En rigor, nadie pudo con Zapata. Derrotó a De la Barra y a Madero, derrotó a Victoriano Huerta y sus terribles ejércitos, también a los intentos constitucionalistas de acabarlo. El único que pudo con Zapata fue acaso Zapata mismo.
Emiliano Zapata nació el 8 de agosto de 1879 en San Miguel Anenecuilco. Fue asesinado a traición a la breve edad de 39 años en 1919, nueve años después de que había encabezado la rebelión en Morelos en contra de Porfirio Díaz. Seguramente es un error creer que los astros o los números puedan regir la vida y la muerte de un ser humano, pero la marca del 9 en la de Zapata le añade un enigma más.
Es una lástima que los viejos rituales de la evocación y la conmemoración hayan sido desplazados por el mercadeo que día tras día celebra cualquier cosa con tal de llenar las páginas de los diarios con ese género que hoy se podría llamar historia instantánea o historia desechable, cuya profundidad no es mayor que la de un boletín de la farándula. Porque la épica de Zapata, a 130 años de su nacimiento, merecería reflexiones más profundas y, sobre todo, más críticas que las que nos han deparado sus principales historiadores.
Pero, finalmente, vivimos en una época que F. Hartog ha definido como la era de la celebración, en la que la rapidez con la que se olvida es sólo mayor a la futilidad con la que se celebra. Aunque habría que suponer o sospechar que en el caso de la mitología de Zapata este nuevo canibalismo mediático no pasara de un simple pie de página.
En principio, a los zapatistas de 1911 la celebridad les escatimó sus favores. Es probable que las batallas que libraron en Chinameca y Jojutla hayan sido tan decisivas como la que encabezaron Villa y Pascual Orozco en Ciudad Juárez para derrotar a Díaz, pero es obvio que el precario compromiso entre Madero y Zapata inicia la historia trágica de la Revolución.
A Madero, hacendado del norte, criollo, liberal, tan sólo la idea de expropiar tierras y entregárselas a las comunidades le parecía un reclamo menesteroso, inútil y anacrónico (contradecía el espíritu de la Constitución de 1857). Si había llegado al poder era para preservar la hegemonía de los hacendados ahora en un régimen democrático. Para Zapata, en cambio, la restitución inmediata de las tierras significaba la única exigencia que podía justificar y legitimar la rebelión contra Díaz. Madero le exigió a Zapata que depusiera las armas; Zapata le respondió: Primero la tierra, después las armas. Si se observa la brutal estrategia militar que empleó Madero para acabar con los rebeldes zapatistas, es difícil entender cómo es que su aura (ya mitológica) esté marcada desde esos años por el idealismo y la inocencia.
Incluso una comparación somera entre Madero y Zapata hablaría de dos figuras que son diferentes no sólo por las culturas a las que pertenecen (el criollismo y las comunidades indígenas), o las regiones en las que se formaron (norte y sur), o las clases sociales que expresaron (los hacendados y la clase media baja del campesinado), sino que más bien parecen provenir de planetas distintos. La utopía maderista se inspiró en la idea de transformar la sociedad mexicana a imagen y semejanza de las sociedades occidentales liberales de la época; la de Zapata suponía algo mucho más sencillo: entregar la soberanía de la vida entera (la tierra, el agua, las leyes, el lenguaje, las instituciones, la cultura, etcétera) a los pueblos (no el pueblo entendido abstracta y demagógicamente), sino los pequeños pueblos que Juan Rulfo describe en El llano en llamas y que albergaban a 70 por ciento de la población de aquel entonces. Dos utopías que fracasaron rotundamente, y que expresan acaso las propuestas más originales que fraguó la Revolución Mexicana.
Quien permaneció asombrosamente leal a Madero hasta el final de sus días fue Francisco Villa. El espacio es breve, pero una comparación entre el jefe de la División del Norte y el Caudillo del Sur mostraría dos realidades que son simplemente incompatibles o, mejor dicho, intraducibles. Villa era norteño, fronterizo, ligado ya a cierta cultura del individualismo, y sobre todo, representaba a un ejército de paga, profesional o semiprofesional, que podía moverse a distancias inimaginables en tiempos rapidísimos.
Jamás distribuyó un centímetro de tierra. Zapata, por el contrario, es un indígena, arraigado en un espíritu comunitario, que encabeza un ejército popular basado en el apoyo de los pequeños pueblos, cuya frontera de movimiento más lejanamente imaginable es la ciudad de México. Todo su consenso está basado en la expropiación de las tierras y su entrega inmediata y directa a una sociedad de propietarios individuales, aunque comunitariamente organizados.
La gran obra de Villa fue doble: la destrucción del antiguo Ejército federal (acaso la mayor obra política de la Revolución) y el inicio de la separación violenta entre la Iglesia y las armas. Zapata, en cambio, dirige un movimiento de espíritu guadalupano y está ligado al clero bajo. Y lo esencial: para Villa la tierra es cada vez más una mercancía; para Zapata, un orden sagrado, como se espera que lo sea en toda la tradición católica. Aquí habría que entender lo sagrado a la manera de Bataille, que escribe: Lo sagrado es el horror. Perder la tierra, para los zapatistas, significaba el horror, es decir, el lugar en que la vida no tiene sentido alguno. Algo tienen en común ambos: no hay casi noticias (o al menos noticias frecuentes) de que ninguno de estos dos líderes populares haya incurrido, a diferencia de Carranza, en prácticas de corrupción.
En rigor, nadie pudo con Zapata. Derrotó a De la Barra y a Madero, derrotó a Victoriano Huerta y sus terribles ejércitos, también a los intentos constitucionalistas de acabarlo. El único que pudo con Zapata fue acaso Zapata mismo. Una vez distribuida la tierra, los campesinos de Morelos no quisieron seguirlo en su lucha contra el carrancismo. Pero por qué sigue luchando después de 1917. La razón es muy sencilla y radical: jamás creyó que el artículo 27 aseguraría el bienestar de aquellos con los que había luchado desde 1910.
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