invisibles rescatadas del anonimato de vez en cuando –según lo requiere el rating-, mucho restará por hacer para alcanzar una auténtica democracia de las comunicaciones, donde los puntos de vista de todos los sectores y grupos puedan hacerse oír, en virtud de su condición humana y no por su capacidad de consumo.
Y es entonces cuando, muy a pesar de lo que diga el poder mediático, la metáfora del desalambrado del latifundio mediático deja de ser una construcción retórica y se constituye en una exigencia ética para posibilitar un desarrollo realmente democrático, con justicia social, tolerancia, pluralidad y equidad en las sociedades latinoamericanas.
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