La obra intelectual y política de Martí dio el santo y seña de lo que, desde entonces, se consolidaría como una tradición cultural de primer orden en la construcción de la identidad –múltiple y diversa- de nuestra América: el antiimperialismo latinoamericanista.
(Fotografía: Máximo Gómez y José Martí. Sobre la mesa, un ejemplar de "Patria").
“La verdad sobre los Estados Unidos”: bajo este título José Martí publicó en Nueva York, en 1894, un artículo con el que inauguró una nueva sección en el diario independentista cubano Patria, expresamente destinada a divulgar los “sucesos por donde se revelen […] aquellas calidades de constitución que, por su constancia y autoridad, demuestran las dos verdades útiles a nuestra América: el carácter crudo, desigual y decadente de los Estados Unidos, y la existencia, en ellos continua, de todas las violencias, discordias, inmoralidades y desórdenes de que se culpa a los pueblos hispanoamericanos”[1].
La época en que Martí escribe este texto es también la del surgimiento de figuras y procesos determinantes en la configuración del imperialismo estadounidense: John D. Rockefeller consolidaba el primer trust moderno, la Standard Oil Company; el almirante Alfred Mahan desarrollaba su teoría de las invasiones estratégicas, colocando a la armada y los marines como bastiones del dominio militar; y James Blaine promovía el panamericanismo, como doctrina de dominio comercial y diplomático, a través de la primera Conferencia Internacional Americana (1889-1891)[2]. Esto por citar solo tres ejemplos de personajes cuya impronta quedó marcada –casi literalmente- a sangre y fuego en el diseño y evolución de la política exterior norteamericana.
En ese escenario, la obra intelectual y política de Martí dio el santo y seña de lo que, desde entonces, se consolidaría como una tradición cultural de primer orden en la construcción de la identidad –múltiple y diversa- de nuestra América: el antiimperialismo latinoamericanista.
No por casualidad, entonces, la actual coyuntura de la región nos remite a esa forma particular del antiimperialismo, y a la recomendación martiana de permanente estudio y vigilancia sobre los Estados Unidos. Esto es especialmente cierto ahora, porque una de las constantes del discurso político del presidente Barack Obama y las nuevas autoridades en Washington ha sido la necesidad –casi la urgencia- de que su país recupere el liderazgo hemisférico y mundial. Y resulta evidente que reconstruir esa hegemonía perdida implica tensiones y conflictos con una América Latina que ha empezado a transitar nuevos caminos, cada vez más alejados de la égida de la potencia del norte.
Dos acontecimientos recientes: la ambigüedad norteamericana frente al golpe de Estado en Honduras –casi un apoyo tácito a los golpistas-, y la firma de un acuerdo entre Washington y Bogotá para el uso de bases militares colombianas por tropas estadounidenses, sugieren que la administración Obama tampoco podrá mantener con nuestra región una relación que no esté regida por la razón imperial. Más aún si se realiza una lectura de estos hechos como continuidad del intervencionismo de nuevo tipo inaugurado por el expresidente George W. Bush en marzo de 2008, a través de la llamada “Doctrina Uribe” (perseguir a los terroristas allí donde se encuentren) y el bombardeo de los ejércitos colombiano y estadounidense a un campamento de las FARC en Sucumbíos, Ecuador, en flagrante violación de la soberanía del territorio de ese país.
Desde esta perspectiva, es posible ubicar las agresivas políticas republicanas de las dos administraciones de Bush, y ahora del gobierno Obama, en el marco más amplio del proyecto de expansión estadounidense: ese que inicia en 1847-1848 en la guerra contra México (aunque algunos autores lo señalan en 1823, con el nacimiento de la Doctrina Monroe[3]), que luego adopta rasgos monopólico-capitalistas a partir de 1880 y que, desde 1898-1902, con la primera “guerra imperialista” de anexión de Cuba, Puerto Rico, Filipinas, Hawai y Guam, define su perfil intervencionista (en lo político, militar y cultural) dominante a lo largo del siglo XX.
En el siglo XXI, la persistencia de las agresiones contra Cuba, o las maniobras de desestabilización en Venezuela, Bolivia y Ecuador, adquieren una profundidad político-cultural mayor a la luz de esa mirada histórica sobre el comportamiento y las reformulaciones contemporáneas del imperialismo en América Latina.
Por estos días, numerosos líderes políticos, intelectuales y organizaciones populares latinoamericanas, a los que se sumó recientemente el analista estadounidense Noam Chomsky en su visita a Venezuela (el pasado 24 de agosto), han levantado su voz para denunciar una avanzada imperial, ahora bajo la cuestionada excusa de la guerra contra el narcotráfico, por la vía del Plan Mérida y el Plan Colombia, y los mal llamados tratados de libre comercio y sus promesas de “desarrollo”, que deslumbran a las oligarquías de viejo y nuevo cuño.
Justamente, sobre los afanes norteamericanos de control económico –dimensión fundamental de la política de imperio-, Martí también alcanzó a revelar la trampa de “ese deseo de progreso tan vivaz y fogoso que no ve que las ideas, como los árboles, han de venir de larga raíz, y ser de suelo afín, para que prendan y prosperen, y que al recién nacido no se le da la sazón de la madurez porque se le cuelguen al rostro blando los bigotes y patillas de la edad mayor: monstruos se crean así, y no pueblos: hay que vivir de sí, y sudar la calentura”[4].
Gobiernos y movimientos sociales de la región deben ejercer una tenaz oposición, en todos los frentes de lucha, al nuevo empeño militar-intervencionista del Pentágono y la amenaza que esto supone para los procesos de cambio. Esta es una condición ineludible para la defensa de esa mayor autonomía ganada por nuestros pueblos en los últimos años. La última cumbre de UNASUR en Bariloche, Argentina, fue solo el primer paso en esta ruta.
Retomar el diálogo entre las ideas martianas –con toda la riqueza de su angustia finisecular- y la realidad de América Latina en esta década, en sus desafíos y posibilidades, ha de ser una prioridad. Hay que buscar desde allí la verdad sobre los Estados Unidos.
Hoy más que nunca el legado de Martí, pensamiento y acción, mantiene su vigencia como esa “luz de permanente aviso”[5] que sale de su tumba -según nos dejó dicho-, y también de las de cada hombre y mujer que han luchado por la dignidad, la libertad y la independencia aún inconclusa de nuestra América.
NOTAS
[1] Martí, José. “La verdad sobre los Estados Unidos”, en Hart Dávalos, Armando (editor) (2000). JOSÉ MARTÍ Y EL EQUILIBRIO DEL MUNDO. México DF: Fondo de Cultura Económica. Pág. 233.
[2] González Casanova, Pablo (1991). IMPERIALISMO Y LIBERACIÓN. UNA INTRODUCCIÓN A LA HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE AMÉRICA LATINA. México DF: Siglo XXI Editores.
[3] Quesada Monge, Rodrigo (2001). EL LEGADO DE LA GUERRA HISPANO-ANTILLANO-NORTEAMERICANA. San José, Costa Rica: EUNED. Pág. 28
[4] Martí, José (1894). “La verdad sobre los Estados Unidos”, en Hart Dávalos, op.cit. Pág. 233.
[5] Martí, José (1894). “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano”, en Hart Dávalos, op.cit. Pág. 241.
[1] Martí, José. “La verdad sobre los Estados Unidos”, en Hart Dávalos, Armando (editor) (2000). JOSÉ MARTÍ Y EL EQUILIBRIO DEL MUNDO. México DF: Fondo de Cultura Económica. Pág. 233.
[2] González Casanova, Pablo (1991). IMPERIALISMO Y LIBERACIÓN. UNA INTRODUCCIÓN A LA HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE AMÉRICA LATINA. México DF: Siglo XXI Editores.
[3] Quesada Monge, Rodrigo (2001). EL LEGADO DE LA GUERRA HISPANO-ANTILLANO-NORTEAMERICANA. San José, Costa Rica: EUNED. Pág. 28
[4] Martí, José (1894). “La verdad sobre los Estados Unidos”, en Hart Dávalos, op.cit. Pág. 233.
[5] Martí, José (1894). “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano”, en Hart Dávalos, op.cit. Pág. 241.
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