La realidad ha cambiado sustancialmente en cuestión de veinte años. Pero el sistema capitalista, y sus ideólogos, siguen creyendo que sus viejas soluciones son todavía posibles. Por eso es decisivo volver a las propuestas de los clásicos, en asuntos tan verdaderos y fundamentales como el del imperialismo.
Pienso, como muchos otros autores y estudiosos de estos temas, que ha llegado el momento de hacer un balance crítico general sobre los aciertos de la teoría del imperialismo, y de su utilidad verdadera para la nueva realidad que enfrentan nuestros pueblos en América Latina. El mundo ha entrado en una etapa del desarrollo capitalista, en la cual, no sólo resulta ridículo afirmar el fin de la historia, sino que incluso el triunfalismo de la burguesía mundial, y de la latinoamericana en particular, denota una ceguera inicial, después de la caída del socialismo real, a todas luces irresponsable e irracional.
Nunca antes como ahora, el sistema capitalista había dado muestras tan contudentes de su desorden estructural, lo que resulta paradójico a la luz del despegue producido por la vía libre que había dejado el desplome histórico del socialismo. La orgía financiera que esta situación detonó, enervó los mecanismos sociales y políticos mediante los cuales, cada cierto tiempo, el sistema buscaba equilibrarse a sí mismo; pero en esta ocasión los grupos dominantes del capitalismo central, se hallaron con la situación de que muchas de las herramientas analíticas utilizadas en el pasado no funcionaban con la misma efectividad en el presente. Es curioso cómo los economistas burgueses han olvidado una parte importante de su propia batería teórica sobre las crisis y cómo solventarlas, aunque no prevenirlas. La algarabía por la desaparición del socialismo histórico ha sido tal que no se han percatado de las proporciones que tiene la crisis capitalista en el presente, y que amenaza con traerse al suelo todo el carnaval que han montado desde 1991. El problema está en que el colapso del capitalismo central, en las nuevas condiciones de mundialización, imposibilita que los capitalismos de la periferia escamoteen la crisis, y como siempre, es aquí donde el impacto es mayor, no tanto en términos técnicos, sino esencialmente humano. Es ahora, en el momento en que el capitalismo parecía proclamar su triunfo histórico definitivo, cuando la situación en Asia, África y América Latina se ha tornado insostenible para los más pobres. Las hambrunas, las pandemias, el tráfico internacional de trabajo esclavo de los niños y de las mujeres, el juego vergonzosamente usurario con las aguas en países como Etiopía, el narco-imperialismo y otras lacras del sistema se exacerbaron durante las últimas dos décadas, de una forma tan penosa, que cualquiera podría pensar en un retroceso denigrante hacia los peores momentos de la vieja revolución industrial inglesa, aquella tan magistralmente descrita por Charles Dickens en la Inglaterra del siglo XIX.
Para la intelectualidad anti-capitalista nada de esto es nuevo. Son asuntos que de una u otra forma, hombres y mujeres como Marx, Lenin, Trotsky, Luxemburgo, Bakunin, Kropotkin, Boockchin, Chomsky, Amin y otros describieron y analizaron por años. Retomar esta cuestión es urgente, puesto que la revitalización de la misma- en realidad aquí no hablamos de actualización- nos permitirá redescubrir que los viejos problemas del capitalismo siguen con nosotros, sólo que ahora sufrimos el desamparo de no contar con los contra pesos, lentos y torpes pero bien intencionados, del socialismo real.
Pero no es con buenas intenciones como se hará la revolución en América Latina. Menos hoy, cuando se piensa que la proposición de “hacer la revolución” pertenece a épocas nostálgicas y melancólicas carentes de toda lógica social y política. La burguesía constantemente hace lo mismo, sueña también con aquellos capítulos de su propia historia en que la explotación de los trabajadores era ilimitada, la jornada laboral era de dieciséis horas diarias, el trabajo de las mujeres y los niños no estaba reglamentado y otras reliquias socio-económicas similares la hacían feliz y sentirse dueña del planeta, como en realidad sucedía. La llegada del socialismo detuvo estos desmanes al menos por algunos años, pero es a partir de ahí que la burguesía hace también ideología. De tal manera que es absurdo que se acuse de nostálgicos a los revolucionarios de nuestros días, cuando ellos, los burgueses, tienen siglos de estar soñando en algo, que hoy, cada vez se parece más a la realidad, su idea de un mercado perfecto, mecánico y totalmente liberado de impurezas estatales o de intervenciones externas. Aquí la cuestión se zanja, como dirían los clásicos del marxismo, dilucidando históricamente cuál es más válida, en términos humanos y de civilización: ¿su moral o la nuestra?
La realidad ha cambiado sustancialmente en cuestión de veinte años. Pero el sistema capitalista, y sus ideólogos, siguen creyendo que sus viejas soluciones son todavía posibles. Por eso es decisivo volver a las propuestas de los clásicos, en asuntos tan verdaderos y fundamentales como el del imperialismo. A pesar de que algunos intelectuales de izquierda del pasado, hoy travestis de la política en favor de sus antiguos enemigos, nos quieran hacer creer que estos temas han perdido su vigencia.
Pero la discusión de nuevo cuño sobre la teoría del imperialismo deberá darse sobre el plano de los cambios que se han operado en ese objeto, aparentemente abstracto y elusivo, que es la realidad económica, social y política del presente, con toda su fragmentación, su profunda deshumanización, y su vocación de cataclismo.
Por lo tanto, con este ensayo, pensamos hacer una contribución, modesta y sucinta, pero no menos seria, sobre la utilidad de la teoría del imperialismo para la mejor comprensión de nuestros asuntos más apremiantes, sin perder de vista la perspectiva latinoamericanista fundamental que debe predominar en este tipo de análisis. Leer más...
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